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Especial para Confidencial Colombia. “Yo nací en la guerrilla”, rememora Brayan mientras limpia con mimo su AK-47. “Mi mamá era guerrillera y una tía, también”. A los 13 años, después de un entrenamiento de semanas, empuñó su primer fusil. Ahora tiene 16 y un aspecto de crío, delgado y frágil, que intenta disfrazar adoptando el aire de un curtido combatiente.

“Si viene la plaga (Ejército), nos damos plomo”, advierte en tono retador. “¿Has estado en algún combate antes?”, le pregunto, inquieta porque si aparece un comando de las Fuerzas Especiales del Ejército, que andan buscándonos, podrían darle de baja con facilidad. “No, pero estamos preparados”, asegura, y sigue puliendo el fusil.

Es martes y nos escondemos en una casa de adobe abandonada, en un punto solitario de la Cordillera Oriental andina. Es el segundo día que Brayan, un segundo adolescente de 17 años, un chico de 19 y el jefe de todos ellos, un treintañero alto y fornido al que llaman Miguel, componen la cuadrilla que me custodia. Sabemos que los militares nos pisan los talones porque escuchamos helicópteros la noche anterior y el avión fantasma hizo un par de pasadas de reconocimiento.

“¿Y usted? ¿Ya se enfrentó a los militares alguna vez?”, inquiero al de 17, de corta estatura y también armado de un AK-47. “No”, confiesa. Desconozco su nombre, no le gusta hablar conmigo puesto que la norma de la guerrilla impone no charlar con los “retenidos”, como llaman a los secuestrados.
-¿Y qué hará si aparecen? ¿Correr al monte, dispararles?
-Ahí vemos –responde sin interés en seguir la conversación.

Miguel, el jefe, es el único que muestra preocupación. Debe aguardar al siguiente grupo que se hará cargo de mí, el tercero desde que el sábado 21 de mayo me secuestró el ELN. Y no le gusta el lugar escogido para hacer el relevo, en medio de una explanada, a unos trescientos metros de una ladera de selva espesa, y con tres jóvenes inexpertos para repeler un posible ataque.

El día anterior, temprano en la mañana, supimos por la cadena radial del Ejército, la única que entra en esos parajes apartados, que hay dos mil militares desplegados por la zona buscándome.

“Es mucho estrés esto”, responde cuando le advierto de la vulnerabilidad de su grupo ante una acometida militar. Pero no tiene miedo, va armado con una pistola 9mm y lo que ha hecho media vida ha sido pelear con el Ejército. “Yo los odio demasiado, jamás les perdonaré que asesinaron a mis papás, los odio. Por eso me metí en el ELN”, explica. “Esta vida es dura pero hay que seguir porque nosotros defendemos al pueblo, lo que quieren los gringos y el gobierno es quedarse con el Catatumbo, explotar el oro, los diamantes, el petróleo que hay acá”. No ahonda más, parece que le disgusta haber roto la regla de mantener distancia con la persona a quien debe vigilar.

Brayan y su compañero aprovechan las horas de espera para lavar los pantalones y la camiseta de recambio que llevan en la mochila, y bañarse en un riachuelo cercano con champú y jabón. Luego se peinan a conciencia, se cortan las uñas y se echan colonia, como si fuesen a una cita con chicas.
“¿Se van a quedar toda la vida en el ELN? Esta vida es muy aburrida. Deberían desmovilizarse, el gobierno ayuda a los muchachos de su edad que dejan la guerrilla”, les digo cuando veo una oportunidad para intercambiar unas palabras.

“Esto no es para toda la vida”, dice Brayan. Pero no se le pasa por la cabeza abandonar el ELN. Está convencido de que le maltratarían si desertara y se entregara al Ejército, y le gusta la vida que lleva. Tampoco le seduce la idea de quedar en manos del ICBF (Instituto Colombiano de Bienestar Familiar), responsable de acoger a los guerrilleros menores de edad que huyen de los grupos subversivos. “Esos no me agarran, el ICBF es peor que nada”.
Enseguida cambian de tema. Les interesa conocer si Shakira y Juanes son famosos en España, qué música impera en nuestro país.

A medida que avanza el día y cesan los sonidos de helicópteros, el grupo se relaja y baja por completo la guardia. Los adolescentes dejan sus AK-47 y centran su interés en darle a los únicos mangos que quedan en una rama alta de un árbol enorme. Le lanzan piedras y palos y se ponen felices cuando logran tirarlos.

Al caer la noche aparece el grupo con el que harán el relevo, a lomos de mula. Apenas alcanzo a decirles adiós.

El jefe de la siguiente comisión registra a fondo lo poco que me dejaron y que llevo en una bolsa. Busca chips incrustados en algún elemento, sofisticados sistemas de localización. Gafas graduadas, bolsa, crema de cara, gorra, transistor. Nada escapa a sus sospechas. “Son unos paranoicos, un periodista no es un infiltrado de nadie”, protesto.

“Respete, señora”, replica molesto. Se lleva casi todo lo que me quedaba, me cambia la bolsa y la gorra por unas de ellos, y me deja en manos de tres guerrilleros. La mayor parte del día, dos de ellos, de veintitantos años, duermen a pierna suelta con sus AK-47 a mano. El tercero, el único veterano, que debe rozar los cuarenta, se mantiene alerta. No consigo arrancarles una sola palabra.

Solo dos jornadas más tarde, con el que sería el último grupo, encuentro un guerrillero lenguaraz. El hondo resentimiento hacia una sociedad que le cerró puertas laborales, que le frustró su desarrollo, le empujó hacia el ELN. “Sin la cartilla militar (certificado de cumplida la mili), sin el pasado judicial (certificado de ausencia de antecedentes judiciales), no me daban trabajo en construcción y eso que era un hp (hijo puta) salario, ni siquiera el mínimo”, escupe una rabia acumulada de lustros. “Ingresé hace cinco años, tengo 30, porque los ricos lo quieren todo y uno no tiene nada. Aquí no nos pagan salario, la vida es muy dura, pero no me importa. Tenemos que defender al pueblo, nos necesitan. Jamás entregaremos las armas, el gobierno engaña siempre, nunca cumple”.

Es de mediana estatura, rasgos faciales bonitos, ojos negros brillantes, cuerpo musculoso. “Me da pesar lo que hacemos con usted, me imagino a mi mamá. Si fuera un hombre, no me importaría nada”.

Por la noche nos sorprende el ruido de helicópteros cercanos y ráfagas de fusil. Me encierran en un cuarto de la casa de una familia campesina y desaparecen. A la mañana siguiente, le digo que si el Ejército, que no debe andar lejos, hace un asalto, no podrían confrontarlos porque son solo cuatro. “Cada uno de nosotros podemos con diez de ellos, y somos muchos regados por el monte. Que vengan y vemos. Nosotros somos un Ejército más fuerte”.

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