Ir al contenido principal

Horarios de atención

De lunes a viernes:
8:00 AM – 5:00 PM

Whatsapp: (+57) 317 599 0862
Teléfono: (+57) 313 7845820
Email: [email protected]

Confidencial Noticias 2025

Etiqueta: Luis Emil Sanabria

¿Ha degenerado el conflicto armado interno en sólo criminalidad organizada?

El conflicto político armado entre la institucionalidad colombiana y los sectores que optaron por la insurgencia o la resistencia armada, como vía para cambiar al Estado, pareciera estar llegando a su fin. Más de 60 años de confrontación, han agotado generaciones enteras de luchadores sociales o políticos que optaron por la equivocación de la guerra, mientras la institucionalidad degradó el conflicto con acciones genocidas practicadas por cuerpos francos paramilitares y otras formas violentas de daño a los insurgentes y a la población civil afectada.

Luego del acuerdo con las ex-FARC, los grupos que no se acogieron a ese acuerdo, los entrampados por el incumplimiento y las guerrillas del ELN, no han podido convencer al pueblo colombiano de que aún persiguen ideales de cambio social, de transformación política y menos que estarían interesados en abandonar las violencias y sus consecuencias sobre los territorios afectados, para pactar una solución negociada que fortalezca los cimientos de una paz duradera y culmine con la dejación de armas.

 

Por largos periodos se muestran más interesados en comportarse como señores de la guerra, enseñoreados en los territorios y sobre las gentes. No parecieran encontrar salidas en los fundamentos políticos de un acuerdo de paz y se aferran a los fierros convirtiendo un instrumento de guerra, en un objetivo en sí mismo. Creen demostrar algún nivel de poder frente al Estado y se disputan procederes de delincuencia común con las llamadas bandas criminales que son ahora el gran motivador de los repartos territoriales y de las rutas del narcotráfico, entre otras.

El Derecho Internacional Humanitario (DIH) reconoce que, en el contexto de un conflicto armado no internacional, los actores pueden tener motivaciones políticas legítimas, lo que habilita los diálogos y negociaciones como vía para la resolución del conflicto; sin embargo, este reconocimiento no es absoluto. Para que un Grupo Armado Organizado sea considerado como una fuerza política con legitimidad para negociar, su comportamiento debe ajustarse a normas básicas del DIH, como la protección de civiles, el respeto por los bienes indispensables para la supervivencia de la población y la no utilización de métodos de combate prohibidos.

El derecho a la rebelión, consagrado en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, establece que los pueblos tienen derecho a levantarse contra la opresión cuando no existen vías democráticas para el cambio. Aunque nuestra democracia sigue teniendo serias imperfecciones, como que la participación ciudadana con poder decisión no ha adquirido el reconocimiento necesario; no se garantiza el goce pleno de los Derechos Humanos; se reportan altas tasas de pobreza monetaria y multidimensional; esto no significa que todos los canales democráticos estén cerrados.

El conflicto armado en Colombia, que durante décadas tuvo un claro componente político desde la rebelión insurgente, sigue transitando hacia una dinámica donde predominan los intereses económicos y criminales. Adicionalmente, las estrategias desarrolladas o manifestadas por los grupos guerrilleros no contemplan con claridad una ruta política y social más o menos coherente con su desempeño territorial, para transformar estas realidades. Si esto es cierto y los grupos siguen empecinados en continuar por la ruta de la lumpenización, se generarían grandes desafíos para la sociedad colombiana, los gobiernos y el Estado.

Los diálogos con actores armados deben mantenerse e incentivarse, pues siempre serán la mejor vía, y tal vez la única, para cerrar el ciclo de violencia armada. Será necesario e igual de importante, debilitar el negocio ilegal de la cocaína y los precursores, mejorar los programas de sustitución de cultivos de coca, insistir en la legalización del comercio del alcaloide, y combatir la minería ilegal mientras se fomenta la formalización de la minería ancestral y tradicional con un esquema que recupere la comercialización exclusiva del oro para el Estado.

Se requiere un nuevo modelo institucional en el territorio, que integre la persecución de las estructuras delincuenciales, cero tolerancia a la corrupción, el fortalecimiento de la organización social, la movilización y la participación ciudadana, y el desarrollo de procesos basados en la equidad, la justicia social y la democracia. Solo así podrá emerger y consolidarse el Estado en los territorios históricamente marginados. El nuevo acto legislativo para el Sistema General de Participación y la Ley de Competencias son una oportunidad significativa para avanzar en este propósito, siempre y cuando se promueva la planeación participativa y el control social.

Luis Emil Sanabria D

Derechos humanos ¿un Gobierno a la altura del reto?

La historia reciente de Colombia está marcada por la valentía de sus lideresas y líderes sociales y defensores de derechos humanos, quienes, a pesar de las amenazas y la violencia sistemática, continúan alzando sus voces en defensa de las comunidades más vulnerables y del medio ambiente; Sin embargo, la respuesta del Estado colombiano y del Gobierno Nacional a esta crisis ha sido, en el mejor de los casos, insuficiente y, en el peor, negligente.

El 29 de noviembre pasado, las Plataformas de Derechos Humanos, junto a organizaciones sociales y procesos autónomos de la Mesa Nacional de Garantías, expresaron su profundo rechazo a la falta de voluntad política que ha llevado al aplazamiento de la sesión convocada de dicha Mesa. Este hecho que se ha repetido en dos ocasiones no es aislado; refleja un patrón de desidia y de evasión de responsabilidades por parte de altos funcionarios como el Consejero Comisionado de Paz, el Ministro del Interior y la Procuradora General de la Nación.

 

El contexto es alarmante. Según cifras de Indepaz, en lo que va del año, se han registrado 69 masacres en Colombia, dejando un saldo de más de 243 víctimas, muchas de ellas líderes sociales y defensoras de derechos humanos. Además, organizaciones internacionales como Human Rights Watch y la CIDH han señalado un aumento en las agresiones a defensores, con más de 170 asesinatos reportados en 2024. Esta realidad es el reflejo de un estado de cosas inconstitucional declarado por la Corte Constitucional en la sentencia SU-546 de 2023, debido a la grave y generalizada violación de los derechos humanos de las personas defensoras, y de líderes y lideresas sociales.

Pese a la gravedad de esta situación, desde julio de este año, cuando se llevó a cabo la única sesión de la Mesa Nacional de Garantías realizada durante el mandato del Presidente Petro, el Gobierno Nacional no ha mostrado interés en dar continuidad a este espacio de concertación, violando la periodicidad trimestral ordenada por la Corte. Este incumplimiento no solo desacata una decisión judicial, sino que desconoce las recomendaciones de organismos internacionales como el Relator de la ONU para los Derechos Humanos.

La Procuraduría General de la Nación y la Defensoría del Pueblo, organismos clave en la garantía de derechos, han mostrado graves deficiencias. Mientras la Procuraduría limita su actuación a casos documentales, la Defensoría, en regiones como Huila y Risaralda, aún no cumple con su rol como Secretaría Técnica del proceso de garantías. Estas falencias son inadmisibles cuando las vidas de cientos de personas defensoras de derechos humanos, ambientalistas y constructoras de paz, están en riesgo.

El Gobierno Nacional, que ha impulsado la política de “paz total” como bandera de su gestión, ha demostrado una incoherencia preocupante. La ausencia del Consejero Comisionado de Paz y del Ministro del Interior en la sesión de la Mesa Nacional de Garantías refleja un desinterés en evaluar los impactos de esta política en la protección de líderes y lideresas sociales y de sus organizaciones. La paz no puede construirse sobre la indiferencia hacia quienes trabajan en los territorios más afectados por el conflicto y hacia quienes desde las redes, plataformas, organizaciones sociales, rodean y respaldan esta labor.

El Gobierno del Presidente Gustavo Petro llegó al poder con la promesa de transformar la relación entre el Estado y los movimientos sociales; sin embargo, su gestión ha perpetuado prácticas de exclusión, instrumentalización y desarticulación que obstaculizan la construcción de políticas efectivas de protección. El movimiento social exige garantías a la vida y a la permanencia en el territorio. La comunidad internacional, representada por el Sistema de Naciones Unidas, ha mostrado su apoyo al Proceso Nacional de Garantías, pero es responsabilidad del Gobierno Nacional garantizar la vida y seguridad de sus ciudadanos.

