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Confidencial Noticias 2025

Etiqueta: Rafael Fonseca

El dilema de la inteligencia humana

El 3 de septiembre de 1949, un avión estadounidense de reconocimiento atmosférico recogió muestras de aire sobre Japón. Al analizarlas, los científicos hallaron trazas de material radiactivo: la Unión Soviética había detonado su primera bomba atómica. La noticia cayó como un rayo en Washington. Apenas cuatro años después de Hiroshima y Nagasaki, el monopolio nuclear de Estados Unidos había terminado.

Entre los estrategas de la Guerra Fría, el pánico se disfrazó de racionalidad. Algunos, como el secretario de la Marina Francis P. Matthews, propusieron convertirse en “agresores por la paz”. Otros, como el matemático John von Neumann, creador de la teoría de juegos, lanzaban frases escalofriantes: “¿Por qué no bombardearlos hoy?”. Era la lógica impecable del miedo, pero también la semilla de la locura. Cada decisión “racional” en favor de la seguridad terminaba haciendo al mundo más inseguro.

 

Todo este contexto y sus implicaciones están presentados con claridad y belleza visual en el documental de YouTube “The Evolution of Cooperation”, del canal Veritasium, una pieza monumental que traduce en imágenes lo que aquí apenas se puede resumir: cómo la inteligencia colectiva detrás de la cooperación puede salvar, o destruir, al mundo. Este artículo se basa enteramente en el documental por considerarlo una reflexión singular para la humanidad, más que necesaria y especialmente en esta actualidad tan incierta.

El dilema del prisionero

La paradoja que explica ese comportamiento se llama el dilema del prisionero, formulado en la década de 1950 por Melvin Dresher y Merrill Flood en la RAND Corporation, y popularizado por Albert Tucker. Dos jugadores deben elegir entre cooperar o traicionar. Si ambos cooperan, ganan moderadamente; si uno traiciona mientras el otro coopera, el traidor gana más; si ambos traicionan, ambos pierden.

Razonando individualmente, “traicionar” parece siempre la mejor opción. Pero cuando ambos piensan igual, terminan en el peor resultado posible.

El dilema refleja, en miniatura, el drama nuclear: cada país decidió armarse para “no ser el tonto” que confía en el otro, y ambos acabaron atrapados en una carrera de destrucción costosa e inútil.

El torneo de Axelrod

Décadas después, el politólogo Robert Axelrod quiso entender cómo podía surgir la cooperación entre egoístas racionales. Organizó un torneo de computadoras: cada programa representaba una estrategia de decisión en el dilema del prisionero repetido cientos de veces. El experimento buscaba descubrir qué comportamiento prosperaba cuando las interacciones no eran únicas, sino continuas, como en la vida real, donde todos volvemos a encontrarnos.

Ganó la estrategia más simple, propuesta por el psicólogo Anatol Rapoport: Tit for Tat (“ojo por ojo”). Su regla era elemental: empezar cooperando y, a partir de ahí, imitar la última jugada del otro. Si el otro cooperaba, se cooperaba; si traicionaba, se castigaba una sola vez; y si volvía a cooperar, se perdonaba.

Cuatro reglas para sobrevivir

De esos torneos, Axelrod extrajo cuatro reglas que explican por qué la cooperación puede ser estable:

  • Ser bueno: no traicionar primero.
  • Ser claro: que tus intenciones sean comprensibles.
  • Ser vengativo: castigar la traición, pero solo una vez.
  • Ser indulgente: perdonar cuando el otro vuelve a cooperar.

El hallazgo fue sorprendente: la estrategia más ética era también la más eficaz. En los juegos iterados, resultó que la cooperación no era ingenuidad sino inteligencia.

El segundo torneo y el ruido del mundo real

Axelrod repitió el torneo con un cambio crucial: los jugadores no sabían cuántas rondas duraría el juego. Esa incertidumbre imitaba mejor la vida real, donde nadie sabe cuándo termina una relación, un negocio o una tregua. El resultado confirmó la lección anterior: las estrategias buenas, claras, vengativas e indulgentes volvieron a dominar.

Pero el experimento introdujo una nueva variable: el ruido, los errores de comunicación o percepción que pueden romper la cooperación. Como en 1983, cuando un oficial soviético, Stanislav Petrov, evitó una guerra nuclear al desconfiar de una falsa alarma de misiles estadounidenses. En contextos con ruido, Axelrod demostró que la mejor estrategia es el Tit for Tat generoso: mantener la reciprocidad, pero con una pequeña dosis de perdón. Esa pequeña concesión puede salvar la paz.

De los juegos a la vida

El dilema del prisionero no es una curiosidad matemática: está incrustado en la vida cotidiana, en la economía, en la política y hasta en la naturaleza. Las especies que sobreviven, desde los impalas africanos hasta los humanos, lo hacen porque cooperan a largo plazo. La cooperación repetida crea confianza y prosperidad; la traición constante crea ruina.

