Si hay un reto difícil para los gobernantes y los dirigentes ese es el de la política laboral.
El mercado laboral es en extremo sensible, tanto porque de los salarios depende gran parte de la población, su bienestar y sus esperanzas de progreso, como porque es un mercado ofertado, hay mas gente para trabajar que la que demandan las empresas (el desempleo) lo que le da un enorme poder a los empleadores sobre los que se ofrecen para ser sus empleados.
Nada de esto es nuevo. Tampoco es algo de extrañar. La inteligencia del humano se manifiesta en el aprovechamiento de oportunidades cuando se presentan. Como el objetivo superior de acumulación de dinero es tan claro en el capitalismo, los empresarios (empleadores privados) aprovechan la oportunidad que les surja en los mercados, y el laboral no es la excepción, como un asunto normal de negocio. Las consideraciones de humanidad y empatía van pasando a segundas y últimas prioridades, a medida que la codicia se va apoderando del espíritu del empresario exitoso.
Esa condición hace que se deba regular la relación entre el empleado y el empleador por parte del Estado para evitar que el equilibrio se logre en condiciones miserables para los empleados.
Lo interesante es que si no se regulara, no solo habría resultados funestos para los empleados (como bajos salarios, nulas prestaciones) sino también para los mismos empleadores que, pese a lograr mucho menores precios (bajo costo laboral), también obtendrían menor calidad y desempeño de los empleados con tasas muy bajas o nulas de aumentos de productividad, que les minaría su competitividad en sus respectivos mercados al haber eliminado de sus costos laborales los conceptos de capacitación y desarrollo de sus empleados dado que normalmente estarían en la búsqueda de mejores posibilidades en el mercado, borrando también de paso la estabilidad laboral.
Por contraste, con la regulación adecuada se puede esperar que los empleados tengan mejores condiciones (salarios más altos incluyendo sus prestaciones, mejor estabilidad, mejor capacitación y desarrollo), y los empleadores obtengan una compensación a los mayores costos laborales vía una mayor productividad de sus empleados. Sin contar que en un mejor entorno, los beneficios para el empleador suben también por mayor seguridad y mejor clima de negocios. Pero no es usual que esto caiga bien por el lado de los empleadores.
Si la regulación sube mucho los costos laborales, los empresarios pueden perder competitividad en los mercados externos o incluso en su mercado nacional frente a los productos importados, lo que en el extremo llevaría a que se quebraran, y con ello se destruyera el empleo para todos sus empleados. O en forma similar, podrían sentirse desincentivados para seguir en el país e irse con su inversión a otro, desde donde pueda atender sus mercados incluyendo el local, profundizando el problema de desempleo y de mercado laboral ofertado. Es decir, los costos laborales deben ser competitivos frente a los de países cercanos o competidores; es una competencia de país a país también. Tampoco esto es usual que se comprenda del lado de los empleados.
En el ángulo opuesto, resulta difícil explicar cuando el empresario-empleador (usualmente grande) reclama que no se pueden subir los costos laborales porque perdería competitividad, cuando sus utilidades han crecido muy por encima de la inflación y escatima con un punto o dos el aumento de los salarios que escasamente trata de cubrir la misma inflación. Lo que pasa es que no quieren compartir su éxito y no consideran que sus empleados puedan gozar de una mínima parte de ese éxito. Y se refugian en la masa de pequeños y medianos empresarios-empleadores para defender el statu quo en los costos laborales.
El profesor Palma (economista chileno, de la Universidad de Cambridge) en una conferencia sobre desigualdad en 2016, tiene una gráfica que ilustra el fenómeno de la codicia (confundida con éxito en los textos de administración) que compara el incremento de los beneficios (productividad por empleado) de los empresarios en EE.UU. comparado con el salario por empleado desde 1978 hasta 2013. Impresiona ver cómo los salarios se quedaron estancados (0% de crecimiento) mientras que los beneficios no han dejado de subir (1.5% anual sostenido). Los empleadores han aprovechado los aumentos de productividad como parte de sus mayores utilidades y no la han compartido con los empleados. Explica esto la concentración de la riqueza y del aumento de la desigualdad. Una deuda del capitalismo no resuelta y que puede llegar a ser su talanquera.
Así las cosas, una reforma laboral siempre será una discusión compleja que implica buscar puntos intermedios que no necesariamente son de equilibrio ni tampoco de justicia. Puntos intermedios que no sean tan graves para un lado y tampoco para el otro, en medio de una tensión entre el poder económico y quienes representen a los empleados.
En ese punto la discusión es más compleja aún, porque los empleados representados son los formales. La población ocupada formal en Colombia solo llega al 23.3% de toda la población en edad de trabajar, que es a la que aplica una reforma laboral. La informalidad, medida sobre la población ocupada es del 53.1% (OECD, 2021, el más alto del grupo, por lejos), o sea, que al 26.4% de la población en edad de trabajar no le aplica la discusión anterior (datos del DANE, 2021). Tampoco a la población desocupada (el desempleo) llega al 11.3%.
La discusión de la reforma laboral dirigida a recuperar condiciones que se habían perdido para los empleos formales está bien, pero no aborda el problema correcto. Ojalá se discuta rápido y se logren esos puntos intermedios en cada aspecto, a ver si podemos pasar a discutir lo importante: ¿cómo vamos a enfrentar la informalidad y el desempleo, con baja competitividad, con la automatización y la inteligencia artificial asechando implacablemente, con un crecimiento histórico de la productividad laboral muy bajo, con una débil cultura de calidad y con una violencia estructural estorbando en grado sumo?
Algunos opinan que la reforma laboral no debe meterse en políticas de industrialización e innovación. Sin embargo, es en el crecimiento de la economía, que haya más empresas, más grandes, mas sectores exportando y que generen más buenos empleos, en donde se encuentran las respuestas a los cuestionamientos anteriores. Y no viene nada de esto sin las condiciones requeridas en educación, infraestructura y sistema impositivo.
Merece más que un debate callejero entre un Gobierno mediático con una oposición gritona que aplaude cuando algo le sale mal a ese Gobierno. Esto excede el período de un Gobierno y obedece a una muy necesaria planeación a largo plazo del Estado, lo cual implicaría una gran concertación entre todos los poderes. Con nuestro sistema de planes de corto plazo de Gobierno en Gobierno no vamos a alcanzar ni desarrollo ni bienestar para la mayoría. Pero la politización y polarización nos tienen asfixiados y no nos dejan ver lo necesario.
En casi todos los temas llegamos al mismo tipo de conclusión: el debate laboral no es laboral, es mucho más allá. Algún día tendremos que ponernos de acuerdo en cómo volcar este país al desarrollo y bienestar de la mayoría. La única esperanza que nos queda es que una mayor educación nos lleve a cambiar la base de las decisiones.
Rafael Fonseca Zárate
@refonsecaz