Los puntos propuestos por las organizaciones para transformar el modelo de protección —como la implementación de medidas de prevención, el fortalecimiento de programas de protección colectiva y la rendición de cuentas de los agentes estatales— son esenciales para evitar una crisis humanitaria aún mayor. El mensaje de las organizaciones sociales es claro y el tiempo se agota. La convocatoria inmediata de la Mesa Nacional de Garantías y la presencia de los altos funcionarios del Estado no son negociables; son una obligación legal y moral.  

Si el Gobierno Nacional sigue ignorando este clamor, no solo estará fallando en su deber, sino que se convertirá en cómplice de las tragedias que podrían evitarse. Colombia no puede permitirse un Estado ausente en momentos de crisis. Es hora de que el Gobierno Nacional asuma su responsabilidad y dé pasos concretos hacia la construcción participativa de políticas, que nos permitan avanzar hacia un país donde defender derechos y construir paz no sea una sentencia de muerte.

Luis Emil Sanabria D.

Pobreza y Exclusión Social en Colombia: Desafíos y Respuestas del Gobierno Petro

La pobreza y la exclusión social son problemas profundos que afectan gravemente a Colombia, un país que, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, se encuentra entre las sociedades más desiguales del mundo. Una proporción significativa de la población enfrenta condiciones de pobreza extrema, pobreza monetaria o vulnerabilidad, lo que exige soluciones integrales y sostenibles.

En Colombia, la pobreza no se limita a la falta de recursos económicos. Este fenómeno, de naturaleza multidimensional, abarca factores como el acceso limitado a servicios básicos, la desigualdad estructural y la exclusión histórica. Las comunidades rurales y los cinturones de miseria en las ciudades enfrentan desafíos especialmente graves, como la carencia de infraestructura esencial y la exclusión de servicios fundamentales. En regiones como Guainía, Chocó y La Guajira, por ejemplo, los niveles de acceso al agua potable en áreas rurales son alarmantemente bajos.

 

La discriminación estructural hacia comunidades indígenas y afrodescendientes, así como el desplazamiento forzado, agravan estas problemáticas. Estas situaciones evidencian la complejidad de la pobreza y subrayan la necesidad de acciones inmediatas, coordinadas y de largo alcance. La reconstrucción del contrato social, un acuerdo nacional y el desarrollo de políticas sostenibles que trasciendan los ciclos políticos son pasos inaplazables.

El gobierno de Gustavo Petro ha puesto en marcha diversas iniciativas con el objetivo de combatir la pobreza y la exclusión social, priorizando a las poblaciones más vulnerables. Se destaca en esta ruta, la creación del Ministerio de la Igualdad y la Equidad, liderado por la vicepresidenta Francia Márquez, que busca atender a mujeres, niños, adolescentes, comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinos. Aunque enfrenta limitaciones administrativas, esta institución tiene el potencial de convertirse en un articulador clave para la inclusión social.

Otro esfuerzo relevante ha sido la implementación de la Reforma Rural Integral, en línea con los acuerdos de paz de 2016. Esta política pretende redistribuir tierras a comunidades rurales y fortalecer sus capacidades productivas, técnicas y comerciales. El gobierno ha reportado la formalización de miles de hectáreas, aunque persisten desafíos debido a la resistencia política y económica en diversas regiones.

Las transferencias monetarias han sido un pilar fundamental para apoyar a las familias más empobrecidas, garantizando ingresos básicos y promoviendo la educación y la formalización laboral. Programas como «Jóvenes en Paz» están diseñados para ofrecer a la juventud en riesgo oportunidades de desarrollo que los alejan de entornos de violencia o informalidad.

La administración Petro también ha impulsado políticas de transición energética, con el objetivo de reducir la dependencia de combustibles fósiles y fomentar el uso de energías renovables. Este enfoque busca no solo mitigar los efectos del cambio climático, sino también abordar las desigualdades que exacerban fenómenos como las sequías y los desastres naturales.

Entre 2022 y 2024, el gobierno informó avances significativos en la lucha contra la pobreza. Más de 338.000 personas superaron la pobreza multidimensional y 1,6 millones salieron de la pobreza monetaria. Sin embargo, la sostenibilidad de estos logros depende de superar obstáculos como la corrupción, la oposición política y las limitaciones estatales en regiones vulnerables.

La construcción de una sociedad más equitativa en Colombia exige fortalecer la cohesión social, mejorar la eficacia en la implementación de políticas y garantizar la inclusión en todos los niveles. Aunque el camino es largo y desafiante, las estrategias sostenibles pueden abrir paso hacia un futuro en paz, más justo y digno.

Luis Emil Sanabria D.

Contracultura y violencia simbólica en Colombia

En los últimos meses, hemos visto y escuchado varios hechos en Colombia que parecieran no tener relación alguna, sin embargo, pero que en el fondo refleja una preocupante tendencia cultural que obstaculiza la reconciliación, los valores democráticos y la convivencia pacífica en nuestro país. Me refiero a las declaraciones del congresista Miguel Polo en contra de las atribuladas madres de Soacha, la controversia generada por la canción +57 y la venta indiscriminada de juguetes bélicos. Juntos, estos hechos revelan patrón que perpetúa una contracultura violenta, que no solo divide a la sociedad sino que también obstaculiza el proceso de construcción de una paz estable.

Las Madres de Soacha son un simbólico de la lucha por la verdad, justicia y la reparación en Colombia. Posterior a los denominados falsos positivos, sus voces salieron al escenario público y con ellas años de demanda del esclarecimiento de los asesinatos de sus hijos a manos de las fuerzas militares. Estas valiente mujeres han sido blanco de ataques verbales por parte de voceros de diferentes sectores y últimamente por parte del congresista Miguel Polo Polo, quien destruyó una simbología artística instalada en la plaza Núñez.

 

Estas declaraciones son más que un simple ataque verbal; representan una agresión directa que busca silenciar y deslegitimar a quienes, desde la resistencia pacífica, exigen justicia. Este tipo de discursos no solo revictimiza a las Madres de Soacha, sino que también envía un mensaje peligroso a la sociedad. Quienes defienden los derechos humanos pueden ser atacados públicamente sin consecuencias, en un país donde la violencia ha sido una constante histórica. Es innegable que este tipo de acciones normalizan las violencias y la polarización.

Por otro lado, la polémica reciente desatada en torno a la canción +57 ejemplifican cómo los contenidos culturales pueden promover valores contrarios a la convivencia pacífica y al respeto por los derechos humanos. Aunque el reguetón ha sido tradicionalmente criticado por su lenguaje y mensajes, esta canción va un paso más allá al utilizar letras que glorifican la violencia, el narcotráfico y la misoginia. El hecho de que este tipo de música sea popular entre los jóvenes refleja una crisis de valores en nuestra sociedad, donde la vida del «matón», del “todo vale” y el «narcotraficante» es vista como una aspiración legítima.

Si bien el arte y la música son manifestaciones válidas de creatividad, no se debe pasar por alto su influencia en la formación de valores, particularmente entre los y las jóvenes. La amplia difusión de contenidos que trivializan la violencia e insensibilizan ante la anomia y la ilegalidad afianzan más estos comportamientos, obstruyendo los esfuerzos  por construir una cultura de paz y respeto en el país.

La venta de juguetes bélicos en Colombia es un tema que ha pasado desapercibido durante años, a pesar de existir la Ley 18 desde 1990, que prohíbe la fabricación, importación, distribución, venta y uso de juguetes bélicos en todo el Territorio Nacional. Armas de juguetes, granadas y pistolas plásticas se venden libremente en las tiendas y se promocionan como regalos «divertidos» para los niños. Sin embargo, a pesar de que muchos los tuvimos en nuestra infancia, estos juguetes no son inocentes, inculcan en los más pequeños la idea de que la violencia es un juego, una forma aceptable de resolver conflictos y alcanzar objetivos.

Si queremos avanzar hacia una sociedad más pacífica, es imperativo cuestionar el tipo de valores que se están transmitiendo desde la infancia. Permitir que los niños se diviertan simulando actos de violencia no solo desensibiliza frente a la realidad de un país que ha sufrido las consecuencias de la violencia armada, sino que también perpetúa culturas patriarcales y la mentalidad de «el fin justifica los medios».

