Las mujeres que sueñan con llegar al altar vestidas de novias y poner en el matrimonio su más anhelada esperanza de felicidad, que es el bien supremo al que aspira la humanidad como lo confirma Aristóteles en su máxima obra moral a Nicómaco, empiezan a percibir que, pasada la supuesta y romántica luna de miel, la rutina y cotidianidad se encargan de ir marchitando la alegría hogareña y la dicha conyugal, pues como lo han advertido ilustres hombres de letras, para la mayoría de los hombres, la poesía acaba con el matrimonio, como el interés del cazador se desvanece al cobrar la presa.
Quien dude de esta aseveración que pregona el desinterés del hombre por su esposa una vez la ha hecho su cuasiesclava y aquella ostenta el título de “mi mujer”, connotación de apropiación que envenena y contamina la convivencia dado que las cosas son dignas de ser poseídas y no las personas. Pude hacer el ejercicio de observar en lugares públicos el comportamiento del enamorado con su amada a la que atiende y trata como una diosa antes de acceder al matrimonio, evento en el cal ella es objeto de admiración y contemplación, pero una vez convertida en esposa es ella la que toma la iniciativa de acariciar y mimar a su compañero sentimental tornado en frío y apático con la mujer con la que con el tiempo se convierte en una auténtica enemistad declarada o disfrazada con gustos y actitudes del uno hacia el otro auténticamente mecánicos y carentes de ternura. El hombre afable en su trabajo y risueño en sociedad se troca en huraño y déspota esposo, de ceño fruncido y aspecto taciturno sin el más leve sentimiento de mostrarse amable con su antes admirada mujer.
Es frecuente en nuestro medio que el hombre se regocije con sus amigos en tertulias insípidas acompañadas de licor en cafés, tabernas y bares, encuentros poco aportantes intelectual, cultural y espiritualmente, lugares sórdidos plagados de humo y bullicio en el que muchos casados del sexo masculino rumian sus amarguras y ventilan sus penas alentados por música nostálgica, olvidados por completo de sus esposas e hijos, hogares a los que llegan ebrios y agresivos a agredir y maltratar los suyos. Tal actitud de altanería y desprecio con su familia suele ser ejercitada por millones de varones que entre chistes y chanzas se burlan del matrimonio y acuden con frecuencia a la expresión machista y antifeminista “la qua se casa es la mujer y no el hombre”, a la par que exhiben un falso orgullo viril pregonero que el hombre es de la calle y la mujer de la casa, con lo cual se refrenda la afirmación según la cual un hogar así conformado es un invivible infierno. Este factor potencia y alienta una infidelidad conyugal.
El ansia de ternura y cariño que demanda la mujer no es tenida en cuenta por el hombre y por tanto la indiferencia y antipatía desplegada por su esposo dan al traste con el amor, respeto y admiración que se profesaban antes de contraer nupcias. Suele ocurrir que un hombre se casa con una joven, bella, alegre y muy poco después se convierte en una dama amargada, triste y apagada que más bien vive un ambiente de recriminaciones, quejas y reclamos que van minando sustancialmente la convivencia y alejando emocionalmente a los antes fogosos y juveniles amantes. La juventud y la belleza de una esposa que sufre y padece un entorno hostil y degradante hacen que ella pierda prematuramente su atractivo y tenga una vejez ligera, idea espantable en cualquier miembro del sexo femenino. En un ambiente de desamor la belleza y la juventud se evaporan con gran facilidad, así como en uno de amor y feliz convivencia aquellas tienden a mantenerse hasta edades que pueden considerarse altas, como puede notarse a veces con septuagenarios y octogenarios que irradian felicidad y resuman arrebatos juveniles. Generalmente una mujer insatisfecha e infeliz recurre a su mortificante cantaleta o quejadumbre, lo que ocasiona desavenencias conyugales que terminan en maltratos y homicidios.
España, Colombia y otras naciones iberoamericanas padecen en la actualidad de este fenómeno cada vez más acentuado, hasta el punto que el Código penal de 1936 llamaba uxoricidio o muerte del cónyuge por celos, actualmente existe bajo la denominación de feminicidio, lo que dibuja el panorama desolador de las relaciones conyugales tiranizadas por la violencia intrafamiliar.
Del obsequioso, amable, atento y tierno novio suele transformarse en el patán, grosero y desdeñoso marido, con lo que la paz del hogar desaparece tan solo transcurridos unos meses de la otrora anhelada boda matrimonial. Los celos, enojos y recelos conyugales envenenan la atmósfera hogareña convirtiéndose en un enemigo acérrimo de la felicidad de hombres y mujeres.
El hombre pretende esconder su frustración matrimonial en las distracciones más insípidas y alienantes, como juegos de cartas, ingestas de licor, neurótico apego al fútbol y la mujer consume su vida en la más degradante monotonía y rutina caseras. Las energías de esposos e hijos se desvanecen y cada cual se refugia en las redes sociales, la televisión y otras distracciones dañinas poco edificantes para el ser humano. Aún quedan vestigios y huellas del machismo patriarcal, alentado por su moral y algunas religiones misóginas y enemigas de la mujer.