Si la colaboración es tan eficaz, ¿por qué los humanos actuamos al revés? En parte, porque confundimos cooperar con participar en el sistema. El capitalismo funciona gracias a una vasta red de colaboración anónima: millones de personas que, sin conocerse, hacen que la sociedad funcione. Pero no lo debemos confundir con la solidaridad. La solidaridad es un acto consciente de reciprocidad, una cooperación con sentido, que busca el beneficio mutuo, no la ventaja individual.

La paradoja humana

Y aquí la pregunta brutal: si la cooperación es ganadora, ¿por qué la humanidad no coopera para resolver sus problemas comunes?

¿Por qué seguimos compitiendo en una carrera absurda por el poder y la riqueza mientras el planeta se agota, la desigualdad crece y millones viven sin dignidad?

La respuesta duele: no actuamos inteligentemente. Hemos desarrollado tecnologías asombrosas, pero no la inteligencia ética para usarlas cooperativamente. En términos de Axelrod, somos jugadores que siguen el peor algoritmo: desconfianza preventiva, castigo infinito, opacidad total.

Quizás, como especie, estamos atrapados en un dilema del prisionero global, incapaces de entender que nadie gana solo. Y que la verdadera inteligencia, la colectiva, consiste en cooperar sin ingenuidad, castigar sin odio y perdonar a tiempo. Solo entonces podremos decir que hemos aprendido a jugar el juego de la vida.

Rafael Fonseca

Economía política en crisis: la ideología se extravió frente a la tecnología

Durante décadas, el debate económico giró en torno a una dicotomía cómoda: o se creía en el mercado libre y la competencia como motores del progreso, o se defendía la intervención estatal como correctivo y garantía de equidad. Esa discusión, que llenó libros, campañas políticas y cátedras universitarias, parece hoy una antigüedad. Las realidades de este siglo han dejado sin suelo tanto al neoliberalismo como a sus viejos antagonistas.

Primero, el propio Estados Unidos, cuna de la ortodoxia del mercado, ha terminado haciendo exactamente lo que por años predicó que no debía hacerse: intervenir directamente (Reuters, 2025), subsidiar, dirigir y proteger. Ya desde el 2022, el CHIPS and Science Act había destinado más de 280.000 millones de dólares para apoyar la producción nacional de semiconductores; y el Inflation Reduction Act comprometió otros cientos de miles de millones en subsidios verdes, en un movimiento que mezcla política industrial con estrategia geopolítica frente a China. Como se ve, hoy profundiza esa senda.

 

No es una anécdota. Es un giro de economía política.

El mismo país que evangelizó al mundo con el libre mercado está actuando hoy como un Estado cerrado y planificador que decide dónde invertir, qué producir y a quién apoyar. Es una materialización del “Estado emprendedor” que Mariana Mazzucato describió hace más de una década: un Estado que no se limita a “corregir fallas del mercado”, sino que invierte, arriesga y crea mercados nuevos. En su libro The Entrepreneurial State, Mazzucato, (2013) documentó que casi todas las innovaciones que sostienen la economía digital (internet, GPS, y pantallas táctiles) fueron financiadas con dinero público antes de que los inversionistas privados se animaran. Curiosamente, la realidad actual hace que el discurso de la “iniciativa privada” suene más a ideología y menos a evidencia.

En el otro extremo del tablero está China, que se ha convertido en el mayor laboratorio del siglo XXI. Su sistema económico no es ni capitalismo ni socialismo como hemos entendido. Es ambos a la vez. Combina planeamiento central, competencia de mercado y emprendimiento privado, bajo la dirección estratégica del Estado-partido. El gobierno define objetivos quinquenales, controla la infraestructura, fija prioridades tecnológicas y, a la vez, permite que empresas privadas, de la que es copropietario, como Huawei, BYD, Alibaba y Tencent, compitan e innoven a velocidades vertiginosas. Y el resultado está a la vista: crecimiento muy rápido y sostenido, dominio en tecnologías clave y una expansión global que dejó perplejos a quienes creían que solo el libre mercado podía generar eficiencia, crecimiento, desarrollo, prosperidad y sacar gente de la pobreza. Ninguna teoría económica clásica había previsto algo así.

Ambos casos, el estadounidense y el chino, desmontan los dogmas que nos enseñaron sobre la supuesta oposición entre Estado y mercado. Hoy el poder económico se ejerce a través de información, datos y algoritmos, no solo de capital financiero o producción física. El mercado podría ya no ser el mecanismo más eficiente para coordinar oferta y demanda: la inteligencia artificial empieza a hacerlo mejor. Los algoritmos podrán anticipar el consumo, ajustar precios, mover inventarios y hasta decidir inversiones antes de que los humanos puedan darse cuenta. En esa lógica, un sistema estatal o corporativo que maneje los datos globales podría, literalmente, planificar la economía sin llamarlo planificación central.

No se trata de ciencia ficción. Sam Altman, director de OpenAI, ha esbozado esa visión de un futuro donde la productividad extrema generada por la IA permitiría a las grandes tecnológicas convertirse en una especie de para-Estado digital, capaz de sostener incluso un salario básico universal para millones de personas que ya no tendrían que trabajar. Sería, paradójicamente, comunismo sin ideología, gestionado por algoritmos privados, y dando paso a un nuevo sistema político basado en unas pocas empresas privadas super-poderosas que ejercerán una dictadura en la práctica (Fonseca, 2025).