La violencia no se manifiesta únicamente en el uso de armas o la agresión física; también se expresa a través de discursos, símbolos y prácticas culturales que promueven el desprecio por la vida, la justicia y los derechos de los demás. Cuando las voces de quienes defienden la paz son acalladas, cuando la música glorifica la ilegalidad y cuando los niños son educados para jugar a la guerra, estamos alimentando un ciclo de violencia que se torna difícil de romper.

Colombia tiene la oportunidad histórica de construir una sociedad más justa y en paz, pero para lograrlo, debemos desterrar la violencia de nuestras prácticas cotidianas, discursos y símbolos culturales. Este cambio no se logrará únicamente a través de políticas públicas, sino que requiere un esfuerzo conjunto de la sociedad civil, los medios de comunicación, el sistema educativo y la familia.

No podemos permitir que la contracultura que celebre la violencia siga ganando terreno. Es hora de dar un paso firme hacia la reconciliación, y esto solo será posible si empezamos a transformar nuestra cultura desde la raíz. La paz no se decreta; se teje día a día con acciones concretas, con palabras que sanan y con una educación que fomente el respeto por la vida.

Luis Emil Sanabria

Sistema General de Participación ¿sin democracia directa?

En medio de un panorama social y económico complejo, la aprobación en el Senado del acto legislativo que modifica el Sistema General de Participaciones (SGP), incrementando el porcentaje de transferencias de la Nación a los entes territoriales del 21 % al 39,5 %, y que deberá seguir su curso en la Cámara de Representantes, representar una oportunidad histórica para la sociedad colombiana. Esta iniciativa no solo busca fortalecer la capacidad financiera de los entes territoriales, sino que, en un contexto más amplio, puede constituirse en la base para la construcción de una verdadera autonomía territorial, esencial para el desarrollo integral del país.

Durante más de veinte años, los entes territoriales han estado limitados por un sistema de distribución centralizado y restrictivo que no siempre responde a sus particularidades sociales, económicas y geográficas. Esta nueva ley, por lo tanto, marca un cambio hacia una visión de gestión pública más equitativa y sensible a las necesidades locales, en la que el bienestar de cada comunidad, y no solo el desarrollo de las grandes ciudades, sea el motor de las políticas públicas.

 

Para lograr que el impacto de esta iniciativa sea efectivo, resulta urgente avanzar en la formulación de una Ley de Competencias de los entes territoriales y una Reforma Política que haga del constituyente primario el actor fundamental en la planeación y la vigilancia de los recursos públicos. El aumento de transferencias, contemplado en el nuevo SGP, permitirá que las comunidades representadas en los entes territoriales cuenten con mayores recursos para responder a sus necesidades específicas y a su visión de desarrollo, sin depender exclusivamente de las oficinas centrales de las entidades nacionales.

Sin embargo, es preciso tener en cuenta que el aumento de las transferencias de forma progresiva, como lo plantea el acto legislativo, y la definición legal de las competencias de los entes territoriales —ya sean municipios, departamentos, entidades territoriales indígenas o consejos comunitarios afrodescendientes, que también deberán fortalecerse en su autonomía y gobierno propio—, no garantizan por sí solos que los recursos impacten positivamente la vida de las personas tradicionalmente empobrecidas y vulneradas.

Para lograr una verdadera transformación territorial y el fortalecimiento de la democracia en Colombia, es necesario que el nuevo Sistema General de Participaciones y la Ley de Competencias vayan de la mano de una Reforma Política que permita dar protagonismo al constituyente primario, es decir, al pueblo. La ciudadanía debe tener un rol protagónico en las decisiones que les competen, y esto puede ser posible si se habilitan mecanismos democráticos que permitan intervenir directamente en la planeación, gestión, vigilancia y evaluación estratégica de las políticas a corto, mediano y largo plazo.

Desarrollar mecanismos asamblearios periódicos de carácter democrático, en los cuales deberán interactuar las diversas expresiones de la sociedad, se convierte en una necesidad central para dinamizar el diálogo y facilitar una identificación prospectiva del desarrollo y la permanencia en el territorio. Con recursos disponibles y un control efectivo de la corrupción, la población en los entes territoriales podrá atreverse a ordenar su territorio alrededor del agua, proteger el medio ambiente y construir una educación pertinente a sus propias necesidades y oportunidades.

Aumentar las transferencias progresivamente, definir las competencias de los entes territoriales, fortalecer la democracia directa y el poder de decisión de la ciudadanía son elementos constitutivos de una misma ruta para superar la corrupción y la exclusión social, comunitaria, territorial, política y económica, consolidando así los derechos y deberes del constituyente primario. La salud, la generación de ingresos, el agua potable, la energía limpia, las tecnologías de la información y las comunicaciones, la vivienda y la recreación dejarán de ser un sueño, y de los territorios emergerá un Estado legítimo capaz de proteger los derechos humanos.

La sociedad colombiana, el Gobierno Nacional, las entidades estatales, la academia, las organizaciones sociales, los partidos políticos y el Congreso de la República, entre otros actores, cuentan con valiosas experiencias como las asambleas territoriales constituyentes, los programas de desarrollo y paz, las mesas de diálogo para superar la violencia armada, los diálogos territoriales, los mecanismos de participación acordados con las guerrillas y los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial. Estas experiencias ofrecen una oportunidad para consolidar una propuesta que garantiza que la soberanía resida exclusivamente en el pueblo (art. 3° de la Constitución Política Nacional), promoviendo así la paz territorial y la reconciliación nacional.

Luis Emil Sanabria D.

Luchas sociales, asesinatos de ambientalistas y la COP16

La celebración de la COP16 en Colombia este año pone al país en el centro de la agenda climática global, destacando sus ricos recursos naturales y la importancia de su biodiversidad para el equilibrio climático mundial. Sin embargo, detrás del foro internacional, donde se discuten estrategias para mitigar el cambio climático, persiste una serie de problemáticas nacionales que reflejan una intersección crítica entre las luchas ambientales y los conflictos sociales y políticos.

El paro de mineros y mineras tradicionales y artesanales en Colombia es un grito por justicia, no solo laboral, sino también ambiental y empresarial. Los mineros tradicionales y artesanales, que en su mayoría practican la minería de subsistencia, se enfrentan a la debilidad en las regulaciones que les permitan ejercer su trabajo de forma legal y segura, al estigma de ser considerados destructores del medio ambiente, a la extorsión y al despojo de sus empresas por parte de grupos armados ilegales.

 

A diferencia de las grandes compañías mineras, que suelen actuar con impunidad, los pequeños mineros son criminalizados por sus prácticas, sin contar con un apoyo adecuado para la transición hacia técnicas más sostenibles. El gobierno nacional debe profundizar la ruta iniciada de formalización y hacer posible que la minería artesanal y ancestral juegue un papel crucial en la adopción de prácticas mineras menos nocivas para el medio ambiente.

Los páramos son ecosistemas esenciales para la regulación del agua y la preservación de la biodiversidad; no obstante, los campesinos que habitan estas zonas se enfrentan a una disyuntiva: seguir en la actividad agropecuaria a pequeña escala para sobrevivir o ser desplazados debido a la necesidad de la conservación ambiental. Aunque los páramos están protegidos por ley, la realidad es que las comunidades rurales en estas áreas carecen de alternativas económicas sostenibles.

Las restricciones, aunque necesarias, impuestas unilateralmente, sin un enfoque participativo, solo generan tensiones y conflictos que terminan afectando tanto a las personas como al medio ambiente. La creación de programas de sustitución de actividades económicas y el apoyo directo a estas comunidades es esencial para garantizar una protección efectiva de los páramos.

Colombia sigue siendo uno de los países más peligrosos para las y los defensores del medio ambiente. Indígenas, afrodescendientes, campesinos y activistas que luchan por la protección de sus territorios y recursos naturales son asesinados de manera sistemática. La COP16, que promueve el diálogo global sobre el cambio climático, debe también ser una plataforma para visibilizar este problema y exigir medidas de protección para quienes arriesgan sus vidas defendiendo el medio ambiente.

