Los placeres del buen vivir

Consciente he sido desde muy temprana edad que la importancia suprema que en el ser humano tiene valorar los sencillos pero grandes placeres, que además de hacernos felices, nos proporcionan la posibilidad de extraer lo mejor que la existencia nos brinda.

Probablemente algunos lectores den por sabido cuáles son las cosas, ideas, logros y metas que conducen a un buen vivir, y determinantes, en última instancia, de la felicidad humana. También los puede haber que les parezca demasiado obvio exponer qué es lo que nos gusta en el diario luchar por la conquista del bienestar personal; y no faltan los que consideran demasiado obvio lo que pretendo exponer en esta columna. Sin embargo, en mi concepto no es tan fácil concebir acertadamente cuáles son los temas neurálgicos de nuestras vidas que nos hacen felices y plenos en el arduo camino de la vida. Si así no fuera no encontraríamos explicación a lo desbarajustado y caótico que andan el hombre y la mujer del tercer milenio, ni el por qué se dan tantas guerras, ni millones de seres viven en la infelicidad y otros desesperados con sus existencias recurren al suicidio como único remedio de su tediosa forma de vivir.

Pertenecemos a una sociedad materialista, hedonista al extremo, egoísta, cuya meta principal es la consecución de dinero, la acumulación de bienes y en tiempos recientes la admiración de otros, lo que se ha dado en llamar fama o reconocimiento de nuestros congéneres. Hastag, facebook y otras formas cibernéticas de exhibición, demuestran el hambre de presentarnos ante los demás como únicos, singulares, exitosos y dignos de tener una buena reputación social. En tiempos pasados casi nadie se interesaba por las vidas ajenas y pocos exhibían y mostraban su intimidad ante otros. En la actualidad, lo que pretenden los adictos a las redes sociales, es ser el centro de atracción a costa de feriar, ridículamente a veces, nuestra cotidianidad. Mostrar a otros que viajamos, que asistimos a los mejores eventos musicales, que cenamos en restaurantes de alta calidad y nos relacionamos con la gente más bella y famosa de nuestro entorno, es la tendencia moderna de comunicarnos con otros igualmente ávidos de contar lo mismo.

En síntesis, poco nos importa el ser interior, nuestro espíritu, lo que somos en esencia humanamente hablando; lo que interesa al hombre moderno, entendido también el género femenino, es la apariencia, el qué dirán, la imagen, con abandono total de nuestra verdadera individualidad e identidad. Todo ello constituye lo contrario del arte del buen vivir. De allí que muchos de nuestros políticos no se interesen por vendernos ideas buenas para mejorar nuestras vidas, sino que pretenden, por medio de publicistas y directores de imagen, mostrarnos una falsa simpatía alambicada con una mueca o sonrisa impostada; también muchos vanos y pretenciosos ejecutivos y burócratas de alto nivel pueden ser simpáticos en su intimidad, pero déspotas y superficiales en el ejercicio de su oficio profesional. También engloban tales conductas una forma incorrecta de ejercitar el buen vivir.

Que el arte del buen vivir esté en decadencia lo prueba el hecho que cada vez conocemos menos hombres y mujeres joviales, simpáticos y tengan lo que en el idioma castellano se llama bonhomía. El hermoso vocablo que utilizara el poeta español, Antonio Machado, que representa al muy buen ciudadano y a una excelente persona.

A este columnista no le cabe duda alguna que la vieja China rural y la India menos tecnológica que la de hoy, de ambiente campestre y sin populosas como desiguales ciudades como Nueva Delhi, Bombay y otras, representan las sociedades más cercanas al ideal de la buena vida y pioneras en el arte del buen vivir. En contraste con nuestra cultura occidental, dentro de la cual cabe incluir nuestra sociedad iberoamericana. Desde la educación infantil y hogareña nos enseñan a enfrentarnos a la vida para la subsistencia y la manutención propia y de la familia, con abandono total de todos los aspectos que conllevan al ser humano a ser una persona feliz y realizada. No nos enseñan a cambiar los temores, ansiedades, celos y envidias, sino que nos potencian para ser egoístamente competitivos.

Los placeres duraderos y dignos de ser tenidos como fuente de felicidad (la buena comida, el buen sexo, los viajes, la amistad, la buena convivencia, etc.), poco importa ya, lo que nos interesa es tener y no ser, atesorar no disfrutar, todo ello enemigo del buen vivir.