No puede haber duda de que la corrupción es el peor mal, por lejos, que afecta los países en desarrollo. Hay también que siempre acotar frases como que en todo el mundo hay corrupción, que no es un mal solo de nosotros, etcétera, pero, aunque ciertas, no tienen nada que ver con nuestra situación en donde hay corrupción con ausencia de justicia, especialmente para los casos de corrupción.
Cuando se habla de corrupción generalmente se refiere a la corrupción ilícita. La de los que asaltan las arcas del Estado, o incluso la de los privados, para robarlas en su beneficio. Pero con la definición de corrupción, conceptual y más amplia que incluí en un artículo anterior como “la apropiación de un derecho de otro individuo (u otros) al cual no se tenía derecho” se entiende fácilmente que también abarca los casos en los cuales a través de la influencia que ejerce el poder económico sobre el político se orientan las políticas económicas a su favor por encima de los intereses colectivos. Desde los reportes de Kaufmann y Hellman antes del 2000 ya el Banco Mundial lo reconocía como la “captura del Estado” por parte de los poderosos, o los ricos, como en términos genéricos los trata la literatura económica. Para mi concepto, la más grave y grande de las corrupciones comparada con todas las demás.
Las estimaciones sobre corrupción son difíciles por su mismo origen secreto y fraudulento. Pero cada vez más se ¨siente¨ por los ciudadanos y se traduce en percepciones que hacen entidades como Transparencia Internacional cuyo trabajo permite comparar la situación entre los países de esta manera relativa, y elevar más las alertas. Pero ha habido estimaciones mas directas como las de la Contraloría (Colombia, en 2017, El Espectador) que hablaban de 50 billones de pesos como el costo que tenía la corrupción basado en procesos abiertos de responsabilidad fiscal; una cifra que se asemeja a casi tres reformas de impuestos y que no incluía los casos no descubiertos. Por su parte, la DIAN estimaba en 36.5 billones anual la evasión fiscal y el contrabando (2019, La República); otras voces igual de calificadas la situaban en 40 billones anuales (Santiago Rojas, exdirector de la DIAN), y solo la evasión al impuesto de renta de alrededor del 3% del PIB, unos 30 billones, según Asobancaria. No menor es la evasión a la protección social del orden de 15 billones, que además es un robo directo a personas naturales (todas las cifras citadas en el mismo artículo).
Con ese podio de la corrupción establecido a través de las estimaciones más calificadas posibles, ahora falta ubicar el puesto que le corresponde a la corrupción “legal”, aquella proveniente de la captura del Estado por parte del poder económico y cuyo origen es el cabildeo o lobby en el cual por medio de “influencia” las corporaciones, las empresas más poderosas o simplemente los ricos, logran que los políticos les bajen los impuestos, a través de exenciones y deducciones, o incluso que erijan barreras contra su competencia, todo en desmedro del bien común de todos los demás colombianos, propiciando la extrema concentración de riqueza actual y la pobreza.
En Latinoamérica el 10% más rico posee el 71% de la riqueza y tributa sólo el 5,4% de su renta, según el informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) (citado por la BBC en 2016); en Colombia está por debajo del 5%, en México (para poner un ejemplo de la región reconocido también por sus altos niveles de corrupción) es de un poco menos del 10%, mientras que en USA (donde el lobby está a la orden del día) es de un poco menos del 15%, en Reino Unido por encima del 25% (el otro bastión del neoliberalismo que fue el gran impulsor de las bajas de impuestos a los ricos) y casos de referencia como Suecia en donde llega a superar el 30%. Estas enormes diferencias solo podrían explicarse en una gran parte a través de la captura del Estado, en los países en los cuales es más fácil lograrlo por la debilidad de las instituciones, en donde los contrapesos de los pequeños empresarios, la clase media y la sociedad en general tienen menor importancia, como el nuestro.
Para el mismo año (2017), el recaudo total en Colombia representó el 18.8% del PIB, contra un 22.8% del promedio de América Latina, o el 34.2% promedio OCDE (Estadísticas tributarias en América Latina y el Caribe, OCDE y otras, 2019). Una distancia de 15% a la de Colombia (o dicho de otra forma, apenas el 55% del promedio OCDE). Aquí se reflejan necesariamente las enormes diferencias, algunas de ellas que deben poderse explicar por la inequidad en la tributación de quienes deberían hacerlo en mayor proporción. Si tributáramos como el promedio OCDE tendríamos del orden de 150 billones de pesos más, unas siete reformas tributarias, entre los cuales se ubicarían una parte de la evasión y en forma muy importante la baja tributación de los llamados ricos, muy seguramente situando la cifra por encima de las otras corrupciones y llevándose el podio de la corrupción.
En 2016 el BID lo resumía perfectamente: “En ninguna parte es fácil conseguir que los ricos paguen sus impuestos — y América Latina no es diferente. Éstos no sólo tienen la influencia política para oponerse a la legislación que aumentaría sus contribuciones en relación con las personas de más bajos ingresos…” (Schiller, El problema de cobrar impuestos a los ricos, BID, 2016). Todas las voces más calificadas del mundo y del país, pasando por Krugman hasta Piketty han abordado el tema y han advertido sobre su efecto en la concentración de la riqueza, y desmontando los argumentos a favor del tratamiento especial que los gobiernos conservadores, de derecha dura, neoliberales, han esgrimido para favorecer a los ricos, y de la necesidad de tener progresividad en los recaudos fiscales para que las sociedades puedan alcanzar niveles de prosperidad.
En artículos anteriores me he referido a esta necesidad con una aproximación de lógica simple, en la que se advierte que nadie puede ser infinitamente próspero rodeado de miseria porque tarde o temprano verá agotada su fuente de riqueza y tendrá problemas de seguridad, e igualmente advirtiendo que el escaso bienestar que resulta de la situación de un país como el nuestro, hace que incluso los ricos no gocen del bienestar que podrían porque tienen que andarse cuidando de la inseguridad y del estado precario de la sociedad en que viven.
No necesita el país de su filantropía o de que posen de magnánimos en sus esporádicas ayudas a causas de beneficencia o supuesta solidaridad, sólo se trata de que aporten lo que les corresponde y así evitar el desastre en que vive la mayoría de los colombianos, sin mayor esperanza, e incluso aumentar sus propias posibilidades de bienestar, por esa vía sí lícita. La influencia del poder económico sobre el poder político debe acabar, debe suspenderse la falta de independencia entre estos poderes, y cualquier tipo de cabildeo o lobby debe consistir exclusivamente en opiniones técnicas a través de los gremios dentro de los procesos legislativos en los tiempos asignados y a la debida distancia guardada. Cualquier violación a estos principios, incluyendo el uso de dinero directo o para aportes en las campañas, para ejercer esa influencia sobre los políticos, debería estar penalizada con la mayor de las condenas en nuestra sociedad, porque se trata de la corrupción que mayor impacto tiene sobre el bienestar de todos los colombianos.
*@refonsecaz – Ingeniero, Consultor en Competitividad.