Más inteligente que la movilidad inteligente

Rafael Fonseca Zárate

Entre las repercusiones del reencuentro que muchos trabajadores de oficina han tenido con sus familias por efectos de la pandemia, está la confirmación de que el trabajo en casa es una opción real, y más allá, una opción para una vida con más bienestar trasladando la casa a un lugar más agradable fuera de la gran ciudad. Esto significa una verdadera reconfiguración de la forma convencional de vida que hoy se habilita con la tecnología, antes impensable.

No obstante que el paso de los aislamientos ha acelerado estos procesos, nada de esto es nuevo. Desde hace tiempo que los pensadores de las ciudades venían evolucionando de transporte a movilidad, a movilidad inteligente, y a menos movilidad, que resulta aún más inteligente para muchos de los más importantes aspectos de la vida de las personas: más bienestar, más salud, más familia, más aire limpio, no tiempo gastado en la congestión, no contaminación, por citar algunas.

Si el objetivo es el bienestar, y no solo sobrevivir y producir para sobrevivir, el planteamiento de solución es completamente diferente, con el problema de tener que lidiar ahora con la anterior solución que ya estaba totalmente establecida entre nosotros. Grandes ciudades, viajes largos para ir a la oficina o al colegio, viajes largos para volver de la oficina o del colegio, escasez de tiempo para vivir, aire contaminado, ruido incesante, viajes largos para ir a cualquier asunto como comprar víveres, ir al médico, ir a realizar cualquier diligencia, viajes largos para encontrar un lugar agradable para hacer actividades al aire libre menos contaminado. El modelo que tenemos, de especialización funcional en enormes partes de la ciudad, genera la pérdida de tiempo vital, la congestión y la contaminación predominante en nuestras ciudades.

Lo curioso es que todo esto ha sido discutido profusamente desde el siglo pasado, no solo en el mundo, sino específicamente en nuestras ciudades, empezando con Brunner en los años 30, y la conocida idea de las “ciudades dentro de las ciudades” de la misión Currie entre los 70 y los 80. Curioso, porque esto tiene una lógica muy fuerte, pero que no tuvo eco por las presiones de siempre: el poder económico de los urbanizadores, formales y piratas, sobre el bien general.

Las policentralidades como se les llama, consisten en una solución como la que se tiene en un pueblito: todo está ahí, y muy pocas cosas hay que irlas a buscar a otro pueblo o ciudad. Carlos Moreno, urbanista nacido en Colombia pero parisino de vida, llevo el concepto más allá, al de la “ciudad de los 15 minutos”, que ha tenido gran exposición porque fue adoptado por la repitiente alcaldesa parisina Anne Hidalgo. Como la mayoría de los conceptos brillantes, son sencillos: todo en la ciudad debe estar a una distancia tal que solo tome 15 minutos a pie o en bicicleta para que las personas puedan acceder. Todo en la anterior frase se refiere a la casa, el trabajo, la cultura incluyendo la educación, la diversión incluyendo el descanso, el cuidado y aprovisionarse. Esto cambia completamente el foco en la movilidad y lo trasfiere a la accesibilidad. Para ello se requiere que la mayoría de la infraestructura no solo tenga el carácter de local sino polifuncional; por ejemplo los colegios, donde no solo deben servir para la educación de los pequeños, sino servir de centro cultural y deportivo abierto a todos los de la vecindad.

No es que tengamos mucho que lidiar con la lógica de estos planteamientos en donde se cambia la planeación de la infraestructura de las ciudades por la planeación de la vida en las ciudades, porque sus beneficios saltan de su evidencia: más calidad de vida para todos, que se traduce en bienestar (que debería ser el foco de los Estados), y el cuidado de la tierra, contribuyendo activamente en parar el cambio climático al mismo tiempo de vivir más felices.

Con lo que sí tenemos que enfrentarnos es con las posibilidades de llevarlo a cabo. Es muy triste descubrir como nuestro subdesarrollo, fuertemente caracterizado por la corrupción generalizada, nos aleja de las respuestas de la inteligencia colectiva cada vez más.

Claro, nos enfocamos en lo posible como los sistemas de transporte inteligente, llenos de los juguetes tecnológicos modernos, que van desde los semáforos inteligentes hasta las app como Waze y Google maps, que no representan ninguna solución sino una forma de reducir un poquito y de manera temporal las consecuencias del problema de fondo. Yo mismo elaboré hace unos años recetas para reducir el impacto de la congestión en Bogotá que iban desde cambiar los horarios de entrada de las instituciones (trabajo, educativas) hasta disminuir impuestos a aquellas empresas que contrataran a la mano de obra vecina, o a los colegios de barrio, e incluso participé en la presentación a la ciudad de una elaboradísima propuesta de APP (Asociación Público Privada de iniciativa privada), llamada Gestión de la Congestión, en donde se articulaban todas las herramientas de movilidad inteligente, incluyendo infraestructura inteligentemente concebida para gestionar la congestión, ya que no se puede solucionar.

Lo difícil consiste en cómo llevar a la práctica la compresión de que es más inteligente aún reformular nuestra concepción de ciudades que seguir haciendo acciones que resultan inocuas en el mediano plazo. Por ejemplo: ¿no hubiera sido importante revisar si la enorme inversión en el metro de Bogotá tendría mejores resultados si se hubiera dedicado a transformar decididamente la ciudad en policéntrica? Asusta la pregunta pero también asusta la respuesta. Seguiremos atados a un subdesarrollo más mental que económico, en el que no nos cabe en la cabeza diseñar nuestras ciudades para la vida, con prosperidad colectiva, y no para sobrevivir amargamente como sucede para la mayoría.

Las tendencias actuales, aceleradas por el ejercicio obligado de la virtualidad, harán que muchas personas de clases medias hacia arriba puedan irse de las ciudades cogestionadas y con mala calidad de vida, a una plácida vida rural, o al menos en ciudades pequeñas, mas amables y agradables, buscando precisamente vivir en una pequeña centralidad. Pero los trabajadores de las clases menos favorecidas, usuarios masivos del transporte urbano, padecerán esta realidad por varias generaciones más.

No puede pasar más tiempo sin que entendamos la importancia de la política en nuestras vidas. El resultado malo que tenemos hoy en día es principalmente derivado del desentendimiento de que la política es la que produce los buenos bienes comunes, que nos sirven a todos. Los políticos que hemos tenido a lo largo de 200 años nos han llevado una vida indigna y angustiante para la mayoría. Hay que interesarnos en elegir bien, olvidar la apatía, pensar que sí se puede participar y hacerlo, en rechazar a los politiqueros y a los corruptos de tajo, y hacer nuestro aporte personal a través de acciones en consecuencia. Debemos exigir que la planeación de largo plazo centrada en la vida con bienestar de los ciudadanos sea el objetivo del Estado y de la economía. Cualquier otra cosa le sirve a unos poquitos y afecta a la enorme mayoría.

*@refonsecaz – Ingeniero, consultor en competitividad