Entre el eco de los grandes escenarios y los fuegos fatuos de la fama televisada hay marcas de los años del fuego que no se olvidan. B.B. King siempre recordaba las penurias de los primeros tiempos del blues, o al menos del blues de su vida.
Una trayectoria azarosa que este apóstol incansable del blues desplegó durante siete décadas de actividad musical protagonizando más de quince mil actuaciones. Con Riley B. King, fallecido esta madrugada en su residencia de Las Vegas después de haber superado una reciente hospitalización por problemas derivados de la diabetes, desaparece uno de los últimos eslabones originales del gran periodo de expansión comercial, y de reconocimiento social, dicho sea de paso, de la música negra norteamericana.
Como en el más purista de los cánones del blues, B.B King nació en un pobre poblado surgido al abrigo laboral de las grandes plantaciones de algodón del estado de Misisipi. En aquel hogar de braceros, en Itta Bena, localidad que aún hoy apenas acoge a dos millares de vecinos, el niño King, el hijo del aparcero Albert y Nora Ella King, pronto aprendió que nadie iba a venir a sacarle las castañas del fuego. Con cuatro años, su madre abandonó el hogar familiar y el pequeño vástago fue trasladado a la vecina Kilmichael para crecer al cuidado de la abuela Elnora. Allí comenzó a frecuentar la iglesia baptista, donde principió en el coro religioso. El anecdotario dice que compró su primera guitarra por apenas quince dólares, aunque hay quien apunta más alto y alimenta el mito con un regalo del bluesman Booker “Bukka” White. Da igual, ya está la guitarra y aquí empieza el viaje épico de un muchacho negro del sur profundo hacia la cima del reconocimiento internacional del blues, su instrumento y, sobre todo, su capacidad para tañer la guitarra con una técnica depurada pero asequible a oídos del profano. Del profano blanco, se entiende.
Empleado todavía en oficios comunes, de adolescente encontró trabajo como chófer de un tractor y pudo ampliar su campo de acción a Greenwood, ya una ciudad de proporciones respetables y, en esencia, una de las estaciones de paso en la ruta crucial que hizo la música negra entre Memphis y Nueva Orleans. Lo intentó una vez en la ciudad del norte, duró apenas un año, volvió a Misisipi y, de verdad, apostó tiempo y dinero (ay, las apuestas, la fiebre de no saber si saldrá cara o cruz, que luego generaría problemas en los años de la abundancia) en un segundo intento para hacerse un hueco en la competitiva escena del blues de Memphis. En la calle Beale, allí fue donde fue bautizado Blues Boy King, y para la posteridad quedó ya su nombre artístico: B.B. King.
La carrera discográfica de este titán de la guitarra de blues comenzó bajo las alas de otro nombre grande de la música popular norteamericana, Sam Philips, que luego fundaría la discográfica Sun Records, hogar de (tome usted aliento) Elvis, Johnny Cash y Roy Orbison, entre otras luminarias del rock. En 1952 su versión de 3 o’clock blues se convirtió en un primer éxito reseñable. Con los años esta pieza sería un momento genuino de sus conciertos multitudinarios, en compañía de otros clásicos seminales de la música negra como Every day I have the blues, Black angel blues o The thrill is gone o de las más populares To know you is to love you y I like to live the love.
En 1969 abrió como músico invitado el tramo norteamericano de la gira de The Rolling Stones, lo que a la postre amplió su audiencia hacia el rock rebelde hijo de los tiempos revueltos en los años 60. Con Mick Jagger volvería a coincidir medio siglo después en el salón de la casa blanca más famosa del planeta. Stones y blues para rendir el homenaje a la población negra y su honda huella en la cultura norteamericana desde la misma presidencia de los Estados Unidos. Fue allí, sostenido por la pareja de amigos y otros músicos aliados (Buddy Guy, Jeff Beck, Keb Mo…), cuando Barack Obama se lanzó a interpretar Sweet home Chicago. “Mientras ensayábamos, entró el presidente. Parecía muy relajado y feliz”, comentó Mick Jagger en Twitter. Definitivamente, los tiempos habían cambiado. Y mucho.
La proyección internacional y el alto grado de popularidad alcanzados por B.B. King despegó a principios de los años 80. Primero vino su ingreso en el Blues Hall of Fame y, siete años después, en 1987, en el Rock and Roll Hall of Fame. Al año siguiente otra alianza interesada siguió derribando murallas invisibles. De excursión por las raíces de las músicas negras de Estados Unidos, los cuatro de U2 pergeñaron un artefacto doble llamado Rattle and Hum en el que, entre tanto fuego de artificio y sobreactuación deslavazada, sobrevivió una pieza en verdad incandescente. When love comes to town prendió las llamas de un nuevo público para B.B. King, la audiencia pop de los irlandeses que ya nunca se olvidaría del padre putativo del blues contemporáneo. Un artista que nunca regateó ayuda ni sustento a los que vinieron después: colaboró con Eric Clapton, Blues Brothers, Koko Taylor, Bo Diddley e incluso con la cándida Carole King.
En España B.B. King sacó a pasear muchas veces a su guitarra Lucille, con la que entre broma y vera decía que se acostaba cada noche. Apareció por aquí mediados los años 90, época de abundancia en la que casi cualquier festival que se preciara apostaba por su concierto solvente, generoso y enérgico. Y fue aquí donde el ya abuelo del blues conoció a Raimundo Amador, el guitarrista flamenco de las 3.000 viviendas de Sevilla, la mitad de Pata Negra, la tercera parte de Veneno. Y Lucille se enamoró de Gerundina en mil noches de verano, quizá porque los lamentos añejos del profundo sur algodonero resuenan como un eco lejano en las colinas del sur ibérico.
Raimundo Amador, con los años, se convirtió en uno más de la familia. Y la familia, para B.B. King (padre de quince hijos, abuelo de medio centenar de nietos) y para los gitanos andaluces, siempre es lo primero. Lo recordaba el guitarrista flamenco hace cuatro años en la revista Jot Down. “El año pasado [2010] fui a verle y lo primero que hizo fue preguntarme por mi hija, que la sacaba al escenario cuando era pequeña, y le dije al traductor que le dijera que se ha casado y está embarazada: se quedó prendado. Y lo segundo que me preguntó era si me había traído la guitarra”.
De creencias tradicionalistas, hijo del tiempo que tocó vivir, B.B. King simpatizó primero con el Partido Republicano y terminó trabando amistad cercana con la familia Bush. Sobre las tablas dejó una influencia determinante para entender a carta cabal los orígenes y la evolución contemporánea de la guitarra de blues. Quizá no inventó nada B.B. King, pero su impronta con el instrumento iba a convertirse en una hoja de ruta imprescindible para las nuevas generaciones. Porque fue tan larga la carrera de este hombre orondo, sencillo, conversador y divertido, tan prolija en anécdotas y aspectos tangenciales, que hasta a ver la adopción del flamenco-blues por artistas indie le dio tiempo. Howe Gelb tendrá hoy un mal día. Como otros muchos que escucharon en B.B. King la memoria latente del último gran pueblo esclavizado por el poder. Testigo postrero de una ruta asfaltada de sufrimientos y lágrimas que, como dijo Amiri Baraka, empezó en la isla de Goreé. “Somos el blues, lo pasado, lo ido, la energía, el frío”.
*B.B. King falleció en la madrugada del 15 de mayo de 2015 en Las Vegas por complicaciones derivadas de la diabetes. Tenía 89 años.