La estabilidad política, social, económica e institucional se ven amenazadas cuando un presidente alienta la movilización popular con discursos de odio. Y más grave aún cuando lo hace para presionar a las Cortes, desafiando así la Constitución y las Leyes que él mismo juró proteger.
Desde 1945, la separación de poderes fue una realidad en Colombia, y desde entonces el poder público está dividido en tres ramas: la ejecutiva, la legislativa y la judicial. Un paso necesario para prevenir la concentración y el abuso de poder en cualquiera de estas tres esferas, evitando así las decisiones políticas autoritarias que pudieran tener graves consecuencias para el país. Esta división, aunque imperfecta, no solo es por definición, un rasgo distintivo de un país democrático y un Estado Constitucional, como el nuestro, si no también es una estructura que protege las libertades y los derechos de los ciudadanos de posibles actos de arbitrariedad.
En varias ocasiones, los mensajes difundidos por el presidente del Gobierno del Cambio a través de sus redes sociales han desafiado esta división de poderes y han promovido de manera irresponsable manifestaciones en las calles sin considerar las posibles consecuencias de tales convocatorias. La última semana no fue la excepción. Las disputas con el Fiscal General de la Nación y su deseo de contar con una fiscal alineada con su postura política, llevaron nuevamente a que el presidente convocara y respaldara nuevas protestas, esta vez con el objetivo de presionar a la Corte Suprema de Justicia para que eligiera rápidamente. Ante la falta de consenso para la elección de la nueva fiscal, los manifestantes que apoyaban al presidente bloquearon el acceso al Palacio de Justicia, comprometiendo no solo el derecho a la libre locomoción de quienes se encontraban en esta sede judicial, sino también generando una situación de tensión que amenazó la integridad del sistema democrático y el respeto por la independencia del poder judicial. Aunque la situación se resolvió el mismo día, evocó inevitablemente la toma del Palacio de Justicia que hizo el M-19 en 1985, un hecho que hoy en día representa una herida profunda en la memoria colectiva de los colombianos.
Como es costumbre, el presidente culpó a otros y no asumió su responsabilidad en una situación, que no solo generó incertidumbre política, sino que también envió señales negativas a ciudadanos e inversores por igual. Las consecuencias podrían ser profundas, tanto a corto como a largo plazo en materia de crecimiento económico y empleo, la atmósfera de duda resultante puede desalentar la inversión en el país, promover la fuga de capitales, socavar la confianza de consumidores y empresarios, y aumentar el costo del capital para las empresas, ya que las primas de riesgo serán más altas para compensar la creciente incertidumbre en nuestro país. Algo que ya pasó en Venezuela y Turquía, donde la independencia judicial ha sido puesta en duda y parece estar confeccionada a la medida de la rama ejecutiva.
En medio del dolor que ha marcado a nuestro país esta semana, recae sobre nosotros la responsabilidad y el deber de alzar la voz en defensa de la democracia, de las instituciones y del equilibrio entre las tres esferas del poder público, pero también de la estabilidad económica y del empleo de los más de 25 millones de colombianos que formamos parte de la fuerza laboral. Mantengo la confianza en la fortaleza de la democracia colombiana y estoy convencida de que, así como las instituciones han salvado a Colombia de las malas decisiones de este último año y medio, seguirán siendo la salvaguarda del país frente a un cambio que solo nos perjudica.