Viaje a la ciudad sin prisas: “Aquí no comemos veneno”

Viajamos al lugar donde nació el movimiento ‘Slow Food’. Su máxima: buenos alimentos, técnicas de producción “limpias” y precios dignos para pequeños productores. 30 años de lucha contra la comida rápida.

Las casi 2.000 plantas de pimientos lucen a lo largo del invernadero como soldados en fila. Lorenzo Crivello, la tercera generación de su familia que cultiva pimientos en Camagnola, Italia, habla de sus hortalizas con el cariño de un padre primerizo: “Mira qué bella es esta, se llama ‘capri’; y esta otra, qué bonita, con el nombre en español de ‘chupetiño’ porque tiene la forma del chupete de un bebé”. Su perro, Noel, juega con una piedra.

“Hacemos una producción pequeña, pero la hacemos bien”, presume este agricultor de cabello cano y bronceado rojizo, que explica que trabajan “la mejor tipología del pimiento de la zona, el ‘Corno di Bue’ (Cuerno de Buey)” y no utilizan “nada de conservantes, herbicidas ni ningún otro producto químico”; “aquí no comemos veneno”, puntualiza. Para controlar las plagas, usan técnicas biológicas, como los llamados “insectos beneficiosos”, como las mariquitas, el principal depredador de ácaros y pulgones. Además, venden directamente al público, “lo que permite precios justos para todos”. Desde hace una década, los hermanos Crivello pertenecen al movimiento Slow Food (Comida Lenta), originario de esta región, Piamonte.

En 2016, se cumplen 30 años desde que un grupo de amigos plantara cara a la comida rápida en Italia. O como sus propios miembros afirman, “cocinaron una revolución” que combina “el placer con la responsabilidad”.

En 1986, la apertura del primer McDonald’s en Italia, en plena Plaza de España, en Roma, generó tal controversia en un país en el que “la cocina pequeña hace la casa grande”, dice el refrán, que hasta el New York Times le dedicó un reportaje al asunto. “Los romanos, a lo largo de los siglos, han visto estoicamente a invasores que van y vienen. McDonald’s, sin embargo, podría haber llegado para quedarse”, ironizaba.

Fue ese año cuando, en contraposición a la fast food, de la mano del sociólogo y crítico gastronómico Carlo Petrini, nació la asociación Arcigola y tres años después, en 1989, el movimiento ecogastronómico conocido como Slow Food, que trabaja para defender la cultura alimentaria local.

Petrini volvía de viaje cuando se detuvo a comer en casa de un amigo famoso por su rica ‘peperonata’, recuerda Paolo di Croce, secretario General de Slow Food Internacional. “Pero aquel día, la ‘peperonata’ estaba espantosa e insípida”. El dueño le explicó que en los invernaderos ya no se cultivaban los pimientos cuadrados de Asti y por eso, había perdido su sabor: “¡Los pimientos holandeses cuestan menos y ya nadie compra los nuestros!”, argumentó. En su lugar, ahora cultivaban los bulbos de los tulipanes para enviarlos a Holanda y que allí florecieran. Ese día, “Petrini se dio cuenta de las paradojas de la agroindustria unida a la globalización” y pensó que había que hacer algo. Así nació la antagonista de la “comida rápida”: la “comida lenta”.

Bueno, limpio y justo

En la actualidad, el movimiento Slow Food está presente en 150 países, con 100.000 socios agrupados en asociaciones locales. Su máxima es “bueno, limpio y justo”. “Buenos” son “los alimentos frescos, de temporada que pertenecen a nuestra cultura local”; “limpias” son “las técnicas de producciónque no dañan ni a la salud ni al medioambiente” y “justos, los precios, accesibles para el consumidor y dignos para los pequeños productores”, explica a este diario Giulia Capaldi, de la fundación, mientras pasea saboreando un helado sin conservantes por las calles peatonales de Bra, donde nació y creció este movimiento. Aquí, el arte del mantel es casi una religión. El emblema de la organización –un caracol– salpica puertas y carteles de los establecimientos del municipio.

La ciudad sin prisas

Entre los balcones de las casitas de paredes blancas de Bra, un cartel anuncia que este año habrá “queso de leche de camello de Etiopía”, en la Feria Cheese 2015, que se celebra en septiembre. La Fundación Slow Food organiza algunas de las ferias más importantes del mundo dedicadas a la alimentación como el “Salón del gusto” en Lingotto, Turín, la “Slowfish” de Génova y la del queso en Bra.

La pasión por la ‘comida lenta’ en esta región de vinos y quesos, ha llegado hasta la universidad, con la creación de la Facultad de Ciencias Gastronómicas, con sede en Pollenzo y Colorno, donde es posible estudiar desde un grado de Gestión y Patrimonio Gastronómico a un máster del Arte de la Lentitud de la Cocina Italiana.

