¿Paro Armado o Para Estado en Urabá?

Carlos Vargas. Especial para Confidencial Colombia. Economista. Consultor en desarrollo rural. En regiones como Urabá hablar de los temas de paz, reconciliación o transformación de los territorios resulta esperanzador para un sector de la población que ha sido víctima del despojo, de la vulneración de sus derechos, así como de los campesinos y las comunidades que han sufrido los horrores del conflicto armado, que por décadas han azotado estos territorios.

Para otro sector resulta molesto e insidioso porque ello puede sugerir un cambio drástico en su statu quo y en los beneficios que muchos actores ilegales y legales derivan de esa condición.

El mal denominado “paro armado” –que sufrió la región del Urabá y otras donde éstas estructuras criminales están enquistadas y operan– ha sido una expresión de su poder y vigencia.

Según el contenido del comunicado emitido días antes por el ´Estado Mayor de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, se invitaba a toda la población a manifestar su inconformidad y acompañarlos en el cese de “actividades económicas, laborales y académicas” debido a la incapacidad del Estado para preservar los derechos fundamentales de sus asociados, garantizar la prestación de los servicios sociales más básicos, y combatir la corrupción; fenómenos que son lesivos para el Estado Social de Derecho, según argumentaban.

Al mismo tiempo, el comunicado afirmaba que la organización apoya los acuerdos para el fin del conflicto y manifestaba expresamente la voluntad de buscar una salida negociada para sus integrantes.

Lo anterior puede considerarse una retórica falaz que está aprovechando una ventana de oportunidad para construir una agenda de negociación con las pretensiones estos grupos. Pero no debe tomarse a la ligera debido a que es una muestra contundente del dominio, poder e influencia que tienen estas organizaciones armadas en la región.

A mi juicio dos hechos alarmantes demuestran esa premisa. Primero, antes y durante el “paro armado” se experimentó un ambiente de tensa calma que disfrazaba de manera soterrada miedo y zozobra. Por lo menos, en Apartadó y Carepa, municipios que tuve la oportunidad de visitar, la población y los funcionarios locales no hablaban abiertamente de la situación que horas después se presentaría, aunque sabían perfectamente de sus implicaciones.

El comunicado no fue una simple amenaza. Fue una orden, una instrucción que debía cumplirse. No surgió de manera concertada. No fue una movilización acordada entre sectores y fuerzas representativas de la región. Fue una decisión de un actor o un grupo de organizaciones con enorme poder y dominio territorial, que incluso todas las autoridades de los municipios afectados se acogieron a ésta.

Lo evidenció su impacto regional en los municipios de Apartadó, Carepa, Turbo, Necoclí, San Pedro de Urabá, Chigorodó, Mutatá y Arboletes, entre otros; así como en la región del Bajo Cauca Antioqueño, y algunos municipios de Córdoba y Chocó.

Sólo Apartadó cuenta con aproximadamente 180.000 habitantes, y el comercio, la actividad financiera y el transporte se suspendieron completamente por espacio de 24 horas. Lo mismo sucedió en Turbo cuya población asciende a cerca de 160.000 y su extensión a 3.090 km2, por mencionar algunos municipios de la región que son muy dinámicos económicamente, tienen mayor densidad demográfica y tamaño.

En segundo lugar, percibo que la dimensión e influencia del “paro armado” tocó a todos los sectores y habitantes por igual. Informalmente me comentaron que pequeños y grandes comerciantes, propietarios de negocios y operadores de taxis recibieron advertencias y amenazas particulares si incumplían la orden del cese de actividades. Esto implica, y como sucede en muchas regiones del país con control territorial de actores armados, la existencia de redes de informantes capaces de infiltrar a las personas del común.

Uno de los argumentos suficientes y de peso para que el silencio impere, no hacer públicas sus opiniones y evitar realizar señalamientos a personas, grupos u organizaciones particulares. Al parecer la población ha internalizado esta problemática y se ha habituado convivir con la tensa calma que le ofrece el poder poco visible pero influyente de los grupos al margen de la ley.

La inquietudes que siempre surge en estas situaciones y escenarios es el rol del acuerdo de paz en Urabá, y principalmente de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) frente a:

— La escasa existencia de una participación real, por más que se encuentren activas instancias de menor escala como las juntas de administradoras locales pero cooptadas por los intereses y decisiones de ciertos grupos ilegales.

— La comodidad que representa para algunos legales actuar en connivencia con los ilegales.

— El elevado riesgo para la reintegración de los excombatientes si se concentran en regiones como el Urabá.

Así, en esos territorios el Estado tendría que: 1) combatir con intensidad y firmeza a estas organizaciones criminales para que el Estado recupere el control de la región que, como lo demostró el “paro armado”, nunca ha sido de él; o 2) incluir en la actual agenda de negociaciones a estas organizaciones como un actor central y clave en la construcción de convivencia pacífica en los territorios. Un reto nada fácil.

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