La tierra sin olvido

Tengo que decir, a manera de prevención antes de que comiencen a insultarme, que lloré con lágrima emocionada cuando vi el nuevo video de La Tierra del Olvido, de marca Colombia y Carlos Vives. Esos paisajes de esta Colombia que somos, esa multiplicidad de colores de la tierra y de la música, inclusive por encima de la ninguna preferencia que tengo por Maluma y FannyLú. Ser un mismo país más allá de los gustos y la apariencia. Esa mesa blanca con dos sillas, de palo, simples, esperando por una sentada a conversar, por el encuentro, por el alimento. Y una canción dedicada a un amor que no acaba de volver, que es un país que no acaba de nacer, que es una paz que no acaba de llegar. Una hermosura, sin duda.

Sin embargo, pasada la emoción, algo no me encajaba del todo en la canción. Al principio pensé que era por que no me gustaba en su totalidad la selección de cantantes ¿dónde estaban Edson Velandia, Jorge Veloza o Kraken?.

Buscando objetividad, supuse entonces que era que no cabía todo el mundo, que la muestra intentaba reunir a la región representada en el Cholo Valderrama, Herencia de Timbiquí y Coral Group, con el centro del país representados en Fonseca, Maluma y Andrea Echeverri, mediados todos por la hermosa canción y la figura bacana, transicionales ambos, del buen Carlos Vives. Un equilibrio entre el mercadeo de los famosos para calar el video promocional y los no tan conocidos para incluir el sonido de la tierra real. Pero nada, algo me rascaba y no sabía bien dónde.

Recordé la primera versión del disco de 1995 con la que había lagrimeado teniendo el corazón joven y la también estremecedora de Playing for Change de 2011 que le enviaba a mi hija al extranjero, para llorar juntos en la distancia. Me puse a ver de nuevo ambas versiones a ver si encontraba el ruidito.

Topé el problema ni bien acabé de ver el segundo video, con la ayuda de un par de amigas más mamertas que yo: ¿a dónde se fue toda la gente?¿se los llevaron los extraterrestres? Solo estaban los cantantes, envueltos en la luz mágica y los paisajes tan desbordados de belleza como carentes de gente real. Muy parecido, por cierto ¿casualidad? a un video de la National Geographic en el que se retrata la impresionante belleza de la Sierra de la Macarena, el cual que sería una joya sino fuera tan increíble -no creíble, mejor- que las cámaras pasen por ese lugar y no hagan tan siquiera un plano de un humano, con todo y lo teso que pasa por ese rincón de nuestra geografía.

De La Tierra del Olvido del 95 desaparecen el indígena (que ya había desaparecido en la versión de 2011), el campesino que siembra o que pesca, la gente de la calle, la calle misma, lo no famoso (que aunque el Cholo, Herencia y Coral no son masivos, tienen su público bien numeroso), lo no virginal. La choza, la casa en obra negra, las chancletas, lo untado, el barrio, la buseta. En resumen, lo real, lo cotidiano. Eso no cabe en esa visión idílica hecha desde drones, que ponen en tarjeta postal al edificio del desarrollo y al paisaje aventurero, pero que extrae a la gente común.

Un ejemplo muy hermoso de todo lo contrario a lo que estoy diciendo lo constituye, quién diría, el video del himno de los 200 años de Antioquia, en donde todos los que aparecen son personas de los pueblos y lugares que se muestran, incluyendo no solo las etnias y los géneros, sino también sus sonidos, amén de permitir, de incluir, a los imaginarios no estandarizados, como el del rapero con rastas cantando a su ritmo desde el barrio.

“¿Y qué, mamerto? ¿a qué tanta palabrería, si Colombia, mi patria, es muy linda?¿o es que le duele que progresemos?” podrían preguntarse los más fervorosos, con algún insulto por medio para matizar su punto de vista. “Es un canción hermosa y un reclamo de orgullo por este país que tenemos” tal vez digan los más tranquilos.

Pero es que no es tan sencillo, susmercedes. Por una parte, no es un video de un particular, Carlos Vives en este caso, sino de una institución nacional. No habla meramente de la intención y percepción de una persona, sino de un proyecto de nación. El video, obviamente, no es el Plan Nacional de Desarrollo, pero si deja ver con claridad los imaginarios que van por arriba.

Paisajes limpios y seguros. Limpios de gente, como cuando viene un presidente de los Yunais Esteis y hacen desocupar las calles de Cartagena para que se pueda tomar la foto con la palenquera que, previamente libreteada, le sonreirá y él dirá “qué lindou es Coloumbia”.

Campo sin campesinos, pero eso sí, que no falte el tractor de la sacrosanta agroindustria, que será el motor que le dé empleo a los que ahora llamaremos “trabajadores rurales”, que no campesinos, pues los campesinos son propietarios de parcelitas y ellos no saben ni de la productividad, ni de sus cadenas (productivas) y por tanto no son aptos para el bien amado desarrollo.

Selvas y montañas sin indígenas, de esos que se oponen a los proyectos hidroeléctricos y hoteleros porque les van a ocupar “sus tales tierras ancestrales”, cuando, como diría la egregia senadora Paloma Valencia, estas pertenecen “a sus dueños legales”. No legítimos. Legales.

La mesa blanca que viaja por todo el país está dispuesta con sillas, a la espera de compartir el pan y la palabra. Para volvernos a encontrar, para descubrir al otro y que el otro nos descubra. Para descubrirnos, en fin. Para hacer la paz, eso está claro. Y conmueve hasta la raíz. Pero la pregunta queda planteada ¿para quién debemos servir esa mesa? ¿Para el que habita, trabaja y vive el campo o para el agroindustrial, gran inversionista o el turista? ¿Cuál Colombia será la invitada a sentarse a la mesa? ¿Entre cuáles debe ser repartido el pan y la palabra?

Todos decimos querer la paz. Y estoy seguro de que hay sinceridad en el deseo ¿quién no la querría? El problema está en qué significa esa palabra para cada quién. La mera ausencia de guerra que podremos tener si el Estado y las Farc firman en La Habana ha de ser un principio fundamental para la construcción de la paz, pero no va a ser suficiente. Si los puntos pactados allá (desarrollo agrario, participación política, política antidrogas, verdad y reparación) no se implementan con juicio y con el ánimo de cambiar las condiciones que dieron origen a este desmadre de 50 años, los conflictos que siguen pendientes, volverán a armarse, con otros nombres, pero serán los mismos, como ya lo predecía Gonzalo Arango cuando esto apenas empezaba.

.

Aunque la canción de Vives era y seguirá siendo una pieza de paz y buen sentimiento, y de seguro me (nos) seguirá aflojando el lagrimal, el nuevo video deja evidencias de que esos términos significan cosas bien distintas para cada quién. En la medida en que nuestros mandatarios, la máquina informativa y nosotros los de a pie logremos incluir a este país real que existe más allá de la postal turística y el folleto empresarial, en que dejemos de ser esta literal tierra del olvido de los que no encajan en el formato comercial, podremos aspirar a ser un lugar en donde las lágrimas broten de la emoción por ser parte de esta tierra que llamamos Colombia.