Hay una protuberante e inocultable deuda de la paz que hemos construido en Colombia: transformar los territorios excluidos. Son precisamente estos espacios de nuestra geografía, abandonados a su propia suerte, los que históricamente se consolidaron como retaguardia militar y base política y social de las organizaciones guerrilleras. Estos mismos territorios han soportado el brutal impacto del conflicto armado entre guerrillas y fuerzas militares, y sufrieron como pocos la sangrienta incursión paramilitar. Allí se han concentrado los mas dramáticos indicadores de pobreza, viven del imperio de las economías ilegales y acusan una especial debilidad institucional.
A esa deuda se refiere el más informe presidencial ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas sobre la implementación del Acuerdo de Paz. Y la ley de paz total o Ley 2272 del 2022 constituye una oportunidad para saldarla cuando en su articulo 7 establece que “..el Presidente de la República podrá construir Regiones de Paz, en las que se adelanten, con su autorización, diálogos de paz…”.
No se trata de soslayar los indudables avances derivados de 34 años de experiencias de acuerdos de paz en la Colombia contemporánea. Con el pacto de paz que trajo al M19 a la vida civil se inauguró un ciclo de negociaciones que completaron 10 acuerdos en una suerte de paz parcelada, escalonada e incremental. Además del M, el Partido Revolucionario de los Trabajadores PRT, el Ejército Popular de Liberación EPL, el Movimiento Indigena Armado Quitín Lame, el Frente Francisco Garnica, los Comandos Ernesto Rojas, las Milicias del MIR COAR de Medellín, la Corriente de Renovación Socialista CRS, las Autodefensas Unidas de Colombia y las FARC-EP abandonaron las armas luego de acuerdos con el Estado. En este período, se han reincorporado 71.500 combatientes, de los cuales 49 mil provienes de esta paz pactada y 22.500 de procesos de reinserción individual.
Pero el logro no se reduce al desarme y la reincorporación de ejércitos enteros. La caída sostenida en la tasa de homicidios ha sido brutal en el mismo período: de una tasa de 71,2 por cada 100 mil habitantes en 1990 cuando se produjo el primer acuerdo de paz, hemos pasado a 25,7 en el año 2023. Aunque en el Gobierno Gaviria la tasa subió por cuenta de la oleada narcoterrorista de aquel entonces a 77,4, su descenso arrancó en el Gobierno Samper (69,1), Pastrana (61, 2), Uribe (34,3), Santos 1(32,4), Santos 2 (25,3) y Duque (26,1), cifras que como se ve están asociadas al impacto de los acuerdos y reincorporaciones, especialmente al desmonte de las AUC en el período Uribe y al proceso de paz con las FARC en tiempos de Santos.
Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que a este largo ciclo de paz que hemos tenido que transitar en medio de la persistencia de fenómenos de violencia, debemos también el proceso constituyente y el cambio de la Constitución en 1991, las experiencias de importancia mundial en materia de justicia transicional como los tribunales de Justicia y paz y la Jurisdicción Especial de Paz, la Ley de Victimas y el reconocimiento de los derechos a la verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. Junto a una generosa institucionalidad pública para cumplir los acuerdos y construir un proyecto sostenible de reconciliación, nuestra democracia ha podido presenciar la llegada por fin de la alternancia política izquierda/derecha verdadera puerta de entrada al posconflicto, con el triunfo electoral de un exguerrillero del M19 como Gustavo Petro.
Aún así, los territorios excluidos fueron ocupados una y otra vez por economías ilegales y violencias recicladas, al tiempo que se producían las desmovilizaciones y los desarmes. El telón de fondo de este “eterno retorno” de la guerra ha sido la pobreza multimensional de estos territorios y su exclusión histórica y estructural del resto de la nación y de los grandes centros de poder económico y político del país.
La paz total que se propone el Gobierno Petro no solo será posible con acuerdos que cierren de manera definitiva la confrontación armada, cada vez más degradada y devaluada. Dependerá de la capacidad que tengamos como Estado y como sociedad para pagar esa deuda con una política pública hacia los territorios excluidos y con una persistente e integral estrategia de paz territorial.