Estas transformaciones hacen tambalear la arquitectura intelectual sobre la que se construyó la economía moderna. Si el precio ya no es el principal portador de información, como decía la teoría, si el trabajo deja de ser el centro de la producción, y si un para-Estado llega a ser protagonista, pero con herramientas digitales, entonces el edificio conceptual de la economía se viene abajo. Y su siamesa, la política, se revuelve en su propio laberinto: ya no hay derechas ni izquierdas coherentes, sino estrategias de poder adaptándose a una economía que ya no obedece a ninguna teoría.

El resultado es un mundo donde las viejas etiquetas ya no sirven. Los Estados invierten como las empresas, las empresas regulan como los Estados y los algoritmos reemplazan las decisiones humanas que antes eran políticas. Las teorías económicas y políticas se están volviendo obsoletas, no porque hubieran sido falsas, sino porque fueron diseñadas para un mundo que ya no existe.

Tenemos que comprender esto para dejar de perder el tiempo en las viejas discusiones que solo representan pérdidas de tiempo ahora, a no ser para los historiadores económicos. El desafío ya no es “escoger” entre mercado o Estado, sino aprender a gobernar la inteligencia que los sustituye. Porque, si los algoritmos van a planificar por nosotros, más vale que pongamos atención a quién los programa, con qué propósito y en beneficio de quién.

Por: Rafael Fonseca Zárate

Cada año alcanza menos: el empobrecimiento invisible del salario mínimo

«La plata ya no alcanza como antes» es una frase frecuente que se escucha entre los colombianos, sin importar su estrato socioeconómico. Es una queja permanente. La percepción de las personas, que sale registrada en los estudios que se hacen al respecto (Raddar citado en Portafolio, 2025), revelan que la capacidad de compra de los hogares ha disminuido sistemáticamente, incluso en años en los que el salario mínimo ha subido por encima de la inflación. Algo no cuadra; las cifras oficiales del Índice de Precios al Consumidor -IPC- informa una inflación menor a la que se “siente” en los bolsillos de la gente.

Los precios suben por muchas razones. Algunas corresponden a los aumentos en costos como las alzas en la gasolina, los alimentos y el transporte, por ejemplo. Otras provienen de decisiones macroeconómicas, como la emisión monetaria, alza de tasas de interés, tipo de cambio o presiones externas como guerras o pandemias, e incluso de mayores impuestos. Al final el resultado es el mismo: todo sube, y rara vez baja. Esa es la inflación de precios. Y aunque se la intente compensar con políticas salariales, hay un desfase no suficientemente explicado entre lo que sube el costo de vida y lo que sube el ingreso.

 

En nuestro país cada año se reúne una mesa compuesta por empresarios (representados por gremios, algunos de grandes empresas), sindicatos y el Gobierno nacional para definir el aumento del salario mínimo. Si no hay acuerdo, el Ejecutivo toma la decisión por decreto. Teóricamente, el aumento debe reflejar la inflación del año anterior más un porcentaje de aumento de la productividad lograda, revisando lo que se espera de inflación en el siguiente año. En los últimos años, con alta inflación, el aumento ha sido mayor. Pero esto no ha garantizado que los trabajadores estén recuperando su poder adquisitivo como sí lo aclara la Corte Constitucional en la sentencia C-408-21.

Y no todos los trabajadores se ven beneficiados. Colombia tiene una tasa de informalidad laboral de cerca del 55.2%, según el DANE (2025), lo que significa que más de la mitad de los trabajadores no necesariamente están cubiertos por el aumento del salario mínimo. Además, muchos trabajadores formales ganan más que el mínimo, pero sus incrementos no siempre siguen la misma lógica de ajuste.

Si el salario mínimo sube para compensar la inflación, ¿por qué la gente siente que no se actualiza su poder adquisitivo? Normalmente se esgrimen posibles razones, como que el IPC mide una canasta promedio, que no necesariamente refleja la realidad de todas las familias. Por ejemplo, los hogares más pobres destinan más a alimentos, transporte y arriendo, sectores donde los precios han subido por encima del promedio. Esto indica que hay que estudiar con mayor profundidad la problemática para buscar soluciones rápido, porque pasan los años y vuelve la misma conclusión recurrente sin correcciones, la gente sigue empobreciéndose y fuera de todo, es una obligación para el Gobierno (tal cual lo aclara con toda claridad la sentencia de la Corte Constitucional). También hay quienes sugieren que debe ser que los resultados del IPC se alteran dado que es un indicativo fuerte de la política en curso; una conjetura de la calle a partir de la falta de explicación convincente. Lo cierto es que no hay nada completamente cierto y claro para explicar esta “sensación”.

