La economía popular no se limpia, se incluye

Hace pocos días, en el Concejo de Bogotá, lideré un debate de control político para analizar el trato que la administración distrital de Carlos Fernando Galán da a la economía popular y los vendedores informales. El balance fue preocupante. El Distrito, representado por la Secretaría de Gobierno y el Instituto para la Economía Social (IPES), presentó una oferta débil y carente de visión integral, que redujo las soluciones al desalojo y la reubicación improvisada. Sus argumentos dejaron en evidencia una concepción limitada de la economía popular, tratándola como un obstáculo en lugar de reconocer su importancia como sustento de miles de familias y como parte esencial de la dinámica económica de Bogotá. En lugar de estrategias estructurales para fortalecer a este sector, lo que encontramos fue una narrativa de “limpieza” que excluye a quienes no encajan en el modelo económico formal. Este debate, lejos de cerrar el tema, mostró la necesidad urgente de reorientar el enfoque de ciudad hacia uno que sea verdaderamente inclusivo

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Bajo esta perspectiva, las ciudades parecen diseñadas exclusivamente para quienes encajan en un esquema de producción formal, ignorando a miles de ciudadanos que diariamente sobreviven en la informalidad. En Bogotá, esta realidad no es menor: el 36.5% de la economía de la ciudad es informal y cerca de 90.000 personas trabajan como vendedores callejeros, según el Instituto para la Economía Social (IPES). Estos números no son simplemente cifras, son historias de lucha y resiliencia, de mujeres, hombres y familias que han encontrado en la calle un espacio para resistir frente a un sistema económico que no les ofrece oportunidades.

La visión de Galán, centrada en “limpiar” el espacio público, no es nueva en la historia de las ciudades latinoamericanas. Esta narrativa, revestida de términos como “seguridad” y “movilidad”, busca construir urbes funcionales para un sector reducido de la población: los formales, los privilegiados, los visibles. Pero ¿qué pasa con aquellos que han sido históricamente marginados del acceso al trabajo formal y de derechos sociales básicos?.

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En operativos como el desalojo masivo de vendedores en la estación Ricaurte de TransMilenio, que buscaba liberar los corredores para garantizar la movilidad de más de 70.000 pasajeros diarios, queda claro que la solución es fragmentaria. Estas intervenciones, aunque justificadas en términos de seguridad y funcionalidad, no abordan el problema estructural de la informalidad. Por el contrario, lo profundizan al desplazar a las personas sin ofrecer alternativas reales.

Contrario a lo que muchos creen, los vendedores informales no son una anomalía en la economía de Bogotá. Son actores clave en la dinámica urbana, como lo ha demostrado ampliamente el presidente Gustavo Petro, quien durante su alcaldía (2012-2015) promovió políticas inclusivas que reconocían a los vendedores como parte de la economía popular. En lugar de criminalizarlos, Petro los visibilizó, integrándolos en estrategias que buscaban su formalización progresiva. El Plan de Desarrollo “Bogotá Humana” implementado por Petro reconoció que la economía popular no es un problema que deba erradicarse, sino una oportunidad para construir una ciudad más equitativa. Estas políticas, aunque perfectibles, sentaron un precedente: la informalidad no puede combatirse únicamente desde el desalojo.

Los académicos Hernando de Soto y Saskia Sassen coinciden en que la informalidad es una respuesta a sistemas urbanos excluyentes. De Soto, por ejemplo, plantea que la economía informal encierra un capital potencial que solo puede liberarse con mecanismos que formalicen sin reprimir. Pero cuando se ignora esta visión, como ocurre bajo la administración actual, lo que se fomenta es la exclusión de un sector que ya vive al límite.

La pregunta que deberíamos hacernos no es si el espacio público debe ser ordenado, sino para quién está siendo diseñado ese orden. Bogotá, una ciudad que acoge a personas de todos los rincones del país, debe ser también un lugar donde quepan todos sus habitantes. Desplazar a los vendedores informales no solo vulnera derechos, sino que crea un espacio público vacío de humanidad, carente de esa diversidad que le da vida.

La Corte Constitucional ha reiterado en múltiples sentencias que las acciones estatales hacia los vendedores informales deben garantizar sus derechos fundamentales al trabajo, la dignidad y el mínimo vital. Decisiones como las sentencias T-772 de 2003, T-043 de 2007 y T-772 de 2016 subrayan que los desalojos no pueden ser arbitrarios ni desproporcionados, y que las autoridades deben ofrecer alternativas reales y sostenibles como reubicaciones concertadas o programas de empleo dignos. En relación con el Decreto 098 de 2004, que regula el uso del espacio público en Bogotá, la Corte ha enfatizado que su implementación debe equilibrar la recuperación del espacio público con el respeto por los derechos de los vendedores informales. Esto implica que las intervenciones deben ser dialogadas, incluir soluciones inclusivas y no limitarse a un enfoque represivo. La Corte insta a interpretar este decreto desde un enfoque de derechos humanos, reconociendo el aporte de la economía popular al tejido social y económico de la ciudad.

El reto para Bogotá no es solo lograr que el espacio público sea funcional, sino que sea un lugar donde la justicia social y la equidad prevalezcan. Un modelo que priorice la expulsión y el desalojo nunca será sostenible ni humano. Si queremos una Bogotá donde todas y todos caminemos seguros, debemos empezar por diseñar una ciudad para todos y no solo para unos pocos. La ciudad es de quienes la habitan, no de quienes la administran.

Quena Ribadeneira