Desde la dimisión de Rousseff a la repetición de las elecciones, todas las opciones son posibles.
No es muy común que un presidente llegue a igualar su índice de aprobación en las encuestas con el porcentaje de déficit de su país, pero Dilma Rousseff lo ha logrado: ambos indicadores están alrededor del 10%. Brasil se encuentra en una tensión extrema que difícilmente pueda aguantar durante mucho tiempo, mientras el PIB cae a un ritmo previsto del 3,7% anual por segundo año consecutivo y el paro se duplica, de un 4,3% en 2014 a un 8,3%. En una democracia parlamentaria, unas elecciones anticipadas o una moción de censura estarían a la vuelta de la esquina, pero el sistema presidencialista brasileño es mucho más rígido.
¿Qué opciones de Gobierno hay para el futuro inmediato?
La primera opción, por la que parece apostar Rousseff, es mantenerse en el Palacio de Planalto hasta el final de su mandato, en octubre de 2018. El problema es que, salvo que ocurra un milgro entre medias, poco podrá hacer para gobernar. Para empezar, su vicepresidente, Michel Temer, se ha marchado a la oposición junto a parte de los ministros de su partido, el PMDB. Todo esto empeora por su aislamiento en un Congreso híperfragmentado y que prefiere debatir su destitución antes de leyes que permitan salir de la profunda crisis económica.
Por tanto, la posibilidad de seguir adelante parece destinada a abocar al país a perder dos años en guerras políticas, un tiempo precioso del que no disponen en medio de su peor crisis económica en décadas. Aun así, es la opción a la que se aferra Rousseff, que insiste en incluir a su predecesor, Lula da Silva, en su Gobierno para intentar reforzarlo políticamente. Una idea que no entusiasma a la población, que desconfía de su presidenta en un 82% frente a un triste 10% que la apoya. Además, si las protestas pidiendo la retirada de la presidenta persisten, los Juegos Olímpicos de este año pueden ser un escenario terrorífico en el que mostrar al mundo la división social y las crisis política que dominan al país.
Una alternativa sería la marcha de Rousseff, ya sea por dimisión propia o por que se complete el proceso que la presidenta y sus partidarios califican de “golpe de Estado”, es decir, el impeachmentabierto por el Congreso. Si ocurriera, el vicepresidente Michel Temer sería el encargado de terminar la legislatura y tendría más opciones de buscar un acuerdo para un Gobierno de unidad con todos los partidos de la oposición para salvar la crisis.
En este caso, Temer tendría carta libre para quemarse políticamente todo lo que hiciera falta, dado que el PMDB nunca se ha presentado a las elecciones presidenciales, y los demás partidos podrían aprobar medidas más duras sin miedo a perder votos sabiendo que sus líderes no tendrían que llevar el peso de las mismas y que el PT se encuentra electoralmente noqueado.
La clave en esta opción es cómo se produzca la marcha de Rousseff. Si es voluntariamente -lo que no parece muy probable ahora mismo-, sus rivales tendrían más libertad a la hora de legislar e incluso podrían tender la mano al PT en algunos puntos. Por el contrario, si la marcha de la presidenta se produce por un impeachment, las manifestaciones en su favor por parte de sus seguidores y las apelaciones al “golpe de Estado” mantendrían la tensión y provocarían una reacción negativa de sus aliados en otros países de la región, como Bolivia o Venezuela.
La última posibilidad es que la justicia dé la razón a las acusaciones de financiación irregular de la campaña y ordene repetir las elecciones. Si eso ocurre, difícilmente Dilma -o cualquier otro candidato del PT- podrían sobrevivir una nueva votación, después de haber ganado en 2014 por apenas tres puntos. Eso sí, el nuevo Ejecutivo -elegido para dos años- tendría que compaginar su mandato con un Congreso en el que el 60% de sus miembros están siendo investigados por delitos que van de la corrupción al homicidio.
El drama para los brasileños es que Rousseff no es la responsable única de la situación política, y su retirada no solucionará todo. Uno de los principales problemas que enfrenta el país es su rigidez legal, con una Constitución que blinda grandes cantidades de gasto público y un sistema político atomizado que ahora la presidenta propone arreglar. Mientras no se dé una solución a ambas circunstancias no se arreglen, el déficit y el clientelismo parlamentario difícilmente desaparecerán.