Estos asesinatos son el reflejo de una lucha de poder entre intereses económicos, como la gran minería, la minería ilegal, esta última ligada al lavado de activos y la financiación de grupos armados, la deforestación y las comunidades indefensas que buscan preservar sus territorios. Sin justicia para los defensores del medio ambiente, cualquier esfuerzo por mitigar el cambio climático será insuficiente. La protección de los recursos naturales está intrínsecamente ligada a la protección de quienes los cuidan y al cambio del modelo depredador que destruye zonas estratégicas, como el nudo de Paramillo, cuyas maderas sustraídas ilegalmente terminaron usándose en el programa de reconstrucción de Providencia.

Recientemente, ha salido a la luz la compra ilegal del software de espionaje Pegasus al Estado de Israel, al parecer por parte de sectores del Estado en Colombia, lo que plantea serias preguntas sobre el respeto a los derechos humanos y la democracia en el país. Este programa, que se ha utilizado para espiar a activistas, periodistas y líderes sociales, también tiene implicaciones directas en la lucha ambiental. El posible espionaje a defensores y defensoras del medio ambiente a través de Pegasus no solo sería una grave violación de sus derechos fundamentales, sino también una estrategia de intimidación para desmotivar a quienes luchan contra proyectos extractivos destructivos.

La COP16 en Colombia debe ser mucho más que un evento internacional centrado en la reducción de emisiones y la conservación de la biodiversidad. Para que las políticas climáticas globales sean efectivas, es crucial que se aborden las luchas sociales y políticas que se desarrollan en paralelo. Colombia tiene la oportunidad, como anfitriona de la COP16, de liderar un cambio hacia un modelo de sostenibilidad que no solo conserva el medio ambiente, sino que también garantiza justicia social y política. Este cambio debe comenzar por proteger a las comunidades y a los líderes que, día tras día, arriesgan sus vidas por un futuro más justo y verde. Sin ellos, la lucha contra el cambio climático será incompleta.

Luis Emil Sanabria D.

Cultivos de Coca, violencia armada y la COP16

En 1998, siendo responsable de los diálogos sociales y los programas de convivencia y paz de Norte de Santander, tuve la grata responsabilidad de ayudar a instalar y construir, de manera participativa, los acuerdos con los campesinos del Catatumbo dedicados al cultivo de coca, acampados en el municipio de El Zulia.

El apoyo al desarrollo de infraestructura vial y de servicios básicos, el respaldo a la siembra y comercialización de cultivos tradicionales, y las garantías a la vida y la permanencia en el territorio, entre otros aspectos, fueron colocados sobre la mesa de diálogo por los marchantes, e hicieron parte del acuerdo logrado. Luego vino la arremetida paramilitar en complicidad con el Estado, y este sueño de construir un territorio de paz se fue al traste, como muchos otros sueños y vidas humanas de la región.

 

La erradicación de cultivos de coca con fines ilícitos ha sido uno de los mayores desafíos en Colombia, donde las economías locales, los conflictos armados y el narcotráfico están profundamente entrelazados. La historia demuestra que un enfoque exclusivamente represivo no es suficiente. Para alcanzar soluciones sostenibles, es esencial una política integral que contemple la participación comunitaria, la compra estatal de las cosechas de coca, la sustitución gradual por cultivos legales y la recuperación forestal, todo ello alineado con los compromisos ambientales y climáticos establecidos internacionalmente, así como con los esfuerzos para superar la violencia armada.

Uno de los principios fundamentales en la elaboración de un programa de erradicación sostenible es la participación activa de las comunidades locales, quienes a menudo dependen del cultivo de coca para su subsistencia. Un componente clave en estos programas es la propuesta de compra estatal de las cosechas de coca, lo que puede ayudar a evitar que los agricultores vendan su producción al narcotráfico. Esta propuesta, que guarda similitud con el modelo aplicado en Bolivia, donde se permitió el cultivo regulado de coca para usos tradicionales, ofrece a los campesinos una fuente de ingresos mientras se implementan procesos de sustitución gradual.

En Bolivia, la política del «Cato de Coca» permitía a los agricultores cultivar una cantidad limitada para usos culturales y medicinales, evitando el conflicto directo con el Estado y creando un ambiente de mayor colaboración. Este modelo puede servir de inspiración para programas en Colombia, donde la compra estatal garantizaría un mercado legal para la coca con fines de producción de concentrados, suplementos vitamínicos e infusiones, mientras se desarrollan cultivos alternativos y se disminuye gradualmente el área dedicada a la coca.

La recuperación forestal es un componente central en estos programas, especialmente en el marco de la COP16, que subraya la necesidad de mitigar los efectos del cambio climático mediante la conservación y restauración de los ecosistemas. Aquí, las Corporaciones Autónomas Regionales y de Desarrollo Sostenible (CAR) deben jugar un papel protagónico. La deforestación asociada con los cultivos de coca ha sido un problema grave en la región, donde las selvas tropicales han sido destruidas para abrir espacio a estos cultivos ilícitos.

En Costa Rica, el gobierno implementó con relativo éxito programas de pago por servicios ambientales (PSA) que compensan a las comunidades rurales por la protección de los bosques y la reforestación de áreas degradadas. Un enfoque similar en los programas de erradicación de coca permitiría a los agricultores recibir compensaciones por la restauración forestal, generando ingresos sostenibles y contribuyendo a los objetivos climáticos internacionales.

Los cultivos de uso ilícito, la producción de cocaína y su comercialización han sido una fuente de financiamiento para grupos armados ilegales, prolongando la violencia en las zonas rurales. Los acuerdos de paz de 2016 entre el gobierno y las FARC incluyeron un compromiso para la sustitución de cultivos de coca en el marco de un desarrollo rural integral. Lamentablemente, la falta de una implementación efectiva y pertinente ha llevado al resurgimiento de la violencia en algunas regiones.

Los programas de erradicación, sustitución y beneficio deben coordinarse con estrategias de convivencia, reconciliación y seguridad que protejan a las comunidades rurales, evitando que queden atrapadas nuevamente en las violencias. Estos programas se convierten en ejes fundamentales para la emergencia de la Territorialidad para la Paz.

Luis Emil Sanabria D.

Es urgente un cambio frente a la violencia armada

En Colombia, el número de masacres y asesinatos de líderes y lideresas sociales es un reflejo devastador de la incapacidad del Estado y del Gobierno para frenar esta tragedia humanitaria. A pesar de los esfuerzos de algunos sectores, el desangre de las comunidades persiste. Las personas que se han atrevido a levantar su voz para defender derechos humanos, el medio ambiente, territorios colectivos y proyectos de vida digna, son sistemáticamente silenciadas, en un ciclo incesante de violencia que envuelve a comunidades, niños, niñas y jóvenes.

Es en este contexto, que seguimos reclamando al gobierno nacional y a los gobiernos locales, la necesidad urgente de replantear las estrategias de protección y seguridad, partiendo desde la base de la sociedad y contando con las comunidades organizadas. La experiencia de los Planes de Autocuidado y Autoprotección son herramientas esenciales que han nacido de la propia resistencia comunitaria ante la ausencia de una respuesta estatal eficaz. La construcción colectiva de estos planos, que incluye a los propios líderes, lideresas, organizaciones sociales y actores clave en el territorio, con sus redes, guardias y colectivos noviolentos, es una de las barreras que puede erigirse frente a la violencia armada.

 

La seguridad colectiva no puede ser vista solo como una cuestión de armamentismo o más presencia militar, sino como un proceso integral que prioriza la vida, el bienestar y la permanencia en el territorio. En medio de los diálogos con grupos armados o no, estos planes deben contar con recursos suficientes, garantizados por el Estado, no solo para su implementación, sino para generar condiciones que aseguren la continuidad de estos procesos de protección comunitaria, debidamente asesorados y controlados. Es urgente que alguna entidad estatal dispongan apoyos y rutas humanitarias eficaces para salvar la vida de quienes están bajo amenazas constantes, especialmente en territorios donde el Estado es muy débil o no existe.

¿Dónde están los planes estratégicos de construcción de paz y seguridad que priorice la acción coordinada interinstitucional en los territorios más afectados por la violencia? No se puede continuar permitiendo que las acciones sean aisladas y desarticuladas. Las instituciones del Estado, las organizaciones internacionales y la sociedad civil deben trabajar juntas para crear un marco de seguridad, convivencia, reconciliación y paz que trascienda el enfoque punitivo y guerrerista, y que apueste por la paz territorial, el diálogo y la justicia social. De esta forma, el cacaraqueado Acuerno Nacional se hace realidad en los regiones, escenario donde la reconciliación toma vida propia.

