Según UNODOC, Colombia alcanzó el máximo de área cultivada de coca, con un incremento del 43%, de 2020 a 2021, y produciendo 1.400 toneladas de clorhidrato de cocaína. En el Putumayo, uno de los departamentos donde se concentra la mayor cantidad de coca, varios grupos armados regulan con violencia los precios, ponen a las autoridades en su nómina y se convierten en tomadores de decisiones, mediadores, impartidores de justicia, organizadores de violencia, financiadores de campañas, entre otras actividades. Incluso, los nuevos actores violentos han llegado a amenazar a las personas que otrora lideraron el movimiento cocalero que exigía la sustitución voluntaria y el desarrollo rural y rechazaba la fumigación. Hoy la consigna no es sustitución, sino legalización.
En eso, el presidente Gustavo Petro marcó un hito en su discurso en las Naciones Unidas. Nadie duda de que la guerra contra las drogas ha fracasado en todas y cada una de sus versiones, duras y blandas. América Latina es hoy el continente más violento del mundo y ha sacrificado sus trayectorias de desarrollo para procurar detener en el origen el flujo de la economía más global de todas: El narcotráfico. Hasta ahí hay mucho de razón, y perseguir el narcotráfico no ha dado ningún resultado a mostrar. Sin embargo, en la decisión de no perseguirlo también hay varias variables que Colombia debe analizar desde la mejor evidencia disponible. El diablo está en los detalles.
En América Latina dos países han tomado decisiones similares en cuanto a no realizar una persecución activa en contra del narcotráfico. En el año 2006 Bolivia fue el primer país del continente en solicitar declarar la hoja de coca como lícita y desligarla de la producción de cocaína, apelando a su base social cocalera de Cochabamba y en el 2008 suspendió indefinidamente las actividades de la DEA en el país, acusándola de acciones poco transparentes. En el año 2017, el país había disminuido de 31.000 has. de coca sembrada a alrededor de 20.000, todo sin utilizar la violencia. Fuentes cercanas al gobierno de entonces señalan que nacionalizar la lucha contra el narcotráfico y separarla de la disminución de cultivos, sumada a la salida de la agencia norteamericana permitió que el Estado se concentrara en implementar la reforma agraria con mayor tranquilidad y permitir la producción de hoja de coca para uso interno, que ronda según la Unión Europea en aproximadamente 15.000 has.
México tiene otra trayectoria. Muchos analistas del narcotráfico y del crimen organizado señalaron que el inicio de la persecución activa contra el narcotráfico como un problema de orden público desencadenó una oleada de violencia que situó a México como uno de los países con la mayor tasa de homicidios del mundo. Manuel López Obrador, fiel a esta premisa, prometió en campaña “más abrazos, menos balazos” como estrategia y en 2019 declaró que el país estaba oficialmente fuera de la guerra contra las drogas. Mientras se disminuyeron los operativos policiales a gran escala, la seguridad conservó un enfoque militarizado. Mientras Colombia plantea fortalecer el control civil de la Policía, México quiere poner a la guardia nacional bajo el control del ministerio de defensa. Los escándalos de corrupción están a la orden del día, los homicidios llegan a 35.000 personas y los eventos de desaparición forzada llegan a 30.000 sólo en el mandato de López Obrador.
Las diferencias entre los dos modelos son muy evidentes, por supuesto. México tiene el control de gran parte de la comercialización de la cocaína y parte de la heroína y opiáceos en el mundo, pero no es ni de cerca un país cultivador o productor de base. Adicional a lo anterior, mientras Bolivia desmilitarizó por completo la lucha contra el narcotráfico, concentró sus esfuerzos en el desarrollo agrario, sin limitar la producción de hoja de coca, integrando la economía cocalera al desarrollo, México llevaba años permitiendo la participación de los sectores violentos del narcotráfico en la política, por lo que el peso del sector y del propio crimen organizado era prácticamente imposible de obviar.
Colombia tiene ambos mundos. Es un país productor de coca, pero los cultivos dependen cada vez menos de la economía campesina y tienden a tener un comportamiento más y más industrial. Tiene grupos armados que, al momento de legalizar la droga, bien podrían dedicarse a cualquier otro negocio, incluyendo la extorsión y la corrupción pública, y como en México, la clase política ha estado profundamente vinculada a la violencia y a diversos negocios ilegales. En el camino de la legalización de las drogas, el lobby colombiano puede ser inspirador, pero insuficiente y ciertamente lento. ¿Hay una respuesta que permita salir de esta encrucijada? La respuesta al problema de la coca parece estar más del lado del círculo virtuoso boliviano que combinó un desarrollo rural eficiente con una política de policía rural más cercana a los sindicatos y comunidades cocaleras que a las funciones militares. Sin embargo, si Colombia quiere una solución al problema de la violencia, es bueno mirar el caso mexicano y tal vez reconocer que la violencia organizada tiene menos que ver con el negocio y más con la política.