Desde hace un tiempo vengo notando que hay una corriente social que alardea de no querer tener hijos, lo peor es que la gente (esa masa de personas más o menos formadas) aplaude la decisión y los encumbran como si la decisión fuera lo más inteligente y “moralmente” correcto que puede hacer el hombre hoy (esa moralidad de hoy que muchas veces piensa antes en la sobrepoblación, en la ecología y en las abejas, que en las personas).
Muchas veces ese no-querer es un aceptar la realidad natural de una incapacidad, enmascarada detrás de razones más o menos pensadas en contra de traer hijos al mundo.
Otras, es fruto de vivir en sociedades acomodadas, con familias desapegadas cuya misión no pasa de ser meros proveedores de servicios hasta llegada la independencia. Momento en el que los hijos en un si te he visto no me acuerdo hacen maletas y dejan el hogar familiar, que no ha sido sino una pensión sin más cariño y afecto que el estrictamente necesario. Esta visión de la familia es muy anglosajona y muy de la Europa central, zonas occidentales pobladas por gente que grita el discurso de la superpoblación, que tienen hijos únicos, aburridos y agotadores y llegado el momento, lo venden todo para meter al abuelo en la residencia, esa que visitan dos veces al año. Tal vez sea esta la visión que esté hoy conquistando a las nuevas generaciones, aunque espero realmente que no, porque al final producen sociedades tremendamente tristes, apegadas al confort del yo y sobre población de egoístas.
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Tener o no tener hijos
Puedo entender que las mujeres cuando son profesionales y tienen por delante una brillante carrera (todas la tienen) se planteen el hecho de ser o no madres. En la mayoría de las ocasiones es un freno, sí, y aunque no debería serlo, la realidad es esa; las bajas de maternidad son necesarias porque los bebés necesitan de sus madres y los padres, hasta el destete no son tan indispensables, aunque deberían estar más presentes por la madre, que si necesita de esa ayuda y descarga en la crianza.
La mujer, que tiene un instinto de protección enorme y una capacidad para entregarse aún mayor, se pone límites y decide, a veces libremente, a veces inconscientemente, no seguir luchando por su carrera. Y es perfectamente válido. Al igual que es perfectamente válido no tener hijos.
Dicho esto y viendo que cada vez hay más voces en contra de aumentar la natalidad (hoy en mínimos históricos), que casi no hay políticas que animen a los jóvenes a ser padres, y la sociedad parece que prefiere hacerle carantoñas a los perros, voy a dejar , espero, ideas para animar a los jóvenes a tener hijos y a los empresarios a contratar a madres, que son de valor incalculable para sus empresas.
Ganancia de jugadores
Cada hijo es único y siempre se es primeriza. Tener un hijo, o dos, o tres… es un aprendizaje continuo en el manejo de caracteres, frustraciones, euforias, voluntades… que debería computar como máster universitario en gestión de recursos humanos. Si bien cada edad tiene sus rasgos comunes, propios de la maduración y el crecimiento, la criaturita uno siempre será distinta a la criaturita dos, y no habrá adolescencias iguales, ni juventudes perfectas. Eso enriquece a todos: padres, hijos y hermanos.
La resiliencia, ese proceso de adaptarse bien a la adversidad, a un trauma, tragedia, amenaza, o fuentes de tensión significativa, en los padres tiene picos altísimos gracias a que los hijos son fuente inagotable de preocupaciones.
Precisamente saber priorizar algo preocupante es otra cualidad digna de reseñar en el currículo de una madre. Saber si hay que salir corriendo a coser o no una barbilla es una cualidad que se adquiere después de muchas caídas, betadines y curasanas.
A medida que una crece como madre aprecia más a su propia familia (sobro todo, la familia con alma mediterránea o raíz hispanoamericana). A sus padres; por la paciencia infinita que tuvieron, esa que con el tiempo acaba transformada en amor incondicional a los nietos, a sus hermanos; porque son aliados indiscutibles, ellos ayudan a seguir siendo hermano, hijo, en definitiva, uno mismo frente a los hijos, y en esas etapas de sordera selectiva que tienen los hijos, son una voz de referencia.
Pero lo mejor que tiene ser madre es que aprendes a amar por adelantado, te entregas a ciegas (que no es blandengue, ni cuchi cuchi) a ese ser que has procreado. Te involucras al cien por cien con él y eso no te resta, al revés, creces en paciencia, comprensión, generosidad, aprecias lo que tienes y soportas mejor los inconvenientes… en definitiva, uno mismo crece y mejora gracias a los hijos.
Tal vez lo más difícil del proceso sea amar su libertad. Éste será el último aprendizaje de todos. Educarlo y formarlo para que use bien esa libertad es probablemente aquello de lo que hoy muchos reniegan; porque es la tarea más difícil, larga, extenuante y a veces ingrata, que tiene la vida. Pero siempre compensa, porque si no, ya nos habríamos extinguido.
Cambiar el foco
Aunque ya se ha ganado y logrado mucho dentro de la administración y de la empresa privada, la sociedad debe ampliar su visión y ceder a las familias tiempo y medidas para tener hijos y poder educarlos bien.
Si se sigue sin ver la riqueza que aporta la maternidad y la paternidad a la sociedad, ésta siempre quedará coja y perpetuará este sistema social de renuncia, de culpa, de insatisfacción que no beneficia a nadie y que tiene a hombres y mujeres profundamente descontentos con hijos huérfanos en vida.
En este mundo occidental en el que el bienestar se logra a base de gasto hay que plantearse que el cuidado, el trabajo y la libertad de hacerlo todo compatible sea una realidad factible y no una quimera que quede en políticas que nunca vayan acompañadas de presupuestos. Fomentar la estabilidad de las familias, educar libremente a los hijos y valorar la maternidad como la gran riqueza que supone para la sociedad deberían estar en todas las agendas políticas de progreso.