Desde 2021 le sigo la pista a esta incógnita, puesto que no hay respuestas contundentes. En ese momento escribí el artículo “Regalo fugaz: salario mínimo” (Fonseca, 2021) en donde, aguando la fiesta del 10% anunciado por el presidente Duque con bombos y platillos (con una inflación registrada del 5% y contando con la sensibilidad generalizada del momento postpandemia), advertí que no alcanzaría a disfrutarse ni un mes ya que se vendrían unas alzas generalizadas muy fuertes, tal cual como pasó. Ese año, 2022, la inflación terminó en 13.12%. Me quedó la conclusión desde entonces que la actualización del poder adquisitivo en enero de cada año no era suficiente para compensar los aumentos de precios que se dan durante el año. Esta vez me propuse hacer los análisis encontrando un error aritmético, del cual no encuentro una discusión seria, y que simplemente parece aceptarse por todo el mundo, y la gran mayoría sin entender nada. Sus consecuencias son brutales para la gente y que explica en parte, esto sí, por qué la gente siente que el sueldo no alcanza, o alcanza cada vez menos. Pero además, no se ajusta a la ley (ver la sentencia C-408-21).

La situación es la siguiente: el salario se ajusta en enero con base en la inflación del año anterior (como mínimo, dice la norma), para que le sirva de ingreso renovado para el siguiente año, pero durante ese año el trabajador va a perder capacidad de compra mes a mes por la inflación mensual intra-anual. No se trata solo de que la plata ya no alcance en diciembre: no alcanzaba desde marzo, desde julio, desde septiembre. Esa pérdida nunca se recupera. Hace parte del empobrecimiento gradual de la gente.

Este error de cálculo genera una erosión silenciosa. Por ejemplo, en 2007, el valor real del salario mínimo ajustado por inflación se erosionó en un 61% durante el año, lo que significa que solo el 39% del aumento fue efectivamente útil para compensar la pérdida de poder adquisitivo. El salario mínimo de ese año fue 433,700 $/mes, por lo que el trabajador perdió durante el año $201,437 (algo cercano a medio salario mensual), o lo que es igual a que el aumento real del salario mínimo hubiera sido solo del 3.9% y no del 6.3% (lo decretado).

Este error en el cálculo produjo una pérdida acumulada de 2000 a 2024 de $11’350,000 (a pesos de 2024) en los ingresos de un trabajador con salario mínimo. Un empobrecimiento invisible.

En la tabla 1 se muestra el calculo del error en cada año, y lo que ha debido ser el aumento del salario mínimo en su momento para que los trabajadores no perdieran su ingreso por la inflación mensual intra-anual. Para 2025 se supone una inflación de fin de año de 4.81% (BanRepública, 2025) y un escenario alto para 2026 con un comportamiento similar a 2025. Esto arroja, que si se está pensando en un 7% el aumento del salario mínimo debería ser de 11% para evitar que el ingreso de los trabajadores se erode durante 2026 por efectos del error de cálculo, y cumplir con la ley: “… derecho constitucional en cabeza de los trabajadores a mantener el poder adquisitivo real del salario” (sentencia C-408-21).

Corregir esto es sencillo desde el punto de vista técnico: la fórmula para iniciar la discusión del aumento del salario mínimo no debería partir de la inflación del año anterior sino de esa inflación dividida por uno menos el porcentaje de pérdida de ingreso causada por la inflación intra-anual (el 66% del ejemplo de 2007). Ese debería ser el nuevo punto de partida, antes de considerar la productividad y la negociación política. De esa forma, se evitaría que el trabajador arranque cada año perdiendo la inflación intra-anual. Es una corrección de un error, no una concesión.

Como algunos argumentan que aumentar más el salario mínimo puede disparar la inflación, hay que recordar que la evidencia empírica, incluida la del Banco de la República citada por Portafolio (2025), señala que el impacto es acotado: un aumento del 1% en el salario mínimo genera solo entre 0,10% y 0,16% de incremento en la inflación total. Y ese efecto se concentra principalmente en servicios intensivos en mano de obra, como restaurantes o peluquerías, donde el componente salarial es más alto. En la mayoría de los sectores empresariales, los salarios representan entre el 5% y el 15% de los costos totales, por lo que el impacto directo sobre los precios es marginal. Parece que no hay justificación técnica para negarle a los trabajadores una compensación justa alegando efectos inflacionarios generalizados, aunque se sabe que hay un bucle de retroalimentación entre ambas variables. También se advierte que los aumentos del salario mínimo por encima de la inflación destruyen empleo; sin embargo, según BanRepública (2020) “un aumento del SM real de 1% produce una pérdida de puestos de trabajo de 0,7% en un horizonte de uno a dos años”, es decir, también efectos acotados.

Y una reflexión adicional.

Lo que sí es sistemático es que las grandes empresas reportan utilidades crecientes y enormes en muchos casos, como Davivienda que reporta 66% en el segundo trimestre o Argos con 161% en el primer semestre de este año, pero que hacen parte de las voces que normalmente insisten (a través de sus gremios) en que no hay margen para subir el salario mínimo más allá de la inflación. Esto, en una economía en la que más de la mitad de los trabajadores está en la informalidad y la otra mitad ve su salario erosionarse cada mes, es una posición muy difícil de defender, por decir lo menos.

