Envidio esos días felices, cuando uno era ajeno a la política, a la ideología, a su propio yo. Esos días en que no había otra cosa que hacer que levantarse, ayudar en casa y vivir. Cuando vivir era leer, estudiar, tomar apuntes, jugar, salir con las amigas, pelearse con alguna hermana, hurtarles camisetas blancas, esas nuevas que llegaban de Don Algodón o de Benetton, enamorarse de un monaguillo, esperar una llamada al fijo de casa.
Ese teléfono que colgaba del pasillo, que tenía un cable en espiral largo y que siempre acababa enrollado sobre sí (ahora usamos gomas de pelo parecidas a aquellos cables) y que nos permitía coparlo toda la tarde con una llamada que arreglaba o hacía saltar el micro mundo mientras la vida familiar se desmoronaba a tu alrededor, porque al mismo tiempo dejabas incomunicado al resto, y hacías gestos para que se callaran, para que no fueran unos histéricos. Hablo de cuando aún no había “llamada a tres” y lo más inteligente de la casa era el mando a distancia y el microondas. Ese era un tiempo de fábula.
Sábado de mercado
Recuerdo que mis padres estaban llenos de energía y eran agotadores, incansables. Siempre había algo que hacer. Nuestra peor pesadilla, la compra mensual: un sábado al mes mi padre y dos de nosotras íbamos al gran almacén. Llenábamos dos carros, a veces tres, hasta arriba de todo lo que no se compra en el mercado de abastos. De todo lo que conforma una despensa. En ocasiones, nos dejaba meter un paquete de Lacasitos. Ir con él era ganarse la moneda del carro, esa que mi madre siempre pedía de vuelta. Después metíamos todo en bolsas de plástico bien resistentes, esas que eran gratis y te daban hasta “por si acaso”. Lo peor estaba por llegar: meterlo en el coche, aparcar en segunda fila, hacer bajar al resto de la familia, con la prisa pegada al dedo del telefonillo, y con un “soy yo, bajad” sabían qué había que hacer: descargar el coche y subir toda la compra a la casa. Allí, con maestría, mi madre dirigía la “operación desembarco”. Fin. Hasta el mes que viene.
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Cuando la mayor de mis hermanas se sacó el carnet de conducir mi padre dejó de venir aquellos sábados con nosotras y nos quedamos sin la moneda del carro. Pero el tiempo no tiene botón de pausa y pronto llegamos a la sofisticación tecnológica que para mí ha sido el mejor de los inventos. Y no hablo de las Apps, ni de la telefonía móvil, ni de los smartwacht… Me refiero a la compra online, la del súper, el mercado. Que un comercio en el año 2002 me ofreciera la oportunidad hacer la compra de manera totalmente digital, desde el ordenador de casa y me evitara toda esa pérdida de tiempo y esa pesadilla del sábado por la mañana…, para mi oro puro.
Experiencias novedosas
Desde que salí de España no he vuelto a repetir experiencia, y cada semana me veo en la pesada y trabajosa tarea de salir del confort de mi casa para comprar desde leche hasta detergentes en los distintos almacenes y comercios de mi zona. No vayan a pensar amigos que por vivir en un país del todo desarrollado como Alemania, podemos decir que potencia económica mundial, todo queda concentrado en el Aldi de turno. ¡No! Para leche, aceites y galletas tiene un pase, incluso para la fruta y la verdura, pero si una busca un poco de calidad y le mueve la pasta italiana, las salsas de tomate, los aditivos para la leche de los niños o el simple agua de la plancha, toca cambiar a otros almacenes y droguerías donde perder el tiempo. Pero no vamos a quejarnos, que desde hace años las cajeras del súper son mi única socialización en este idioma.
