Se ha discutido mucho sobre la necesidad de poner la educación en el centro de la agenda de desarrollo. Por ello, el hundimiento de la reforma educativa es una mala noticia para el país. Claramente, era preferible que se hundiera tras los “micos” que le introdujeron en la comisión primera del Senado. Sin embargo, es una tragedia que el país se quede en esta legislatura sin una agenda de transformación en uno de los sectores más estratégicos y necesitados de cambios.
La calidad del sistema educativo colombiano es una de las más bajas del mundo. Nuestros estudiantes obtienen resultados deficientes en todas las pruebas internacionales, sin que la tendencia muestre mejoría a lo largo de los años. Más grave aún es que son los estudiantes de más bajos recursos económicos quienes tienen peores niveles de desempeño, profundizando las graves desigualdades sociales que vive el país.
Aquí radica la discusión central. El proyecto se hundió por las diferencias en cuanto al rol del Estado en la financiación y promoción de la educación privada y pública. El modelo actual ha incentivado el aumento de cobertura en la educación pública sin un respaldo financiero que permita mejorar su calidad. Mientras tanto, las políticas públicas de gobiernos anteriores privilegiaron la transferencia de recursos a la educación privada a través de préstamos. La reforma que se hundió mantenía la misma receta fallida.
En un mundo con cambios cada vez más acelerados y con herramientas digitales cada vez más potentes, la educación ciertamente no podrá ser la misma que tuvimos en el siglo XX. La inteligencia artificial pondrá a disposición de cada persona un asistente educativo personalizado para acompañar sus procesos de aprendizaje. Colombia no puede permitir que el modelo educativo siga rezagado por los intereses de unas élites que lo usan para mantener las brechas sociales. Democratizar la educación y el conocimiento debe convertirse en el principal objetivo de la próxima legislatura.