En un artículo de hace cuatro años, describiendo la mecánica de los poderes bajo la cual funciona nuestro país (similar en todo el mundo), incluía a los economistas que configuran el poder “técnico” como parte del engranaje entre el poder económico y el poder político. En resumen, el poder político termina siendo usado por el poder económico para que cuide y favorezca sus intereses y no deje que nada cambie radicalmente (el famoso reclamo del statu quo); ese uso puede ir incluso hasta la mayor de las corrupciones, que no es ilegal, en la que el poder político atenta contra el pueblo que lo elige para favorecer al poder económico: menores impuestos, barreras para su competencia, incentivos para sus negocios con dineros públicos, jugosos contratos direccionados, etcétera; en contraprestación, el poder económico le “suministra” dinero para sus campañas o “hacen negocios” entre ambos con dineros públicos con fachadas bien elaboradas. Una de las herramientas con las que cuentan para lograr todo esto es glamurosa, técnica, de alto perfil y muy bien concebida: ese poder técnico, que es nombrado por el poder político en altos cargos del Estado con el visto bueno del poder económico.
Los técnicos en teoría no se ensucian con la politiquería. De hecho, cuando se lanzan al ruedo de la política no logran tener éxito (Echeverry, Cárdenas, Gaviria). El problema surge cuando a la luz de los hechos, de la realidad tajante que vivimos y sin tratar de meterle atenuantes, surge la pregunta de cómo esos muy bien estudiados y preparados altos funcionarios técnicos del Estado, ese pequeño círculo que ha tenido la oportunidad de cambiar el curso de los resultados, no han servido para que la mayoría de los colombianos superen la pobreza, y que la desigualdad y la concentración de la riqueza no sean una de las peores características de nuestro país en comparación al mundo. Ellos se defienden y argumentan que ha habido estabilidad económica pese a la violencia permanente, al narcotráfico y a los vaivenes de la economía mundial.
En los últimos días, como se sabe, los tecnócratas han estado en el escenario por cuenta de la cerrada de filas del presidente con su gente afín. Una semana antes de nombrar en Planeación Nacional a un político sin perfil técnico, que dice que “le quedaron grande” las matemáticas en el colegio, siendo ese uno de los cargos reservados para la élite de tecnócratas, se despachó contra los economistas (y algunos abogados) que forman el pequeño grupo de determinadores de las políticas públicas, para preparar el camino y nombrar a personas sin perfil en cargos muy altos del Estado (tal vez ya lo había hecho con Ecopetrol, pero al parecer, no fue tan notorio). Y por eso hemos visto muchos artículos al respecto, con opiniones en todas las direcciones.
De todo lo publicado reluce la investigación y análisis (no opinión) de Jenny Pearce (profesora de la London School of Economics) y Juan David Velasco (profesor de la Universidad Javeriana) publicada en la Silla Vacía y posteriormente entrevistados en A fondo de Maria Jimena Duzán. Muy reveladora. Haré una síntesis intentando no dañar la lectura o escucha obligada de estas referencias.
Dicen los investigadores que desde 1991 a 2023, la tecnocracia ha sido compuesta por 61 personas blancas, 86% hombres, 78% economistas de la Universidad de los Andes, 77% bogotanos, 93% con estudios de alto nivel (PhD) en el extranjero en prestigiosas universidades de EEUU y UK, con, 48% has sido profesores en Uniandes, 54% trabajó en entidades financieras multilaterales como el Banco Mundial y el BID, 71% trabajaron en Fedesarrollo o el Cede (Centro de estudios de economía de la Universidad de los Andes), que han pasado por los puestos más importantes del alto gobierno nacional: la dirección del Departamento Nacional de Planeación, los gerentes y miembros de la junta del Banco de la República, la presidencia de Ecopetrol y por supuesto, el Ministerio de Hacienda. Se les achaca desconocimiento del país, de lo social, por estar mirando más a lo que está pasando afuera que en su propio país, y ser de escritorio.
Han sido reformistas moderados, adeptos al gradualismo o al incrementalismo: no reformas a gran escala, no estructurales, no duraderas; han sido proclives a mantener el statu quo, afín a la derecha o mínimo a la centro derecha, y han mostrado su inconformismo con la izquierda, siendo ahora fuertes cuestionadores de las reformas que intenta el presidente Petro, a las que usualmente las califican de populistas y peligrosas. Por supuesto, son de postura conservadora, aunque algunos se digan liberales. Este perfil mayoritario lleva a los investigadores a concluir que ha habido unidad de pensamiento (de ideología) proveniente de la misma escuela o tipo de escuela, y como, salvo el periodo de Samper que fue de centro izquierda, los regímenes que hemos tenido son de derecha, esa ideología de derecha no ha tenido competencia de ideas que es fundamental en una democracia.
Muy importante el análisis de cómo, en un gobierno de tecnócratas como el de Santos, se hace una gran reforma (proveniente de la política), la de la paz, pero su implementación no logra financiarse ni en el 20%. Concluyen que esto se debe a la teoría de Collier del Banco Mundial, que sostiene que la violencia es causada por la codicia y la búsqueda de rentas; en su verificación encuentran que, independientemente de lo codiciosos que puedan ser los actores en conflicto, las zonas donde se despliegan corresponden a las de más pobreza monetaria y multidimensional, lo cual induce a pensar que esa ortodoxia ha imposibilitado terminar el conflicto armado al no lograr la financiación de los acuerdos que logren la paz, permitiendo que se recicle permanentemente la violencia con nuevos actores.
A Juan Carlos Echeverry, que defiende en la Silla Vacía avances en lo social debidos a los tecnócratas, le señalan que las reformas sociales que cita, lo mismo que Carlos Caballero, como familias en acción (orígenes de la red de solidaridad social) y del Sisbén, que sucedieron durante la administración Samper, tuvieron su mayor auge como política social durante el gobierno Uribe, pero porque un político profesional presidía la agencia Acción Social (Luis Alfonso Hoyos), y porque la Corte Constitucional obligó al gobierno a llevar a cabo el programa social para víctimas del conflicto armado; no fueron originadas por la tecnocracia.
Por último, señalan que, aunque desprecian el populismo, sí negocian acuerdos y transacciones con los políticos sobre los fondos para el clientelismo y los han legitimado como un mecanismo de redistribución y de acceso de los pobres al Estado. De paso, puede agregarse, que se han hecho los de la vista gorda con la corrupción en estos procesos, que se conocen vox populi. La lucha contra corrupción no ha estado en la mira de quienes diseñan las políticas públicas, por consecuencia, siendo lo más grave que nos afecta crecientemente en las últimas tres décadas.
Aunque se reconozca la estabilidad económica lograda, y la importancia de tener una tecnocracia vibrante para la administración del Estado y para el diseño de políticas públicas, como se ve, hay fuertes cuestionamientos, pero sobre todo por los malos resultados, que apuntan a la concentración de la riqueza mientras la mayoría permanecen pobres. Qué bueno sería que, en aras de un país mejor, hicieran un profundo acto reflexivo y no se defendieran sino que usaran ese esfuerzo para empezar a trabajar por unos mejores resultados sociales para el país que tanto los ha admirado, tal vez, injustificadamente.