Por estas festividades somos especialmente alegres y optimistas. Es parte de nuestra cultura tender hacia el optimismo, porque dicho de la manera inversa, el pesimismo está mal recibido. Las personas pesimistas se consideran indeseables, generalmente hablando. Nos gustan las personas que contestan “bien y mejorando”, porque le imprimen a todo un sentido de positivismo, que no obstante no tengan ningún fundamento, sirven mucho para anestesiar la desesperanza que causa la realidad aplastante en que vivimos, y con la que es mejor hacerse los “locos” porque sentimos que no podemos, o incluso, porque no queremos manejar y menos ver cómo podemos mejorar.
Parte de esto explica cómo en la inundación causada por el fuerte invierno en Istmina, Chocó, su gente salió a bailar entre el agua como forma de “afrontar la desgracia” para citar un ejemplo emblemático, pero de estos hay miles de ejemplos más a lo largo y ancho del país, ante desgracias cotidianas y no necesariamente solo ante desgracias puntuales. Muchas veces nos han asaltado los medios con que somos el país más feliz del mundo, pero citando mejores fuentes, el año pasado ocupamos el puesto 43 en el ranking publicado por Gallup (La República, 2019) y el 8 en América Latina, que refleja mejor nuestra situación frente al bienestar, entendiendo que la felicidad no se trata de ser solamente alegres, sino que es un concepto más integral que contempla todos los motivos estructurales por los cuales sentirse alegres, y no solamente “porque así somos”.
Cuando se le mete polarización política a estos comportamientos sociales, el asunto deriva en que los pobres quisieran abrazar el comunismo porque no quieren hacer nada y quieren vivir del Estado. También hay análisis en contrario como el del periodista Ragendorfer (argentino, citado en muchos medios, 2019) que afirma que “el invento más eficaz del capitalismo es la fabricación de pobres de derecha”. La realidad es que hay parte de nuestra gente que no quiere trabajar, y que la pereza vence sus deseos de superación, o ni siquiera los tiene en cuenta. De hecho es posible extender el análisis a todo el país, si se miran sus precarios resultados colectivos, al que se le puede atribuir que sus habitantes no tenemos el empuje necesario para ser un país desarrollado, competitivo y con niveles de vida muy superiores, como a los que han llegado los países del llamado primer mundo. A todos nos afecta en más o menos medida aquello de que la situación nos abruma y es mejor hacer sólo lo que consideramos buenamente posible hasta donde alcanza el esfuerzo personal. No el colectivo, que es por supuesto bastante más complejo y difícil.
Hemos sido reforzados desde el inicio de la colonización del territorio y mental con un catolicismo que condenaba a la gente exitosa combinado perfectamente con una plutocracia que sacaba un destilado provecho de tal ideologización, reforzada por la ignorancia generalizada institucionalizada desde el Congreso de Cúcuta en 1821 en que el Estado se desentendió de la educación de la gente. Lo que estamos obteniendo en Colombia es un nivel de vida muy bajo, gente pobre sin mayor esperanza de salir de la bien llamada trampa de la pobreza, mala competitividad generalizada que no permite visualizar una redención por esa vía, y como resultado, una vida desesperanzadora; para completar el cuadro, nuestros ricos no obtienen el nivel de bienestar que pudieran si estuvieran rodeados de una sociedad más próspera. Contaminados completamente por la corrupción, grande y pequeña, pública y privada, que hace que todo lo anterior sea más acentuado y de la cual no vemos como salir; unos poquísimos se lucran de ella, y son los más exitosos que incluso nos ponen de ejemplo soterradamente para alimentar nuestro sesgo de confirmación y no podamos reconocer con nitidez la situación generalizada.
Un artículo de Jorge Téllez (El Espectador, 2015) hablaba de la deuda de los economistas, que nos han trasplantado modelo foráneos puestos en ejecución en países muy diferentes al nuestro, agravando una economía enferma de inequidad e injusticia como la nuestra y afirmaba que aquí se requería como nunca antes de una cirugía de fondo. Aquí tenemos no solo la deuda de los economistas, sino la deuda de todos aquellos que han estado en la dirigencia económica, política y social en el país. A ellos les ha ido bien, relativamente hablando, aunque al país le haya ido muy mal. Y se requieren cirugías de fondo múltiples, empezando por la erradicación de la corrupción.
Para no llamarnos a engaños, las cirugías de fondo no se pueden lograr con regímenes autoritarios, que quitan unos males y profundizan otros peores, y terminan con situaciones aún mas complejas para la colectividad. La única cirugía posible de fondo tendremos que hacerla lentamente a través de la participación democrática, interesándonos por la política, erradicando la corrupción de nuestras vidas en todas sus formas, y eligiendo dirigentes políticos a prueba de corrupción y menos por sus supuestos pergaminos políticos, y ¡nunca! por el simple hecho de ser hijo de un pasado político.
Sería una verdadera felicidad si al menos pudiéramos estar visualizando cómo llegar a esa senda de mejora, aunque la cirugía dure una década o más. Ya no sería una felicidad triste, efímera, porque tendríamos una genuina esperanza en medio de las dificultades severas en que vivimos. Aun así, feliz fin de año, y que estemos alegres y festejemos, pero que no olvidemos trabajar con fortaleza por una mejor vida colectiva en el 2021.