Es necesario repensar estos mecanismos estructurales de desigualdad. Con prioridad, hay que arreglar el error aritmético que señalo, pero se debe ir más allá, y generar otras formas de ayudar a la población para mejorar sus condiciones, cuando las utilidades de las empresas tienen el margen para hacerlo. En Ecuador, por ejemplo, se exige por ley que las empresas distribuyan el 15% de sus utilidades con los trabajadores (MinTrabajo, Ecuador).

La negociación del salario mínimo este año debería ser diferente. Gobierno, empresarios y sindicatos: como primera medida, hay que corregir el error que ha empobrecido, en silencio, a millones de colombianos por décadas. El salario mínimo debe compensar la pérdida del ingreso mínimo erodado mes a mes por la inflación inter-anual.

Pero las discusiones deberían estar basadas en todos los estudios disponibles en forma objetiva y sin sesgos, y francamente no adoptar expresiones clichés para hacer advertencias de debacles si se sube el salario mínimo en pequeños porcentajes mientras que las utilidades de los empresarios que discuten el salario mínimo se leen en porcentajes de varias decenas.

Rafael Fonseca Zarate

Ideología y polarización del medio ambiente: un absurdo civilizatorio

Uno de los aspectos de la vida humana en los que los políticos y el poder económico logran una polarización violenta es el medio ambiente. De no creer: en las condiciones generales de vida sobre la tierra no hay distingos; si la casa mayor se estropea para la vida humana, todos sufriremos. La desigualdad hará que los poderosos la pasen menos mal, pero nadie quedará indemne.

En Colombia, el vínculo de la izquierda con la defensa de la tierra tiene raíces campesinas: la toma de baldíos, la confrontación contra el latifundio, los asesinatos de defensores ambientales. La violencia ligada a la apropiación ilegal de tierras y posteriormente al narcotráfico convirtió en automático el constructo de que proteger la naturaleza era “cosa de la izquierda”. Así, el dogma se instaló en ambos extremos: quienes defienden la tierra quedan estigmatizados de izquierda, y quienes la depredan justifican su acción como defensa del orden o del desarrollo, de derecha.

 

Este dilema es especialmente estúpido, en su acepción de diccionario de torpeza notable para comprender las cosas, porque pone en riesgo la vida de todos. Desde la razonabilidad, en el sentido que la entiende Savater frente a la mera racionalidad instrumental, ni siquiera debería existir debate y mucho menos polarización. Incluso si los negacionistas tuvieran algo de razón, desde el principio de prudencia del derecho romano se zanja: ante la duda, abstente. En cuestiones de riesgo mayor, la lógica exige prevención.

La divulgación del problema ambiental ha perdido fuerza porque guerras y conflictos políticos parecen más urgentes. Pero la amenaza climática sigue como espada de Damocles sobre la humanidad. Como suele ocurrir, lo urgente desplaza a lo importante. Y quizá solo cuando toquemos fondo, ese sufrimiento extremo que Dostoievski describe como detonante de transformación, reaccionaremos. El riesgo, advierten los científicos, es que para entonces sea demasiado tarde.

La polarización política también ha golpeado a la ciencia. En Estados Unidos, el presidente Trump convirtió a los investigadores del clima en blanco de ataque ideológico, priorizando beneficios monetarios inmediatos frente a la razonabilidad preventiva. La racionalidad económica se ha impuesto a la fuerza sobre la prudencia que salvaguarda la supervivencia.

Con esta perspectiva, la polarización ambiental resulta insulsa. Cada cual puede creer lo que quiera, pero la razonabilidad, en términos de supervivencia, debería llevarnos a actuar al unísono.

En términos estratégicos, aparece la brecha entre lo que “debiera ser” y lo que efectivamente “pudiera hacerse” (Fonseca, 2014). Lo deseable sería que la razonabilidad prevaleciera. Pero la desigualdad extrema del mundo y el poder económico aferrado a la utilidad inmediata impiden esperar una respuesta rápida y seria. La única salida parece ser virar los incentivos: alinear los intereses de quienes concentran el poder con la urgencia de atender la crisis ambiental.

Aquí Edgar Morin, padre del pensamiento complejo, ofrece luces. En su reciente libro “Despertar” reconoce la paradoja: detener el crecimiento económico es necesario para salvar el planeta, pero mantener el crecimiento es imprescindible para que funcionen las sociedades modernas. Los líderes suelen optar por los intereses particulares e inmediatos, manteniendo el crecimiento. Morin propone una política inteligente declarada: decrecer en lo que contamina y destruye, crecer en lo que protege y regenera (Despertar, Morin, 2024).

A esa visión conviene añadir una dimensión más: no solo promover lo regenerativo, sino impulsar sola la innovación que desde el inicio no destruya (Fonseca, 2020). La transición energética debe ir más allá de sustituir lo existente; debe anticipar las nuevas y crecientes demandas sin repetir errores. El reto no es menor: ampliar un mercado donde múltiples oferentes compitan con soluciones limpias, bajo reglas que internalicen el costo de reparar la naturaleza y marginen monopolios.

