Escribo esta columna mientras avanzan los diálogos de paz total, pero se incrementan las confrontaciones entre el ELN y el Frente 10 en Arauca, en el sector de Filipinas, aún con la declaratoria del cese unilateral de acciones violentas.
En 2018 hicimos una gira en Arauca con dos colegas suecas de una empresa de tecnología verde que buscaba posicionar un sistema para crear compost orgánico a gran escala y bajo costo en Colombia. La líder de la Asociación Campesina de Arauca – Luz Perly Córdoba – y yo nos habíamos reunido un mes antes y creíamos en el potencial de diálogo entre públicos – privados y campesinos como una forma innovadora para traer proyectos económicos verdes y rentables al departamento, pero ejecutados directamente por la población campesina. El proyecto era el círculo virtuoso perfecto entre la asociación campesina, el sector privado, la cooperación al desarrollo y el apoyo público. No contemplamos en ese entonces la posibilidad de que la violencia volviera al departamento de la forma en la que lo hizo.
Hoy, Luz Perly está muerta y la junta directiva de la A.C.A. está casi toda en la cárcel, acusada de tener vínculos con uno de los grupos armados que les despojó de su finca, sus tractores, sus equipos, maquinarias y sus vidas. El propósito de esta columna es describir – por fuera de los clichés – la receta de este desastre.
Lo primero fueron las denuncias no atendidas, o ignoradas que mostraban cómo la violencia se organizaba nuevamente con la aparición de lo que hoy se conoce como Frente 10, los patrullajes, los primeros intentos de presión a las comunidades campesinas y a las juntas de acción comunal, la limitación de la movilidad y la prohibición de participación autónoma, desarrollo de proyectos productivos “sin permiso”, entre otras formas de acciones de grupos armados que no se cuentan en las estadísticas, porque nadie escuchó a los denunciantes.
Además de la negligencia, otro ingrediente fue la ausencia del principio de distinción entre armados y población civil. La A.C.A., pese a la ya evidente presencia de grupos armados y las tensiones entre el ELN y las disidencias continuó promoviendo su agenda campesina de forma autónoma. Durante muchos años, incluso en los más oscuros del conflicto armado la organización había logrado muchos avances en acceso a crédito y maquinaria, tecnificación de cultivos, educación rural, inclusión de mujeres campesinas, desarrollo de vías terciarias y promoción de la agroecología. Aproximadamente en 2020 la organización comienza a sufrir de profunda estigmatización, heredada de una larga historia de violencias. El tercer ingrediente que quiero señalar es que no hay nada mejor para un grupo armado que la estigmatización de civiles, usualmente acusándolos de hacer parte de uno de los bandos.
Así, la noche del 23 de marzo de 2021, miles de desplazados cruzaron la frontera buscando refugio por los enfrentamientos en el alto Apure entre las Fuerzas Armadas Venezolanas y grupos armados colombianos. La A.C.A. hizo atención humanitaria de emergencia porque la protección a los civiles nunca llegó. Lo que sí llegó en mayo de 2021 fue la detención masiva de varios miembros de la junta directiva de la A.C.A. Como si fuera poco, en agosto de 2021 los equipos de comunicaciones y computadores de la asociación fueron robados a nombre de los cabecillas del Frente 10. En enero de 2022, los miembros de la Asociación y sus organizaciones veredales que quedaron en el departamento fueron desplazados nuevamente, como parte de la nueva guerra entre el ELN y las disidencias. En esta última guerra les fueron robados sus tractores y maquinaria agrícola que otrora habían beneficiado a casi 4.000 campesinos del departamento. Hasta el día de hoy, el despojo de la finca de la asociación en el municipio de Fortul, sigue estando en silencio. Hace pocos días y aún en medio de las promesas de cese de acciones violentas contra la población civil, varios miembros de la A.C.A. tienen que desplazarse otra vez para salvar sus vidas.
La receta: aislamiento de las personas y comunidades de la justicia y la seguridad que debe ser provista por el estado; castigo violento de las agendas de autonomía social o control institucional del territorio; estigmatización de civiles y ausencia del principio de distinción y preferencia de la fuerza pública por uno de los bandos en un conflicto. Esto es el sistema de incentivos que hace nacer y reproduce la violencia y es el principal reto de la Paz Total. Hoy, con ese caldo de cultivo, el estado puede perfectamente desmovilizar la totalidad de grupos violentos y en tres años tener la misma situación, especialmente en la frontera.
Arauca no es cualquier departamento. El éxito de la paz depende de lo que allí pase. Por eso se necesitan dos cosas: presión ciudadana, fuerte, contundente y pacífica para que los grupos armados detengan sus agresiones contra civiles y un estado que abandone la estigmatización. Segundo, hacer de Arauca el laboratorio de diálogo que soñábamos en 2018, pero que implica incluir en condiciones equitativas al movimiento campesino. Sigo pensando que el gobierno de Gustavo Petro muy pronto va a sentarse con el movimiento campesino en la frontera. Espero no estar soñando otra vez.