Fortalecer las organizaciones sociales debe ser una prioridad en este proceso. Ellas han demostrado ser el núcleo de la resistencia noviolenta en los territorios más golpeados por las acciones delincuenciales. No solo se han organizado para defender la vida y el territorio, sino que también son fundamentales en la promoción de la memoria histórica, la construcción de proyectos de vida y la reivindicación de derechos. Las organizaciones no solo sirven para movilizar sus asociados cada vez que se requiere salir a defender una u otra propuesta de gobierno, son fundamentalmente el acumulado organizativo, la conciencia viva que hará posible las transformaciones hacia el goce pleno de los derechos humanos.

La violencia contra los líderes y líderes sociales no solo es un crimen contra quienes la padecen directamente, sino también contra el futuro colectivo de Colombia. Solo con un enfoque de protección que parte desde las comunidades y que sea respaldado por una acción estatal comprometida y coherente, podremos soñar con detener prontamente este ciclo de muerte. El Estado debe asumir su responsabilidad, no solo como garantía de los derechos humanos, sino como un actor proactivo en la construcción de un país que pueda sanar sus heridas y avanzar hacia una paz verdadera y sostenible.

Luis Emil Sanabria D

El Acuerdo Mínimo ¿cumplirá la expectativas?

El documento para construir el Acuerdo Mínimo contra la Violencia y la Democracia presentado por el gobierno nacional en cabeza del Ministro Juan Fernando Cristo, es una de las propuestas más importantes y esperada, en la búsqueda de una Colombia más pacífica y equitativa. Esta iniciativa tiene el objetivo de convocar a diversos sectores políticos, sociales y económicos del país para dialogar y acordar sobre soluciones que promuevan la convivencia pacífica, fortalezcan la democracia y aborden las necesidades más urgentes de la población.

Para tranquilidad de los fabricantes de falsas noticias, generadores expertos de terror mediático, la propuesta deja explícito el tema de la reeleccion presidencia, cuan afrima que no se promoverá “la reelección ni la alteración de los periodos de los mandatarios de la rama ejecutiva deelección popular”. Sin embargo, no se aborda con decisión y profundidad el tema de la participación del constituyente primario y su poder de decisión, al igual que no hace el énfasis indicado en relación con las políticas económicas que han prevalecido en el país y su impacto en la vida cotidiana. 

 

Uno de los puntos fundamentales del acuerdo es el compromiso con la erradicación de la violencia en la política, asunto que debe abarcar el fortalecimiento del monopolio de las armas por parte del Estado y el fin del armamentismo. Llama la atención el énfasis necesario y urgente de construir “un compromiso de las partes con rechazar la violencia en la política, la interferencia de cualquier grupo armado en los procesos electorales y excluir de partidos y movimientos políticos a candidatos con vínculos con grupos ilegales” asunto que todos los democratas debemos respaldar y sin el cuál será muy dificil avanzar en la construcción de la paz integral.

De otro lado en este mismo componente, se llama a proteger la vida de los líderes sociales y políticos, así como de quienes firmaron los acuerdos de paz. Aquí el gobierno y todos los sectores convocados, deben retomar la propuesta de las organizaciones y comunidades de construir participativamente planes de autocuidado y autoprotección complementarios a planes colectivos de protección estatal, como herramienta fundamental para garantizar la vida y la permanencia en el territorio.

La centralización del poder, el acceso limitado a los espacios de deliberación y el monopolio de la toma de decisiones por parte de las élites políticas y económicas han marginado a muchas comunidades, particularmente en las zonas rurales y más afectadas por el conflicto armado. Para que el acuerdo transforme la realidad del país, es indispensable que incluya nuevos y efectivos mecanismos de participación ciudadana accesibles, inclusivos y vinculantes, de modo que las voces de las personas más vulnerables, puedan ser escuchadas y tenidas en cuenta. Un acuerdo que avance hacia la descentralización política y administrativa, de la mano de la participación y la focalización de necesidades será fundamental.

Otro aspecto crítico que se debe abordar es el modelo económico neoliberal que ha dominado las políticas públicas en Colombia durante décadas. El documento menciona la necesidad de impulsar una economía más equitativa y sostenible, lo cual es un avance importante. Sin embargo, las propuestas económicas que se incluyen aún se enmarcan en un modelo que prioriza la competitividad, el crecimiento macroeconómico y la atracción de inversión extranjera, sin abordar de manera suficiente las desigualdades estructurales que este mismo modelo ha perpetuado y la necesidad de aumentar medidas de fortalecimiento y protección a la industria nacional garantizando que los beneficios del crecimiento económico lleguen a todas las regiones y poblaciones.

Hay que acordar cómo superar el rezago en el desarrollo de sectores como la agricultura campesina, la industria local y las economías comunitarias, ya que esto ha generado una profunda desigualdad en la distribución de la riqueza y un acceso desigual a los recursos y oportunidades. Es crucial que se integren a la iniciativa el tema de los derechos laborales, especialmente en sectores donde la informalidad y la precarización son la norma.

Un componente esencial debe ser la transformación de los municipios más afectados por el conflicto. Los Planes de Desarrollo con Enfoque Territorial (PDET) son una herramienta valiosa para mejorar las condiciones de vida en estas zonas. La transformación participativa de estos territorios no debe limitarse a la mejora en infraestructuras, sino que debe incluir un proceso de reconfiguración social y económica que permita a las comunidades ser protagonistas de su propio desarrollo, con modelos de producción más sostenibles y adecuados a las realidades locales. Uniendo voces construimos país.

Luis Emil Sanabria Durán

Más que un Centro de Salud, es la presencia de Sabaseba

La primera vez que visité la comunidad Barí fue a mediados de 1989, mientras realizaba mi rural en el municipio de Convención. Una brigada de salud multidisciplinaria llegó a Bridikayra, en pleno corazón de la selva del Catatumbo, para brindar asistencia a un pequeño grupo de indígenas que sufrían de graves condiciones de desnutrición y diversas enfermedades tropicales. Desde ese día, forjé una amistad con los Barí, convencido de que la lucha por defender y preservar nuestras raíces ancestrales es un paso fundamental hacia la construcción de un país más justo y equitativo.

Después de años de lucha y persistencia por parte de las comunidades y autoridades ancestrales, el gobierno del cambio en cabeza del ministro de Salud, Guillermo Alfonso Jaramillo, ha anunciado la construcción de un Centro de Salud Primaria en el resguardo Barí. Esta noticia representa un paso crucial no solo para el sistema de salud de la región, sino también para el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas que han sido históricamente marginados en Colombia.

 

El anuncio del ministro llega después de décadas de esfuerzos y de múltiples llamados por parte de la comunidad Barí y de organizaciones sociales que han abogado por mejores condiciones de salud en sus territorios. Los Barí, una comunidad indígena asentada en Norte de Santander en la frontera entre Colombia y Venezuela, han enfrentado enormes desafíos en el acceso a servicios básicos de salud, debido al modelo de salud impuesto desde la Ley 100, a la corrupción, la lejanía de sus territorios como a las barreras culturales, económicas y sociales.

Este nuevo Hospital, que también involucra el rescate de centros de salud abandonados durante años de desidia y exclusión, será un hito para la comunidad, brindando acceso a atención médica primaria en su propio territorio. No tener que recorrer largas distancias, hasta Tibú, Cúcuta, Ocaña o Valledupar para recibir atención médica, significa que la comunidad podrá atender problemas de salud urgentes de manera más rápida y con mayor eficiencia, mejorando su calidad de vida.

El anuncio también tiene una gran importancia simbólica. Históricamente, los pueblos indígenas de Colombia han sido relegados a un segundo plano en términos de políticas públicas. Esta construcción reconoce, por fin, las necesidades particulares de los Barí, en una mezcla de la medicina ancestral y tradicional, con la medicina occidental y demuestra una voluntad del Estado de integrarlos en los servicios esenciales, respetando su autonomía y formas de vida.

La inversión en infraestructura de salud en territorios indígenas no solo es una medida que salva vidas, sino que también es un reconocimiento de los derechos humanos, a la resistencia de los pueblos originarios ante el genocidio propiciado por quienes quieren adueñarse de su territorio y un avance en materia de justicia social que estas comunidades han estado exigiendo durante años. Además, en un país como Colombia, donde la paz y la equidad son temas en constante debate, esta acción puede contribuir a fortalecer la confianza en las instituciones por parte de las comunidades históricamente marginadas.