Si no hemos logrado contener al capitalismo voraz, al menos podemos reorientar su energía: desplazar la producción contaminante hacia la regenerativa e insertar lo ambiental en los flujos del mercado, para que incluso los actores más poderosos tengan incentivos de permanencia bajo un paradigma distinto. Paralelamente, debemos abordar la otra crisis que Morin señala: la del pensamiento. El cambio climático no solo exige soluciones técnicas, sino un viraje cultural y cognitivo que nos permita pensar de manera más compleja y menos fragmentaria.

El desafío es enorme: conjurar la amenaza vital lo más pronto posible, dentro de las mismas reglas humanas que han creado esa amenaza. Con este enfoque, la polarización sobre el medio ambiente se revela por lo que es: un absurdo peligroso. Frente al riesgo mayor, la única opción razonable es actuar. No hacer nada no es, ni de lejos, una opción inteligente.

Rafael Fonseca Zarate

El costo-beneficio del atraso estatal

El Ministerio de Transporte expidió recientemente la Resolución 20253040029505, con la cual se oficializa el uso del Análisis Costo Beneficio (ACB) como instrumento de estructuración de proyectos de infraestructura de transporte, bajo un enfoque orientado al bienestar de las personas. Es, sin duda, un paso histórico y a la vez, vergonzoso. La misma necesidad de expedir una resolución sectorial para recordar lo que debería ser obvio, que el Estado debe decidir con base en la rentabilidad social de los proyectos, revela cuánto nos hemos quedado atrás en madurez institucional estatal y en madurez de nuestra democracia, lo cual es mucho peor. Y más, si se tiene en cuenta que el alcance de este paso de desatraso que estamos dando con esta resolución es solo para el sector transporte.

Rentabilidad social: el deber del Estado

 

La rentabilidad social en un proyecto de transporte público de pasajeros es, en términos simples, la diferencia entre los beneficios y los costos que un proyecto genera para la sociedad en su conjunto, no solo para las finanzas de la obra. Incluye impactos en movilidad, tiempo ahorrado, seguridad, salud, medio ambiente, productividad, equidad y calidad de vida. Son dimensiones más complejas de estimar que los flujos financieros, pero no son opcionales: un Estado moderno tiene que decidir con base en ellas.

De allí la contundencia de la lógica: un gobierno que prioriza proyectos por intereses políticos, cálculos electorales o conveniencias de contratistas, como tantas veces ocurre, traiciona su deber fundamental. Los resultados los conocemos: proyectos mal madurados, obras inconexas, sobrecostos y corrupción.

Que haya sido necesario regular este principio básico, y además restringido al sector transporte, habla del rezago existente. Desde hace dos siglos deberíamos tener claro que toda inversión pública, de cualquier sector, debe estar orientada al bienestar de las personas. Que aún no lo sea, muestra un Estado atrapado en la inmediatez y en la politiquería.

La virtud de la estandarización

El otro gran acierto de la resolución es la estandarización de los análisis, que emergió de las conclusiones que arrojó el estudio que la Agencia Nacional de Infraestructura -ANI- contrató en 2023 con la Sociedad Colombiana de Ingenieros -SCI- (ANI Documento 4y5, 2024) según informaron durante la presentación que hizo la ministra con sus colaboradores del Ministerio del Transporte en la Universidad del Rosario la semana pasada. El ACB debe producir un indicador sintético, la relación beneficio/costo, que permita comparar proyectos distintos y priorizarlos de acuerdo con su impacto social, para lo cual se requiere que la metodología para desarrollarlo sea estándar. Pero, como dijeron los expositores, en el caso del Metro de Bogotá ni siquiera eran comparables las alternativas para la misma solución en la misma ciudad, pero en años diferentes: se aplicaron metodologías distintas que necesariamente arrojan cifras inconexas.

El absurdo era evidente: proyectos del mismo sector, e incluso del mismo tipo de infraestructura, se miden con instrumentos diferentes. La resolución corrige parcialmente ese error, pero solo en transporte. Sin estandarización transversal entre sectores, el país seguirá sin poder construir un listado confiable priorizado nacional de proyectos, algo elemental para planificar con visión de Estado.

Y sin esa jerarquización, veremos seguir priorizando andenes en municipios sin alcantarillado, o parques cuando no están completos los sistemas de saneamiento básico. No porque la comunidad lo pida, y pese a que los ciudadanos difícilmente cuentan con herramientas técnicas para analizar prioridades complejas, sino porque los políticos deciden de acuerdo con sus intereses. Y ya sabemos cuán expuestas están esas decisiones a la corrupción.

Planeación de largo plazo, el gran ausente

La ausencia de un método estandarizado y obligatorio de comparación refuerza una de las taras más graves de Colombia: la falta de planeación de largo plazo.

Los planes de Gobierno barrieron con los planes de Estado. Sin un inventario priorizado de proyectos estratégicos, cada administración arranca de cero y escoge según su conveniencia. No es extraño entonces que el país siga “en vías de desarrollo”, con obras inconclusas, iniciativas que se repiten y recursos públicos dilapidados.

