Cayetana Fitz-James Stuart, XVIII duquesa de Alba, ha fallecido este jueves a los 88 años de edad en el palacio de Dueñas, Sevilla. La aristócrata de Europa con más títulos nobiliarios nació el 28 de marzo de 1926 en el otro gran palacio de la familia, el de Liria, en Madrid. A pesar de ser natural de la capital de España, ella siempre se consideró andaluza. Y allí, en la que suponía su tierra, ha fallecido tras no superar un cuadro de neumonía aspirativa que finalmente se ha complicado.
La capilla ardiente de la duquesa se instalará a lo largo del día de hoy en el Salón Colón del Ayuntamiento de Sevilla, el espacio más amplio y donde habitualmente se celebran los plenos municipales y eventos de envergadura. Desde primera hora de la mañana, se han colocado vallas desde el palacio de Dueñas hasta el Consistorio para proteger y delimitar el que será el recorrido del cortejo fúnebre.
Durante el último año, la salud de la duquesa viajaba en noria. Unas veces estaba muy arriba y otras muy abajo. Sus hijos y sobre todo sus íntimos sevillanos, que han pasado con ella estos vaivenes, tanto afectivos como físicos, pensaban que esta vez también saldría victoriosa, pero no fue así y la gran jefa del clan Alba decía adiós este 20 de noviembre de 2014 a una existencia activa y plena hasta casi el final de sus días.
Cayetana, una mujer poderosa en títulos y en su manera de afrontar la vida, no quiso ser una ‘dama de las camelias’ melindrosa y cursi. Fue, por el contrario, una aristócrata de alma libre. Se casó tres veces y las tres por amor. Sobre todo las dos últimas, donde hizo frente a todo y a todos. Mientras con el primer marido, Luis Martínez de Irujo, no hubo discusión pública, la elección de sus otros dos maridos –Jesús Aguirre y Alfonso Díez– fue motivo de escándalo público y de mofa entre el mundo nobiliario y el ambiente social más rancio, que no era capaz de asumir lo que denominaban “las locuras de Cayetana”.
A ella le daba igual, aunque lo que no quería era que dijeran que se ponía el mundo por montera. “Yo no he hecho nada que perjudicara el buen nombre de mi apellido y mis títulos. Y mucho menos a mis hijos”, decía. Quizá tenía razón y por eso obedeció a su padre en aquel primer matrimonio; un padre que nunca hubiera admitido que su única hija se ennoviara con el torero Pepe Luis Vázquez, su amor de juventud. Muchos años después fue su hija Eugenia, la pequeña de la familia, la que decidió darle el ‘sí, quiero’ a otro torero, Fran Rivera. Una relación –breve, eso sí– que coronó la historia de amor entre la duquesa de alba y el folclore español, una de sus grandes pasiones.
Cayetana tuvo una infancia viajera de niña huérfana (su madre murió de tuberculosis en 1934), protegida por un padre que la mostró el mundo desde la situación privilegiada que suponía ser duque de Alba. París, Londres, El Cairo, Roma, Grecia… fueron ciudades por las que paseó su infancia la pequeña Tana, que se empapaba de esas culturas. Todo eso le sirvió después para cuidar, proteger y mostrar el legado de los Alba, que ahora pasa a su hijo Carlos, duque de Huéscar y primogénito de la saga.
La mujer que había detrás del título
La duquesa de Alba nunca fue una persona a la que le gustara conceder entrevistas, salvo en su última época, en la que aparecía con Alfonso Díez en alguno de sus palacios o posando como una más en los promocionales de Porcelanosa. Las explicaciones para ese cambio de actitud tenían que ver con su coquetería más que con una necesidad de formar parte del mundo mediático, que en realidad le aterraba, porque decía “que siempre me preguntan por los líos de mis hijos y no por mis cosas”. Y desde que se casó con Alfonso Díez más, porque tampoco entendía que se estuviera marcando continuamente la diferencia de edad con su marido, quien a sus 62 años “tampoco es un pipiolo”, como comentaba a sus amistades cuando veía por la tele una noticia relacionada con ella. “¿Por qué siempre tienen que recordar mi edad? ¿Es que soy la única que cumple años?”. Doña Cayetana se enojaba hasta que salía a la calle y los sevillanos la llamaban guapa, reguapa, bonita y todo tipo de piropos. La jefa de los Alba se convertía entonces en un pavo real.
La diferencia con otros personajes de su perfil o incluso con sus hijos, poco proclives a las relaciones callejeras, era precisamente ese trato aparentemente cercano que profesaba. Aun con todo, seguía siendo una mujer a la que le gustaba la seriedad. En una ocasión, hace tiempo, puso en su sitio a unas personas que quisieron hacer pandilla con ella en el restaurante Porta Rosa de Sevilla. Este local ha sido uno de sus preferidos y en él solía almorzar al menos tres veces al mes. Sabían de sus preferencias, de cómo le gustaba la caña de cerveza con poca espuma y qué era lo primero que debían servir en la mesa. Ese día, en una mesa cercana se celebraba un cumpleaños y a los postres, con más copas de las necesarias, le pidieron que acompañara el apagado de velas. Por la forma en que lo hicieron se negó y se montó una pequeña discusión que la duquesa atajo con un: “Son ustedes unos maleducados”.
Cayetana era imprevisible, pero siempre amable con quien sabía estar en su sitio. Cuando se la entrevistaba en sus palacios de Liria y Dueñas era curioso observar cómo variaba su estado de ánimo dependiendo de si la puesta en escena era en uno o en otro lugar. En Madrid había siempre más parafernalia que en Sevilla, pero en ambos lugares controlaba absolutamente todo. En cierta ocasión, un fotógrafo, con toda la ingenuidad del mundo, recolocó unos marcos para evitar el rebote del flash. A simple vista el cambio era imperceptible, pero nada más entrar en el salón, la duquesa se percató y en tono neutral avisó: “En esta casa no se mueven las cosas”.
De duquesa de Alba a Tana
Las pautas siempre las marcaba la duquesa, una mujer de una fidelidad absoluta hacia sus amistades, a las que siempre apoyó en los momentos más duros. Sucedió con Carmen Tello cuando se separó de su marido y muchos de los que hasta ese día le bailaban el agua le dieron la espalda. Era también una mujer generosa con quien ella consideraba que lo necesitaba. A sus hijos los mantuvo a raya durante muchos años y no era espléndida con ellos en el día a día. Sí, en cambio, cuando decidió casarse con Alfonso y, como prueba de que a su futuro marido solo le interesaba ella, repartió la herencia en vida y ahí se acabaron los líos filiales.
Otra de las pasiones de la duquesa eran las mañanas de compras. Tenía varias tarjetas de firmas comerciales, pero la que más le gustaba era la de Mango. Entraba en la tienda y elegía cosas para ella, para Eugenia, para las hijas y nietas adolescentes de amigas y salía como si fuera un rey mago. El problema era que después había que cambiar la ropa, porque casi nunca se ajustaba a los gustos de las más jovencitas. En Zaragoza, cuando fue la Expo, gastó cerca de 4.000 euros en los famosos “pongos” (¿dónde lo pongo?); esos objetos que nunca se sabe dónde colocarlos y que entusiasmaban a la duquesa y aterraban a quienes los recibían. Ahora los echarán de menos. Cayetana siempre fue duquesa con los desconocidos y Tana para los que quería, que eran muchos. Descanse en paz.