La construcción de este puesto de salud, enclavado en la selva tendrá un enfoque diferencial que respete las cosmovisiones y prácticas de la comunidad Barí. Esto significa que el personal médico y las políticas de salud no solo deben estar alineados con los estándares nacionales, sino también adaptados a las particularidades culturales y sociales de los Barí. La medicina tradicional, que es fundamental para los pueblos indígenas, debe ser integrada como una parte esencial del modelo de atención. Este enfoque garantizará que la intervención estatal no sea percibida como una imposición, sino como un apoyo que refuerza las capacidades propias de la comunidad, protegiendo su cultura y tradiciones.

La construcción de este puesto de salud en el resguardo Barí representa una victoria para la comunidad, que de la mano de sus autoridades, de las organizaciones acompañantes y bajo la autoridad espiritual del Dios Sabaseba, abre una oportunidad para que Colombia avance hacia un sistema de salud más inclusivo y justo. Este proyecto es un recordatorio de que la lucha por la equidad y los derechos de los pueblos indígenas sigue siendo una tarea pendiente en el país.

Luis Emil Sanabria D.

El golpe a la estrategia de la paz total

La construcción de una paz duradera en Colombia requiere de un enfoque integral y coordinado. Para alcanzar la Paz, no basta con avanzar en acuerdos parciales o segmentados; es necesario dialogar con todos los actores armados de manera simultánea. Este es un proceso complejo que, aunque desafiante, debe avanzar con firmeza y con una clara orientación hacia la consecución de resultados que realmente beneficien a la población. En un país donde el conflicto ha dejado profundas cicatrices, el diálogo es la herramienta más poderosa para la reconciliación.

En este contexto, la reciente suspensión de la mesa de diálogo con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) representa un duro golpe a la estrategia de paz total que ha sido promovida por el gobierno actual. Este proceso, que ya había mostrado avances significativos en las conversaciones con este grupo insurgente, es crucial para la estabilidad y el bienestar de las comunidades más afectadas por el conflicto. La mesa de diálogo con el ELN, como parte de un enfoque integral, no es un fin en sí mismo, sino un medio para generar condiciones de vida dignas y seguras para millones de colombianos.

 

La suspensión no solo pone en riesgo los avances logrados hasta ahora, sino que también genera incertidumbre sobre el futuro de la estrategia de paz total. Las comunidades, especialmente en zonas históricamente vulnerables, necesitan ver resultados tangibles que muestren el compromiso del Estado y de los grupos armados en la construcción de una paz sostenible.

En estos momentos difíciles, nuestra obligación como sociedad es rodear el proceso de paz, fortalecer el respaldo a las negociaciones y mantener una postura firme en la exigencia de garantías reales para las comunidades afectadas. Es indispensable que el Estado, la sociedad civil y la comunidad internacional refuercen su compromiso con la paz y aseguren que las conversaciones no se queden en promesas vacías. Exigir compromisos claros de los armados, en términos de cese al fuego, respeto a los derechos humanos y efectivo compromiso con la superación de la violencia armada, debe ser una prioridad.

Este proceso requiere de paciencia, pero también de una voluntad decidida por parte de todos los actores involucrados y de la población civil. No podemos permitir que retrocesos como la suspensión de una mesa de diálogo empañen el horizonte de la paz total. Es crucial que las negociaciones con el ELN se retomen. Que se revise uno a uno los acuerdos logrados, los avances y las dificultades en la implementación y se evalúe el impacto en las regiones.

Al final, la paz no puede ser un pacto entre élites ni un simple acuerdo en papeles. Debe reflejarse en la vida cotidiana de la gente, especialmente de aquellas comunidades más afectadas por la guerra. El desafío de coordinar múltiples frentes de diálogo no debe ser visto como una barrera, sino como una oportunidad para construir una paz verdadera, inclusiva y justa.
El Acuerdo #28 logrado con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) sobre la participación es crucial para garantizar que la voz de las comunidades más afectadas por el conflicto sea escuchada y valorada. Este acuerdo no solo establece el compromiso de las partes para promover la paz, sino que busca crear mecanismos reales de inclusión, donde las decisiones sobre el futuro del país se construyan de manera colectiva. Las comunidades han sido históricamente excluidas de los espacios de toma de decisiones, y en muchas regiones, son precisamente ellas las más afectadas por el conflicto armado. Implementar este acuerdo significa abrir espacios para que campesinos, indígenas, afrodescendientes, mujeres, jóvenes y otros sectores puedan influir en la construcción de políticas públicas que atiendan sus necesidades.

El Acuerdo sobre la participación de la sociedad, no es solo un paso más en las negociaciones, sino una base fundamental para la paz duradera. Si las comunidades sienten que tienen el poder de incidir en su futuro, se genera un ambiente de confianza y reconciliación. El ELN, al comprometerse con este acuerdo, también reconoce que la paz solo es posible si es construida desde abajo, con la gente.

Implementar los acuerdos de participación es, por tanto, una urgencia. No podemos esperar a que las condiciones sean perfectas o que otros factores se alineen. La paz se construye día a día, y la participación de las comunidades en los procesos de transformación del país es la garantía de que esa paz será inclusiva, justa y duradera.

Luis Emil Sanabria D.

Fortalecer los partidos progresistas y de izquierda ¿para qué?

De cara a las elecciones futuras presidenciales, es crucial asegurar la gobernabilidad, llevar a cabo las reformas progresistas que el país necesita y continuar la tarea empezada en el presente gobierno. En este marco el fortalecimiento de los partidos progresistas y de izquierda en Colombia se presenta como una tarea urgente y estratégica.

Es fundamental que aquellas expresiones políticas que, por ley, están obligadas a unificarse, trabajen en la construcción de un Partido Único. Al mismo tiempo, quienes consideren que este mecanismo no les proporciona un espacio real y suficiente, o no estén sujetos a dicha obligación legal, deben avanzar hacia mecanismos de acción política unitaria. Esto incluye trabajar conjuntamente con otros sectores políticos, como los liberales o socialdemócratas, para formar, junto con el Partido Único, un gran frente unitario, amplio y democrático.

 

Este frente debe ser capaz de ampliar y mantener el apoyo popular en las elecciones, así como de garantizar una gobernanza efectiva y una gobernabilidad que favorezca a las mayorías, confluyendo, mediante consulta amplia, en una candidatura presidencial única, capaz de representar un proyecto común que matiza las diferencias y legitima las especificidades políticas de cada agrupación políticos. Este esfuerzo debe ir acompañado de una estrategia coherente que contemple dos o tres listas al Senado y diversas listas a la Cámara.

Este reagrupamiento debe reconocer e incluir el acervo organizativo de los movimientos sociales y comunitarios, garantizando que se construya desde las bases y no se limite únicamente a las decisiones excluyente de la esfera parlamentaria. Como menciona Ernesto Laclau, «la construcción de un pueblo es siempre una operación política; el pueblo no es simplemente un dato social, sino el producto de una articulación política» (Laclau, 2005). Esto implica una verdadera integración para consolidar un proyecto político con vocación de poder.

La idea no se limita únicamente a ganar las elecciones; su propósito es más profundo y más ambicioso a largo plazo. Es urgente establecer una base política sólida que guíe al nuevo presidente o presidenta en los derroteros centrales de un gobierno que rectifique errores, fortalezca el poder ciudadano y continúe el camino del cambio. Se debe superar la improvisación, la corrupción, el sectarismo, el vanguardismo y el clientelismo, problemáticas que afectan a la izquierda contemporánea.

Su accionar debe enfocarse en la formación política de sus integrantes, de modo que estos sean capaces de liderar y participar activamente. La capacidad organizativa y política de la ciudadanía es esencial para garantizar una participación activa e informada que anime una transformación social efectiva. Como afirma Paulo Freire, «la educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo» (Freire, 1970).

Un frente amplio debe explorar nuevas pedagogías para vincular a los jóvenes en la construcción de un país próspero, democrático y justo. Se debe desarrollar una nueva cultura política que conecte con las demandas de la juventud, que estipule su participación transformadora. Al menos cuatro objetivos centrales, no excluyentes, deben guiar el accionar de esta coordinación política democrática.