La planificación estratégica de infraestructura no puede quedar al vaivén de las elecciones ni al cálculo de clientelas políticas. Requiere reglas claras y una institucionalidad robusta que obligue a decidir con base en la rentabilidad social, en beneficio de todos y no de unos pocos.

El cambio de procedimiento: del trámite a la esencia

Un aspecto novedoso de la resolución es que el ACB ya no se concibe como un requisito de trámite al final del proceso, diseñado para justificar lo que el gobernante de turno ya decidió. Por el contrario, debe acompañar desde el inicio al diseño y en cada iteración retroalimentando las alternativas y buscando siempre la mayor relación beneficio/costo.

Es un giro radical: deja de ser el “sello” complaciente de un informe contratado para justificar decisiones políticas ya tomadas, y se convierte en la herramienta central para identificar la mejor opción, de verdad. Si se cumple, sería un cambio cultural en la forma de planear y estructurar proyectos públicos.

Lo que aún falta

La resolución del Ministerio de Transporte es un paso necesario, pero insuficiente. Mientras no se extienda a todos los sectores y no se convierta en política de Estado, seguiremos presos del cortoplacismo, de la discrecionalidad y de la corrupción que carcome la inversión pública.

El costo-beneficio de este atraso lo hemos pagado todos: con pobreza persistente, desigualdad territorial, infraestructura incompleta, oportunidades perdidas y una corrupción galopante.

Si queremos dejar de estar “en vías de desarrollo”, el camino está claro: todas las decisiones de inversión pública deben regirse, sin excepción, por la rentabilidad social y por metodologías estandarizadas que permitan priorizar lo que más bienestar genera a los colombianos.

Rafael Fonseca Zarate

La fuerza de no polarizarse

Si alguien dice “los colombianos son creativos”, nadie suele protestar por esa generalización. Pero si alguien dice “los colombianos son perezosos”, el rechazo aparece de inmediato: “¡no generalice!”, dirán muchos de los que escuchan. Esto muestra que una generalización, por sí misma, no siempre es el problema; lo decisivo es lo que implica para quien la escucha. Esa reacción suele estar más relacionada con una resistencia emocional que con un análisis racional: un sesgo afectivo o sesgo emocional, en el que las emociones pesan más que la razón y en el que la lógica llega después, solo para justificar la postura asumida.

Este tipo de sesgo es el terreno fértil en el que se construyen las polarizaciones, que suelen ser profundamente emocionales, incluso irracionales. Lo más problemático es que el sesgo puede volverse invisible para quien lo padece: quien está inmerso en él no percibe su propia parcialidad, porque su lógica interna acomoda todas las piezas de su pensamiento a lo que le resulta aceptable a su intelecto.

 

No solo la proximidad de las elecciones de 2026, sino en especial la coyuntura generada por la definición en primera instancia del juicio al expresidente Álvaro Uribe, han vuelto a encrespar los ánimos.
La polarización, otra vez, se ha instalado con fuerza en el debate cotidiano, metiéndose en las conversaciones de la gente común, reafirmando a quienes creen lo mismo dentro de sus tribus virtuales, repitiéndose una y otra vez las mismas ideas de siempre, o abriendo nuevas distancias, e incluso enemistades, entre quienes piensan distinto. Y los odios entre los extremos se exasperan.

Los polarizados suelen creer que solo existen ellos y sus opositores: fuera de esa dicotomía, no hay nada más. Esa percepción no es casual, sino inducida: es una estrategia bien conocida por los polarizantes, aquellos que diseñan, siembran y cosechan la polarización para su propio beneficio. En Colombia, la ecuación parece inamovible: petristas contra uribistas, sin espacio para nadie más. Y sin embargo, según las encuestas, en un “promedio de promedios”, los primeros conservan un 30 % y los segundos un 10 % del electorado: incondicionales, activistas, movilizados por la confrontación.

Tras el resultado del juicio al expresidente Uribe, tanto petristas como uribistas parecen convencidos de que la coyuntura les favorece. Los primeros lo ven como un triunfo simbólico; los segundos, como una oportunidad para reagrupar fuerzas.
Ambos apuestan a que, por una razón o por la otra, lograrán cautivar a los votantes del centro, esa mayoría silenciosa que, en últimas, define las elecciones, como si ese centro estuviera esperando ser absorbido por alguno de los dos extremos.
No por casualidad, en ambos lados buscan presentarse como cercanos al centro, adoptando etiquetas como “centro-izquierda” o “centro-derecha”, según convenga.

La paradoja es evidente: los mismos sectores polarizados que desprecian al centro intentan, al mismo tiempo, captarlo. Para lograrlo, han promovido con éxito la idea de que el centro es sinónimo de tibieza, y que quien no toma partido radical no tiene criterio político. Un ejemplo claro de esa estrategia es la estigmatización de Sergio Fajardo como “tibio”.
Pero esa caracterización no se sostiene. Fajardo no es tibio: su perfil político está claramente definido, aun cuando no encaje en las etiquetas tradicionales. Estar en el centro no es evitar el conflicto ideológico, sino rechazar las fórmulas cerradas de ambos extremos. El centro no se desentiende de la política: la examina con juicio, identifica lo que no le convence de la derecha y de la izquierda, y elige con criterio propio.

