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En un país como Colombia, donde millones de personas viven en condiciones de pobreza extrema, sin acceso digno a salud, educación, vivienda y oportunidades de empleo, la decisión de invertir sumas multimillonarias en la compra de aviones de guerra resulta, cuando menos, incomprensible y profundamente contradictoria. Esta decisión no solo desconoce las verdaderas urgencias del país, sino que también representa una visión militarista que parece estar alejada de las necesidades reales de las comunidades.

Mientras en la ruralidad y la periféria del país miles de niños estudian en escuelas sin techo, sin servicios básicos y con docentes mal remunerados, el Estado destina recursos astronómicos a la adquisición de maquinaria bélica. La salud pública está colapsada en muchos territorios, los hospitales carecen de insumos y personal, la población sigue muriendo por enfermedades prevenibles, y muchas familias apenas sobreviven en medio de la exclusión.

Una muestra clara de esta desproporción se evidencia al comparar el costo de los nuevos aviones de guerra, estimado en más de 1.900 millones de dólares, con la inversión prevista para atender la crisis social y humanitaria en el Catatumbo bajo la declaratoria de conmoción interior que asciende a 670 millones de dólares. La diferencia es abismal y refleja una visión de prioridades profundamente cuestionable.

La prioridad debería ser clara: invertir en la vida, no en la guerra. Las comunidades, especialmente las históricamente marginadas por el Estado, necesitan presencia institucional real, no aviones supersónicos que nunca sobrevolarán sus cielos con propósitos de ayuda humanitaria o desarrollo integral. Contentos deben estar con esta compra los militaristas de todos los colores, los que prefieren el ruido de las bombas a los sonidos de la naturaleza. Una hora de vuelo de uno de estos aviones costará aproximadamente ocho mil dólares, unos 32 millones de pesos.

El argumento de que la adquisición de aviones de guerra responde a la necesidad de garantizar la seguridad nacional es débil si se considera que las verdaderas amenazas para millones de colombianos están en el hambre, la falta de oportunidades y el abandono estatal. La seguridad humana, aquella que garantiza una vida digna, solo se logra con justicia social, educación de calidad, empleo digno y acceso a derechos fundamentales. La compra de dieciséis aviones de guerra y la negativa del congreso a las reformas inaplazables en materia rural, de salud y laboral, nos alejan del camino de la paz.

En un contexto de precariedad social, la compra de aviones militares, también erosiona la confianza de la ciudadanía en sus instituciones. Resulta indignante para cualquier colombiano ver que se gasta en armamento mientras en su comunidad no hay agua potable o una carretera en buen estado. Esta desconexión entre las decisiones de los gobernantes y las necesidades de la población solo profundiza la crisis de representación y alimenta el desencanto con la democracia.

La paz, el desarrollo y la equidad no se alcanzan a través del poder militar, sino mediante una inversión decidida en la gente. La compra de aviones de guerra es, en este contexto, no solo una mala decisión financiera, sino un agravio moral contra quienes esperan, desde hace décadas, que el Estado llegue con soluciones y no con explosivos. La sociedad colombiana debe modificar sus prioridades y reconocer que sin inversión social real y efectiva, alejada de la corrupción y el clientelismo, el sueño de la paz seguirá entrampado por el narcotráfico y la ilegalidad.

Luis Emil Sanabria D.

Luis Emil Sanabria Durán

sluisemil@yahoo.es
Profesional Universitario con posgrado Gerencia Social. Docente universitario. Con estudios de maestría en administración pública, convivencia ciudadana, cultura de paz, DD.HH., D.I.H., atención a la población víctima de la violencia política. Experiencia pública y privada. Cofundador de REDEPAZ y actualmente copresidente nacional.

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