Cada día, miles de niños, niñas y adolescentes en Colombia enfrentan riesgos que no deberían existir: embarazos no planeados, violencia sexual, enfermedades de transmisión sexual, y en general, una falta de protección integral. Pero en lugar de actuar con decisión, seguimos optando por callar. El silencio no es neutral. Es complicidad. Y cada vez que evitamos abordar esta realidad, permitimos que estas problemáticas se perpetúen, marcando vidas y truncando futuros.
Las cifras no mienten. Según la OMS, en 2022, 630.000 personas murieron por causas relacionadas con el VIH, y el 13 % de ellas eran menores de 15 años. En Colombia, los datos no son menos alarmantes: el 18,68 % de los nuevos casos de VIH en 2023 corresponden a jóvenes de entre 20 y 24 años, y los contagios en adolescentes de 13 a 19 años siguen en aumento. El embarazo adolescente, por su parte, sigue siendo una triste realidad: en 2022, más de 100.000 nacimientos fueron de madres menores de 20 años. Estas no son solo estadísticas frías, son historias de jóvenes y familias enteras que enfrentan ciclos de exclusión, pobreza y falta de oportunidades.
La cultura del silencio
Hablar de sexo y sexualidad sigue siendo un tabú. La educación sexual integral —que podría prevenir muchos de estos problemas— se enfrenta a un muro de rechazo, desinformación y temor. En muchas familias, la sexualidad se aborda tarde, mal o nunca. En las escuelas, el miedo a represalias de sectores conservadores paraliza la implementación de programas que son esenciales. Y mientras tanto, la juventud busca respuestas en internet, en redes sociales o en la música, que con frecuencia distorsionan los mensajes y normalizan el riesgo.
El silencio no protege a nadie. Callar solo asegura que las redes sociales, la música y los “amigos” llenen los vacíos con información incorrecta, alimentando mitos y exponiendo a los jóvenes a decisiones mal informadas.
¿Un debate superficial?
El reciente debate en torno a la canción +57 expuso este fenómeno de manera cruda. Es fácil criticar una letra por lo que representa, pero mucho más difícil es abordar las realidades que le dan sentido: una juventud educada por la cultura popular en un entorno donde el acceso a información confiable y a métodos de prevención sigue siendo un tabú.
No es la música el origen del problema, sino nuestra inacción colectiva. Si la letra de una canción escandaliza, las cifras detrás del VIH, el embarazo adolescente o los abusos deberían provocar mucho más. Sin embargo, elegimos la indignación momentánea y seguimos sin tocar el verdadero problema: la falta de educación y acompañamiento.
Los adultos como cómplices silenciosos
Cada vez que un padre decide evitar la conversación sobre sexualidad, deja el camino abierto para que otras influencias ocupen ese espacio, o se pliega al lema de “con mis hijos no se metan”, prioriza las apariencias sobre la prevención. Cada vez que un colegio prefiere callar a poner el tema sobre la mesa con los padres, falla con la educación integral que debería estar impartiendo para formar seres humanos holísticos. Cada vez que el gobierno invierte en campañas simbólicas, pero evita decisiones estructurales, perpetúa este ciclo.
No se trata de culpar exclusivamente a los jóvenes o de condenar la música que escuchan. Se trata de asumir nuestra responsabilidad como adultos: educar, acompañar y crear entornos seguros donde puedan tomar decisiones informadas.
El precio del silencio
El costo de callar lo pagan normalmente los más vulnerables. Si realmente queremos cambiar esta realidad, necesitamos un compromiso colectivo:
Desde las familias: Educarnos como padres o cuidadores para poder hablar de sexualidad sin tabúes, desde el amor y la confianza. Acompañarlos durante este período tan complejo.
Desde las escuelas: Implementar la educación integral para la sexualidad basados en evidencia, incluso frente a la resistencia. Es importante encontrar consensos dentro de las comunidades.
Desde los medios y artistas: Usar su influencia para cambiar narrativas, promoviendo mensajes responsables.
Desde el gobierno: Invertir en programas efectivos, con acceso real a métodos anticonceptivos y detección temprana de ITS.
El prefijo cultural +57 no debería ser solo un reflejo de una polémica musical. Debería ser un símbolo de una sociedad que asume su responsabilidad colectiva, que elige educar y cuidar a sus jóvenes en lugar de abandonarlos al riesgo. Hablar no es incitar, hablar es cuidar de nuestros niños y jóvenes. Es hora de romper este ciclo, porque el precio de callar ya es demasiado alto.
Johanna Cordovez