En Pollenzo, al lado de la universidad, se encuentra otra de las iniciativas de esta Fundación, el Banco de Vino, una cooperativa constituida en 2001 para construir la memoria histórica del vino italiano. El dinero de este particular banco son sus 900 tipos de caldos y más de 100.000 botellas.

Pero su proyecto más ambicioso es el Arca del Gusto: un censo online que cataloga los tesoros locales –en forma de alimentos– en peligro de extinción. El objetivo es “llamar la atención sobre el riesgo de su desaparición en pocas generaciones” e “invitar a tomar medidas para ayudar a protegerlos”, explican en la web. En el listado aparecen 132 productos españoles, como el aceite de oliva virgen extra de Alfafarenca o las huevas de almadraba de Barbate. Para su selección, la fundación tiene en cuenta el interés, la calidad sensorial, la pertenencia a la memoria e identidad local, su producción en cantidades limitadas y el riesgo de extinción.

La dignidad de los precios

Del triángulo “bueno, limpio y justo”, “posiblemente lo más difícil de alcanzar sea lo ‘justo”, reconoce Di Croce, “porque depende de cuestiones geopolíticas que no podemos controlar”, aunque especifica que “son valores interconectados y por lo tanto, no son suficientes por sí mismos”. “La comida debe y tiene que ser un placer, pero comer es también un ‘acto agrícola: la selección de alimentos de buena calidad producidos con criterios respetuosos con el medio ambiente y las tradiciones locales, es una gran manera de promover la biodiversidad y una agricultura equitativa y sostenible”, explica.

Para conseguir esos “precios dignos”, otra de sus iniciativas son los baluartes –en italiano “Presidia”–, un proyecto que funciona desde 1999 y trabaja con los productores a pequeña escala para ayudarlos a resolver las dificultades. Hay más de 450 presidia que engloban a 13.000 productores en todo el mundo. Los hermanos Crivello pertenece al presidium ‘Pimiento Corno di Buey de Cargmagnola’, del que forman parte siete productores.

Lorenzo presume de que cultivan el pimiento y luego usan sus semillas para plantar otra vez. Una forma, dice, de preservar el producto autóctono. La Fundación también dispone de un banco de semillas. “La tutela de las semillas supone que haya un registro, pero no que se vaya a crear una certificación o una patente, porque la privatización, mal manejada, lleva a la concentración del control de los alimentos que comemos en las manos de unos pocos”, aclara Di Groce. Se refiere al último paso dado por la Cámara de Recursos de la Oficina Europea de Patentes, el 25 de marzo de 2015, en el llamado ‘caso Brócoli‘, que permitirá la patente de semillas, lo que favorece a las grandes empresas.

De la cocina al aula o la cama

Carl Honoré, autor de Elogio de la Lentitud –o, como él mismo se denomina, “un adicto a la velocidad reconvertido”–, explica la pasión por la velocidad en cuatro puntos: “Es una cuestión biológica, genera el placer de la adrenalina”, por eso, “cuando nos toca un momento de silencio, con la agenda vacía, nos entra pánico, en lugar de festejarlo, y empezamos a buscar otro estímulo”; por otro lado, “hay una cuestión metafísica, todos nos tenemos que enfrentar al deadline (fecha tope) más importante, que es la muerte. Tenemos un tiempo limitado y queremos aprovecharlo al máximo”; pero hay otros factores: “El mundo se ha convertido en un gran buffet de productos y experiencias y queremos tenerlo todo” y, también, “creo que sirve evitar las grandes preguntas porque requieren tiempo y no lo tenemos”.

Y esa velocidad, dice, afecta a todos los ámbitos de la vida: del aula a la cama. En su libro, Honoré se refiere a la “Slow Education”, que persigue que el compromiso entre el profesor y el estudiante sea más importante los simples exámenes. O incluso al “Slow Sex”, en un momento, en el que dice, hasta hay quien para de hacer el amor para mirar un mensaje en el móvil: “Cada vez más personas están descubriendo que hacer las cosas más lentamente; a menudo significa hacerlas mejor y disfrutar más de ellas”.

Y 30 años después, la slow food y la fast food siguen sin entenderse. El último rifirrafe fue a finales de mayo, en la Expo de Milán, donde Carlo Petrini se quejó de que la feria acogiera a actores tan diversos como ‘Slow Food’ y McDonald’s y el establecimiento de hamburguesas respondió en un comunicado: “Nos preguntamos por qué los que proclaman la importancia de la biodiversidad no están de acuerdo en la idea de la diversidad de la oferta”.

–¿Es más caro cultivar con una filosofía Slow Food?” –preguntamos al agricultor de Camagnola.

–Cualquier cosa biológica requiere siempre más cuidados –rehúye.

–¿Por qué prefiere, entonces, este tipo de cultivo?

–Es simple, porque soy yo el que se lo va a llevar a la boca –responde entre risas.