Menos mal que la vida sigue y el mundo está lleno de empresarios con visión de futuro. Alguno seguro que me vio, perdida en el bosque, cargada de niños y pensó en lo fácil que sería facilitar la vida a las personas y desarrollar una web de venta de ropa, calzados y complementos. Al poco tiempo llegaron las Apps de las marcas que más consumo, y con ellas pude hacer mi lista favorita de prendas, básicos…, Las guardo en la segunda pantalla del celular y las uso para comprar cada temporada lo que la familia necesita y todo llega puntual, a los pocos días, como por obra y milagro de alguien. Y recibirlo me hace feliz. Y también está Amazon, y eso ya es la logística perfecta. Sé que no me va a solucionar ese momento; “Mamá, necesito una cartulina blanca para mañana” de las ocho de la noche, pero para eso tengo la tiendita del pueblo tan bien atendida por la dueña, que siempre tiene cara de buena gente y sonríe cuando entro por la puerta.
Cambio de paradigma
Yo entiendo que la vida online; las compras, los cursos de formación, las gestiones bancarias y burocráticas, la mensajería y el correo digital, las videollamadas… nos han facilitado tanto, tanto la vida… También entiendo que muchos, sobre todo el pequeño comercio, se ha visto o podido ver arrinconado, desfasado, en caída libre. como los mayores con la banca digital, y hay que buscar un equilibrio, para que todo pueda convivir. Y no sé si la sociedad está dispuesta a eso.
Y como en toda evolución llega un momento en que tus Apps dicen de ti más de lo que crees, como tu reloj digital, ese que tienes y que podría servirte para llegar a la luna, pero que a lo sumo lo usas para contar los pasos que das, haciéndote mala conciencia o no, cada cachivache aporta datos de uno, como la navegación por redes, el uso que se hace de Alexa o de Siri… Poco a poco hemos ido dejando una huella, que unos usarán para engancharnos (les recuerdo el algoritmo) y otros usarán para conformar una información esa que hemos acreditado con cada like, cada comentario y no digamos con cada artículo que se publica. Sin quererlo estamos alimentando ese cerebro digital que, jóvenes keniatas (o de otras partes del mundo) alimentan y entrenan con lo ya escrito en Internet, pues para preparar sus textos, estos sistemas de IA se entrenan analizando textos públicos extraídos de la Red, donde se encuentra gran compilación de conocimiento humano. Miedo me da la llamada Inteligencia Artificial, porque sin estar aún a pleno rendimiento, y habiendo leído escritos decentes, y visto fotografías muy creíbles, que ya haya voces disonantes como Elon Musk (que no soporto) o Steve Wozniak (Apple) entre otros muchos, que pidan un freno de seis meses al desarrollo, mosquea, inquieta.
No dejarse engañar
A mí, particularmente, me mosquea porque uno tiene que haberse cultivado, leído, haberse hecho preguntas importantes, haber hablado con mucha gente y estar, en definitiva, muy viajado, para que la IA no le imponga una verdad que no es tal. Para que no tome por buenas premisas que pueden parecer verdaderas haciendo que el rebaño de gente que hoy ni lee, ni se pregunta, ni estudia el pensamiento, gracias a la educación borreguil del siglo XXI, acabe más perdida y sin norte de lo que parece hoy que pueda llegar a estar.
No es que la IA nos vaya a matar, como en aquella película Ex Machina (2014) con Alicia Vikander como protagonista, pero sí puede traspasar los límites de la ética y la moral, y llevar a más de uno a la locura. Sino que le pregunten a la viuda del joven belga Pierre, que se suicidó hace poco, después de que una IA se lo sugiriera, pues tenía eco ansiedad. Pobre Pierre, pobre viuda, pobres hijos, pero auguro que no será el único escándalo.
Y terminando, que esto de la IA da para millones de escenarios de ciencia ficción, a nosotros periodistas, publicistas, expertos en marketing, relaciones públicas… tendremos que redirigir nuestras carreras y nos toca la tarea de seguir persiguiendo la verdad, desvelándola con creatividad y por amor al bien de los demás, dos características puramente humanas que siempre le faltarán a la Inteligencia Artificial.