La Construcción de la paz integral entendida de manera amplia, lo que implica rechazar y deslegitimar la violencia armada como herramienta de confrontación política o de enriquecimiento, y trabajar decididamente por el diálogo y la solución pacífica de los conflictos, en busca de una sociedad más justa y equitativa. Como sugiere Johan Galtung, «la paz no es simplemente la ausencia de guerra, sino la presencia de alternativas creativas para responder a los conflictos» (Galtung, 1969).

Erradicar la corrupción, el narcotráfico, el tráfico de especies y la minería ilegal, motores de la desigualdad, la violencia y el despojo en el país. El frente debe comprometerse a la implementación de políticas que modifiquen las estructuras económicas y políticas que permiten su proliferación. Es esencial transformar el sistema de justicia y fortalecer las instituciones para combatir eficazmente estos problemas.

Proteger y recuperar el medio ambiente y la biodiversidad, implementando políticas sostenibles que aseguren un futuro próspero, así como el compromiso con la transición energética y la defensa de los territorios frente a la explotación ilegal. La preservación de los ecosistemas no es solo una cuestión ecológica, sino un tema de justicia social, ya que las comunidades vulnerables suelen ser las más afectadas por la degradación ambiental.

Transformar el modelo económico, para asegurar que el crecimiento económico esté alineado con el desarrollo social y el fortalecimiento estatal, garantizando que los recursos nacionales sean utilizados para el bienestar común. Esto implica desatar un vasto programa de desarrollo agrícola de la mano de la Reforma Rural, continuar el fortalecimiento y las garantías para la pequeña y mediana empresa, y una mayor intervención estatal en sectores estratégicos.

El Acuerdo Nacional comienza en casa. A los diferentes sectores políticos, económicos y sociales, les debe llegar un mensaje claro, una propuesta generosa y realizables, con apego a los derechos humanos, la Constitución y la ley, alrededor de la cual, podamos deliberar, construir pactos, unir voces y corazones para edificar un país en el que quepamos henchidos de dignidad y esperanza.

Luis Emil Sanabria D.

Bloqueos empresariales y vigilancia ilegal, dos caras de un problema profundo

La coyuntura actual enfrenta al país a dos fenómenos que pueden analizarse de manera complementaria. De un lado, el bloqueo de vías promovido fundamentalmente por empresarios del sector transporte en respuesta al urgente y necesario desmonte del subsidio al ACPM y, de otro lado, la reciente revelación de la compra ilegal a Israel y el posible uso delictivo del software de espionaje llamado Pegasus. Ambos sucesos no solo generan incertidumbre y desconfianza, sino que además ponen en riesgo los derechos fundamentales de la ciudadanía.

Los empresarios del sector transporte, para enfrentar el incremento del precio del ACPM y el desmonte de subsidios que durante años les ha favorecido, en detrimento de programas sociales que beneficiarían a los más necesitados y vulnerables, decidieron recurrir al bloqueo de carreteras como medida de presión, buscando obtener soluciones inmediatas del gobierno. Sin embargo, lo que se presentó como una demanda válida para aliviar los efectos de las medidas económicas, se convirtió en una acción desproporcionada y perjudicial para millones de colombianos, revelando una posible agenda oculta con un claro interés político.

 

Los bloqueos impuestos por los empresarios del transporte afectaron no solo el abastecimiento de alimentos y medicinas, sino también el acceso a servicios esenciales como la educación y la salud, derechos fundamentales que deben ser protegidos en todo momento y lugar. No se puede justificar que la legítima preocupación por los costos del combustible y el desmonte de subsidios termine convirtiendo a la población en víctima de los bloqueos permanentes, que no deben confundirse con el legítimo derecho a la movilización social.

Es evidente que la crisis generada y su manejo por parte del gobierno nacional dejó claro que el diálogo abierto y responsable es la mejor ruta para abordar estas preocupaciones, sin recurrir a bloqueos permanentes que agraven la situación social del país, ni a respuestas violentas y desproporcionadas por parte del gobierno.

Si bien el alza en el precio del ACPM es una realidad global impulsada por múltiples factores e instituciones, como la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), la oferta y demanda global, los mercados de futuros y la especulación, las condiciones geopolíticas, los costos de refinación y transporte, y las políticas de los países consumidores, el acuerdo pactado mostró la necesidad de seguir explorando soluciones a largo plazo que permitan una transición justa para las y los conductores, propietarios de camiones y empresarios del transporte, sin que ello implique recurrir a medidas extremas que pongan en riesgo la economía y el bienestar de millones de colombianos.

A la par de los bloqueos camioneros, otro escándalo sacude la confianza ciudadana en las instituciones: la compra ilegal y el posible uso indebido del software de espionaje Pegasus. Este sistema, diseñado para interceptar teléfonos móviles sin dejar rastro, hackear dispositivos y obtener información privada, originalmente ideado para combatir el crimen organizado y las amenazas a la seguridad nacional, ha sido utilizado en otros países para monitorear a periodistas, defensores de derechos humanos y opositores políticos sin las debidas garantías legales.

La vigilancia sin control judicial y el uso de información privada para desprestigiar a ciudadanos y colectivos es una violación directa a los derechos humanos. De confirmarse que funcionarios del Estado, en alianza con medios de comunicación o periodistas, usaron indebidamente esta herramienta tecnológica para espiar a sectores sociales, democráticos y de izquierda, a la campaña política del presidente Gustavo Petro o para judicializar y perseguir indebidamente a ciudadanos, estaríamos ante delitos graves contra instituciones esenciales encargadas de garantizar la vida y la democracia.

El bloqueo de vías y la compra de Pegasus, tienen varios puntos en común que parecen enmarcados en un plan estratégico de desprestigio y debilitamiento del actual gobierno nacional. Se complementan en la afectación profunda de los derechos fundamentales, el interés de algunos sectores por mantener privilegios a costa del Estado Social de Derecho, y la estrategia preconcebida de aumentar la polarización y construir un relato que instale la idea de estar atravesando una crisis de ingobernabilidad sin precedentes.

Colombia no puede permitirse seguir en una espiral de bloqueos, “chuzadas”, violencia, corrupción y polarización. Es momento de construir puentes, no muros, para avanzar hacia un futuro en el que los conflictos y las diferencias sean atendidos sin recurrir a prácticas que perjudiquen o violen los derechos fundamentales. Para ello, en consonancia con el llamado de la sociedad civil que organiza la Semana por la Paz que inició este domingo, se necesita la voluntad de todos los sectores políticos, sociales y económicos interesados en unir voces y construir país.

Luis Emil Sanabria D.

Un llamado a la coherencia y al respeto si queremos construir paz

En el delicado proceso de paz entre el gobierno colombiano y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), las recientes declaraciones del Alto Comisionado para la Paz, Otty Patiño, y del comandante Antonio García del ELN han generado preocupaciones legítimas sobre la dirección de las negociaciones. Si bien es comprensible que existan diferencias en un proceso tan complejo, las posturas públicas de ambos líderes parecen estar contribuyendo a la erosión de la confianza mutua y al estancamiento de las conversaciones. Siguen pesando más las posiciones que el interés en respetar el anhelo de paz del pueblo colombiano y avanzar en el proceso.

Otty Patiño, en su calidad de Alto Comisionado para la Paz, tiene la responsabilidad de liderar un proceso que aspire a ser inclusivo y que busque soluciones duraderas a un conflicto que ha dejado una profunda huella en Colombia. Sin embargo, sus declaraciones recientes, que en ocasiones han mostrado una rigidez y una falta de empatía hacia las posiciones del ELN, han sido motivo de preocupación. La paz no se puede construir desde la confrontación verbal ni desde la imposición unilateral de condiciones, sino desde el reconocimiento de la legitimidad de las preocupaciones del otro y desde la búsqueda de puntos comunes, no solo con la contraparte, sino con las víctimas que este conflicto sigue produciendo.

 

Patiño, al no mostrar la flexibilidad necesaria para entender las raíces históricas y sociales del conflicto con el ELN, corre el riesgo de entorpecer un proceso que requiere sensibilidad y una disposición genuina para escuchar. Es fundamental que el Alto Comisionado se enfoque en fortalecer los canales de diálogo, en lugar de cerrar puertas con discursos que alimentan la desconfianza. La mayor responsabilidad de recomponer los diálogos le corresponde al Estado colombiano en cumplimiento de la Constitución Política y la Ley, y no al grupo guerrillero que claramente se declara en rebeldía y desarrolla acciones que infringen el Derecho Internacional Humanitario, y que en ocasiones se pueden calificar, por su forma e impacto, como terroristas.

