El ego es el gran opositor de la condición humana y es también su mejor amigo. El ego se nutre de la debilidad humana, se forja y permanece en la psique humana. El ego que viste de gala con su pompa, su vana sabiduría profana, su inteligencia vacua, sus efímeras habilidades atléticas, sus galones, medallas, mandiles y charreteras, y también sus títulos académicos, diplomas y certificados, y en otros casos, fajos de billetes, propiedades, glamur y profana ostentación.
El ego es como ese parasito interno que inconscientemente anida en el anfitrión, empero, el parasito es consciente de su parasitismo y del daño que realiza, mientras el anfitrión es víctima del ego, que cree que todo es perfecto y que todo lo merece. El ego tiene mirada insidiosa y su alma es reemplazada por cientos de méritos artificiales que le acompañan, méritos que no están realmente allí, en el interior, sino en lo que sobra y no importa. No es el ego el que se salva del naufragio sino la simpleza en la destreza para sobrevivir.
El ego debería nacer exacerbado para ir menguando hasta finalmente desaparecer. La mayoría de edad del ego debería ser su muerte, la muerte del ego, y si no logra vencerlo la muerte, al menos sujetarlo, pero la tendencia del ego es ir aumentando peso a medida que pasan los años cual voraz proporción. El ego hace que quien habla, sólo hable de sí y de sus logros, y de cuánto ha acumulado, como si el acumulador de títulos pudiese trastearlos todos en una bolsa, o como si el lector ávido pudiese cargar la biblioteca al hombro por doquier, el ego es los libros que ha tenido o los que ha leído, pero no los que ha logrado atesorar dentro de sí y poner en práctica por pocas sean las líneas que haya leído.
El ego tiene una mirada que no provoca confianza, una mirada que, en lugar de transmitir la tranquilidad del alma, transmite la desconfianza porque sólo piensa en engrandecerse a sí mismo, a costa de la hipocresía y del querer quedar bien con los demás. En la mayoría de los casos el ego es un diplomático mal representado en donde siempre habrá un doble y hasta múltiple cariz.
El ego quiere tener el control de todo y de todos, por ende, es experto en trasladar la responsabilidad y la carga a los demás para evadir las propias. El ego se erige sobre los hombros de los otros. Existe una delgada línea entre el ego y la infracción de la norma. El ego gusta del halago, más del propio que del ajeno, es zalamero porque cree que dar halagos a otro, le será retribuido de la misma manera. El ego no acepta la ausencia de reconocimiento, tampoco acepta, que el más diminuto podría ser el mayor.
El ego cree que nació para mandar y gobernar, no sólo lo expresa, lo siente y engañado cree que eso lo hace superior a los demás. El ego cree que no es ego, pero no tiene necesidad de negarlo o afirmarlo, simplemente es ego que hace la vida miserable de todos aquellos que le rodean, incluidos sus seres queridos, y por supuesto, la de los tampoco queridos.
El ego detesta la imperfección del otro, que no es otra cosa, que un reflejo propio, lo del otro siempre le será despreciable, el ego cree que es armonioso y perfecto. El otro es un espejo en el que el ego se refleja, pero niega reconocerse.
El ego cree que hace todo bien y perfecto, que está llamado a los más altos ministerios y que la cabecera de la mesa es su lugar, porque es indigno de ser segundón, por ello siempre se presentará como lo excelso, lo diferente, lo magnánimo, lo generoso y lo magnífico, pese a ser un rutilante cascarón que encubre podredumbre.
El ego cree será amado e idolatrado, cuando realmente es odiado, tan sólo que sus amadores e idólatras son como el ego: Son también el ego que espera a pararse sobre su propia altura para caer al vacío. No en vano, el ego es el satán interior que espera devorarse a sí mismo porque ha olvidado de dónde ha venido y quién ha sido. Hay dos cosas por hacer con el ego, matarlo o controlarlo, lo demás es perder el sentido de la vida.