¡Sí se pudo! ¡Sí se pudo! ¡Sí se pudo! ¡Qué viva la paz! ¡Qué viva Colombia! Fueron algunas de las consignas que retumbaron a un solo coro en el centro de Bogotá el pasado jueves 23 de junio del año 2016, día en el que la historia de Colombia se partió en dos, el antes y el después de la guerra con la guerrilla de las FARC.
Ese día se firmó en La Habana, Cuba, el acuerdo final del cese bilateral y definitivo al fuego y a las hostilidades y la refrendación de los acuerdos de paz que nos han tomado casi 4 años de diálogos permanentes.
Desde el día martes 21 de junio que escuché en los primeros medios de comunicación la primicia de un fin del conflicto, una alegría y una sensación de esperanza me invadieron, sentía que me estaban dando la noticia más escéptica que siempre había esperado: el fin de la guerra con las FARC, no lo podía creer, corrí a comentarlo con mis conocidos, en todos, su primera reacción fue de alegría, lo que me demostró que más allá de las ideologías políticas que nos han encarcelado en nuestras propias diferencias, tenemos un anhelo en común: la paz.
¡Qué dicha! Exclamaron. Y es que esta guerra nos estaba doliendo a todos, especialmente a las más de siete millones de víctimas que han sufrido de manera directa las dinámicas y efectos horrorosos de los enfrentamientos entre los unos y los otros, pero también a los más de 30 millones de colombianos que día a día por décadas nos fuimos convirtiendo en ciudadanos de la incertidumbre, del miedo y la desolación; casi automáticamente nos convencimos de que éste era un país sin futuro y condenado al terror. Crecer y vivir en ese contexto no es placentero.
De los 9 intentos de paz en más de 30 años con la guerrilla de las FARC, sólo me había tocado vivir de cerca el proceso de paz del gobierno de Pastrana durante el cuatrenio 1998 – 2002. Recuerdo aquella época de la zona de distención de San Vicente del Caguán, época de secuestros masivos, espectaculares, de aviones comerciales que se hicieron aterrizar en carreteras rurales y edificios urbanos cercados por completo.
Y recuerdo aquella noche del 20 de febrero del 2002, cuando en alocución presidencial, Pastrana comunicó al país la ruptura del proceso de paz de entonces y ordenó en un tono contundente y agresivo, la toma inmediata del Caguán y la reactivación inmediata de los bombardeos a los campamentos de las FARC. La horrible noche no cesó, se quedó. El miedo y la desesperanza se instalaron; “¿Vendrán nuevas tomas guerrilleras, más bombas, más secuestros?”, nos preguntábamos. Y sí, la guerra se ensañó aún más con la Patria, los años siguientes fueron los años que nos dejaron el mayor número de víctimas. Cada vez la paz la sentíamos más lejana y embolatada.
Por eso, hoy, después de 4 años de un nuevo proceso de paz que sin duda comenzó con todo el escepticismo por parte de la mayoría de colombianos, siento, por cliché que suene, que un sueño se ha hecho realidad. Y es que para ser concretos, es el sueño de la paz en nuestro hogar, este inmenso hogar llamado Colombia que compartimos casi 40 millones de personas, el hogar que nos ha unido como nunca en torno al deporte y a la cultura, y que ahora nos une y mantendrá juntos en torno a la paz.
Hoy 23 de junio del año 2016, salí a la calle, a escuchar el anuncio del fin del conflicto en la emblemática esquina de la calle 12 con carrera séptima en el centro de la capital, allí donde un día surgió uno de los más violentos episodios que activó esta guerra, el asesinato del caudillo del pueblo, el inolvidable Jorge Eliécer Gaitán.
Desde que llegué a las calles cercanas vi personas correr afanadas hacia el punto de encuentro, unas con banderas, otras con globos y otras con pañuelos blancos, era el afán, esta vez, de la paz. Me acercaba y la música y gritos retumbaban en ecos por las históricas vías que han sido testigos año tras año, de marchas y marchas por la paz. Los rostros eran distintos a las pasadas, había sonrisas, ojos llorosos y miradas de esperanza. Allí estábamos todos, los de derecha, los de izquierda, los ejecutivos, los estudiantes, los vendedores ambulantes, juntos alrededor de la paz, la polarización que cada vez se nos arraiga más se difuminó por un instante.
Llegó el momento, el anuncio del fin del conflicto con las FARC, entraron las comisiones y sonó nuestro himno nacional, el volumen de nuestras voces fue tal que apagaron la música para dar paso a las notas de los corazones. Cada palabra se sentía. Al terminar, los gritos de alegría invadieron el lugar y las banderas y pañuelos blancos se ondearon con emoción.
Vinieron los discursos, el del presidente Santos y el de Timoleón Jiménez, se aplaudieron por igual, muestra de que podemos reconciliarnos, condición constitutiva de la paz. Luego, en esa pantalla gigante en la que vivimos minuto a minuto la jornada, apareció la imagen de la firma, la firma de la paz, del último día de la guerra con las FARC. Fue la imagen soñada por décadas y décadas y jamás esperada por una nueva generación que creía que vivir en guerra era lo natural de este país.
Tras la firma, un silencio apaciguó las consignas de paz, mire alrededor y las personas estaban en contemplación, vi las lágrimas recorrer los rostros, las mías no fueron la excepción.
Me pregunto cómo habrán amanecido ciertas zonas del país donde las FARC están presentes, cómo se sentirán los más de 8 mil guerrilleros activos, qué pensarán; qué sentirán y pensarán también las comunidades que habitan estas zonas y que se han acostumbrado a las FARC de las armas; sentirán mi misma alegría y esperanza. Es claro que hay un abismo entre la vivencia del conflicto armado en las grandes ciudades y el campo.
También me pregunto cómo estarán los enemigos de la paz, los propietarios de una violencia que les sirve a sus intereses personales y rencores, con cierta angustia me pregunto qué estarán planeando o que harán para mantenerse activos ahora que el discurso terrorista se queda sin piso firme; qué harán con las estructuras criminales con las que están asociados.
Amanecerá y veremos, pero también amanecerá y resistiremos, amanecerá y lucharemos por nuestra paz, nuestra paz estable y duradera, porque sí, después de haber estado rodeado de cientos de compatriotas que vivimos el anuncio del fin del conflicto, me atrevo a decir que la paz es como un nuevo hijo que criaremos con convicción. Ya resistimos por la guerra, es el momento de resistir por la paz.