Por su parte, Antonio García, uno de los líderes más visibles del ELN, ha mantenido un discurso que, si bien puede reflejar la frustración acumulada por décadas de lucha armada, también parece estar más orientado a justificar la continuidad del conflicto que a encontrar una salida pacífica. Por supuesto que en Colombia hay injusticias, que nuestra democracia es imperfecta, que la soberanía popular no se hace efectiva, que la corrupción carcome nuestras instituciones, pero se debe avanzar en un proceso que nos entregue acuerdos para ser cumplidos a corto, mediano y largo plazo, a la par que se desactiva la confrontación armada, que evidentemente aporta una gran cuota al estado de cosas injustas. Su postura rígida, que a menudo critica sin ofrecer alternativas viables, amenaza con mantener al país en un ciclo interminable de violencia.

La Sociedad, el ELN, al igual que el gobierno, debe reconocer que el diálogo es el único camino hacia una paz real. Persistir en una estrategia de confrontación armada y verbal no solo prolonga el sufrimiento, sino que también desvía la atención de los logros ya alcanzados en las mesas de negociación. García tiene la oportunidad de ser un líder que contribuya a un cambio histórico, pero para ello debe abandonar la retórica que perpetúa la desconfianza y empezar a construir puentes, con todos los sectores sociales, incluido el empresariado, que nos lleven hacia una reconciliación verdadera.

A pesar de las diferencias y las dificultades inherentes al proceso de paz, es crucial que tanto el gobierno como el ELN reconozcan los avances logrados hasta ahora y trabajen para superarlos. Los logros obtenidos no son insignificantes y representan pasos importantes hacia la paz y la reconciliación del país. Sin embargo, estos avances pueden verse amenazados si las partes continúan con un discurso de confrontación y descalificación mutua.

Es en este contexto que la sociedad civil colombiana debe levantar su voz. No podemos permitir que el proceso de paz se vea truncado por la falta de voluntad o por la obstinación de sus líderes. La sociedad civil tiene el poder y el deber de exigir avances concretos, de demandar respeto a la vida y a las opiniones de todos los colombianos, de exigir el cumplimiento de los acuerdos hasta ahora pactados, en especial el primer punto de la agenda sobre participación de la sociedad y de promover un diálogo que verdaderamente aspire a poner fin a décadas de conflicto.

La paz en Colombia no es solo responsabilidad de los actores armados o del gobierno; es un esfuerzo colectivo que requiere la participación activa de todos los sectores de la sociedad. Es el momento de que la sociedad civil se movilice para exigir que se respeten los acuerdos alcanzados, que se avance en las negociaciones y que se ponga en el centro del debate el respeto por la vida y por las opiniones diversas. La Semana por la Paz número 37, que se celebrará durante el mes de septiembre, llama al diálogo y a la unidad para avanzar en la construcción de un nuevo país, llamado que todos y todas debemos escuchar.

Luis Emil Sanabria D.

Un esfuerzo necesario ante una guerrilla aferrada a sus posiciones

Ha pasado casi desapercibida la importante propuesta que el presidente Gustavo Petro le envió de manera confidencial a la guerrilla del ELN. No se trata solo de utilizar un mecanismo que es muy útil en momentos de crisis, como es la confidencialidad en la búsqueda de salidas posibles a los estancamientos o dificultades de los diálogos entre partes enfrentadas; se trata también de una valiosa idea en términos de participación, que seguramente incorporaría un actor y un nivel diferente y decisivo a la hora de buscar salidas prácticas a este largo conflicto.

La propuesta confidencial del presidente Gustavo Petro al Ejército de Liberación Nacional (ELN) para dialogar con los empresarios sobre la política económica del país representa un esfuerzo audaz para superar décadas de conflicto armado en Colombia. Esta necesidad, que se planteó por sectores sociales en los preencuentros y encuentros de participación promovidos por el Comité Nacional de Participación, es un intento genuino de integrar a todos los actores relevantes en la construcción de una paz duradera, pero también plantea importantes interrogantes sobre la disposición del ELN para participar en un diálogo constructivo que priorice los intereses populares.

 

El conflicto armado en Colombia ha estado profundamente arraigado en desigualdades socioeconómicas y en la exclusión social, fenómenos que se han exacerbado bajo políticas económicas neoliberales. Estas políticas, que priorizan la liberalización del mercado, la privatización y la reducción del gasto público, han beneficiado a sectores privilegiados mientras que han marginado a amplias capas de la población. Dialogar sobre estas políticas permite abordar las causas estructurales del conflicto, proporcionando un camino hacia la equidad y la justicia social, que son esenciales para la paz duradera.

La conversación entre el ELN, el Gobierno y los empresarios, en la cual se involucraría a las organizaciones ciudadanas, es una oportunidad para repensar el modelo económico colombiano, buscando uno que no solo favorezca el crecimiento económico, sino que también promueva la inclusión social y el desarrollo equitativo. Un modelo económico más inclusivo puede integrar las demandas de los sectores más vulnerables y asegurar que los beneficios del desarrollo lleguen a todos, reduciendo así las tensiones sociales que alimentan el conflicto. Un avance en este sentido fortalecería la democracia y la capacidad popular para avanzar en futuras transformaciones.

Las políticas neoliberales han generado una gran polarización en la sociedad colombiana, donde sectores enteros se sienten excluidos del proceso de desarrollo. Este sentimiento de exclusión ha sido uno de los motores del conflicto armado. Si las partes involucradas en el diálogo logran consensuar una política económica que considere las necesidades de todos, se podría reducir significativamente la polarización, creando un clima más propicio para la reconciliación y la paz.

Un acuerdo en este sentido hará posible multiplicar los beneficios de la implementación de un acuerdo de paz, no solo en términos económicos, sino también en materia política y social. Cerrar filas conjuntamente entre empresarios, gobierno, población civil y futuros firmantes de paz podría aportar sustantivamente a superar fenómenos como la corrupción, el narcotráfico, el lavado de activos, la minería ilegal o el cambio climático.

Los intentos de negociación con el ELN han estado marcados por la desconfianza mutua y la rigidez ideológica de la guerrilla, que ha mantenido un discurso de confrontación contra las élites económicas. La propuesta del presidente Petro busca romper este ciclo al invitar a los empresarios al diálogo, un gesto que reconoce la importancia de un consenso económico amplio para la construcción de una paz sostenible. Este enfoque integral es innovador y necesario, ya que sitúa la economía en el centro del proceso de paz, algo que ha sido largamente ignorado en negociaciones anteriores.

La importancia de este diálogo radica en su capacidad para abordar las causas estructurales del conflicto, pero para que tenga éxito, el ELN debe mostrar una apertura real al cambio. No basta con sentarse a la mesa; es necesario que la guerrilla reconozca la necesidad de un modelo económico que equilibre las demandas de justicia social con el crecimiento y la estabilidad económica. La pregunta es si el ELN está dispuesto a hacer concesiones en esta dirección o si continuará aferrándose a su agenda política y económica.

Por otro lado, los empresarios colombianos tienen ahora la oportunidad de jugar un papel proactivo en la construcción de la paz. Si bien la propuesta de Petro les invita a la mesa de negociación, también los coloca en una posición incómoda, obligándolos a enfrentar sus propias responsabilidades en la perpetuación de las desigualdades que han alimentado el conflicto. Su participación es crucial, pero también debe ser crítica, reflexiva y generosa, asegurando su disposición en la construcción de una sociedad más justa.

Los elenos deberían reconsiderar su posición, escuchar más a las comunidades y considerar la invitación que hace la Semana por la Paz – 2024, cuando pone al centro de su accionar el lema “Uniendo Voces Construimos País”. Solo en el diálogo, el logro de acuerdos y el cumplimiento de estos, estará la salida para avanzar en la paz integral. Descongelar las conversaciones, revisar el cumplimiento de lo acordado sin otra pretensión diferente a la búsqueda de la paz, retomar el Cese al Fuego Bilateral y la agenda de la participación, seguramente nos llevará a puerto seguro.

Luis Emil Sanabria D.