Esa es la diferencia. El llamado centro es, precisamente, lo contrario del “todo o nada” que domina en los extremos ideológicos:
Desde el centro se comprende, y se reivindica, una combinación razonada de elementos esenciales para la vida democrática:
La libertad individual, la propiedad y la iniciativa privadas, un capitalismo funcional que no derive en corrupción ni en concentración excesiva de la riqueza.
Pero también se reconoce el papel imprescindible del Estado como regulador de mercados que son, en la práctica, imperfectos.
Se entiende la urgencia de ayudar a los ciudadanos a salir de la trampa de la pobreza, lo cual requiere garantizar acceso efectivo a educación, justicia, salud y condiciones de vida digna.
Y se acepta la necesidad de estructuras impositivas lógicas que permitan al Estado cumplir esa misión.

Sin siquiera entrar a discutir los extremos más radicales, donde, inevitablemente, se pierden las libertades en nombre del poder, ya sea bajo autoritarismo o fascismo, lo cierto es que mientras los polarizados militan con sus sesgos emocionales, los ciudadanos del centro, que son la mayoría, están esperando propuestas. Y no más improperios, insultos, miedos ni amenazas disfrazadas de estrategia. Es hora de que los precandidatos entiendan que al centro no se le evangeliza: se le convence con ideas y propuestas.

El centro está hastiado de todas esas estrategias de miedo, ya desgastadas y repetidas hasta el cansancio. No funcionará seguir invocando la lucha de clases, ni apelar a una versión reciclada del socialismo del siglo XXI, que ya ha mostrado sus fracasos. Tampoco asustará al votante no polarizado la amenaza de que “nos vamos a volver como Venezuela” o, más recientemente, la insinuación viral de que se avecina un fenómeno similar al nazismo.
Nada de eso convencerá al votante de centro, que tiene la opción, y la madurez, de escuchar, pensar, discernir, y dejar de tener que elegir siempre al menos malo.

Los precandidatos, si quieren ser tomados en serio, deben enfocarse en propuestas sesudas, bien elaboradas, argumentadas con rigor. El país necesita respuestas reales para reducir la pobreza extrema y aliviar el sufrimiento de millones que viven con mala alimentación, vivienda precaria, acceso limitado y deshumanizado a la salud, pocas oportunidades para remontar la pobreza, y un sistema de justicia que funciona de manera injusta.
Necesitamos mejorar la calidad de vida y el bienestar general, no solo el de las clases altas que no enfrentan esos problemas.

Para lograrlo, se requieren sus propuestas para una mejor planeación de las intervenciones e inversiones del Estado, potenciar la competitividad del país y sus empresarios, reducir la corrupción en todas sus dimensiones, incluyendo el desafío de enfrentar al aparato político del que los mismos precandidatos provienen, y racionalizar los impuestos con los que el Estado puede financiar todo lo anterior.

Una mención final, necesaria, para el cáncer de la corrupción.
Muchos economistas analistas, con razón, señalan que los montos robados son pequeños si se comparan con el total de las finanzas públicas. Y es cierto que, por sí solos, no explican el atraso del país en términos de desarrollo y bienestar. Pero ahí no termina el daño. Los efectos intangibles de la corrupción son brutales: distorsionan la planeación estatal, sacrifican metas de largo plazo, y pervierten decisiones públicas para favorecer el saqueo. La eficiencia del gasto se derrumba no solo por lo que se roba, sino por lo que se deja de hacer bien para proteger los intereses que roban.
Ese será el tema de nuestra próxima reflexión.

Rafael Fonseca

Que roben, pero que hagan

Hay frases que, de tanto repetirse, terminan pareciendo sensatas. Una de ellas, de las más corrosivas en nuestra vida pública, es la que dice: “Que roben, pero que hagan”. No es un simple comentario resignado; es una racionalización de una claudicación. Es el intento de convertir la corrupción en un mal tolerable y hasta necesario si al menos deja rastros de obras. Pero detrás de esa frase hay algo más que una resignación: hay una rendición moral, un pacto implícito con la mediocridad y una renuncia a exigir lo que nos corresponde.

Con frecuencia, este tipo de justificaciones se extienden a otras frases comunes también muy corrosivas, como éstas: no pago impuestos porque los políticos inescrupulosos se los roban, “para qué ser decente en un país que premia a los tramposos”. Independientemente de lo cierta que resulta la motivación de estas frases, lo que plantean es una paradoja ética: como el Estado o los políticos son tramposos y corruptos, yo también puedo ser tramposo y corrupto, sin que pase nada (nota 1). Pero esta lógica nos encierra en un círculo vicioso del que no salimos ganando, en el que hemos estado prácticamente en toda nuestra historia y está a la vista, lo que hemos logrado no ha sido bueno para la inmensa mayoría.

 

Este tipo de razonamientos se conocen como falacias. Una de ellas es la llamada “tu quoque”, que en latín significa “tú también”: desviar la atención de la falta propia señalando la falta ajena. Otra, más profunda, es la del mal menor, que plantea una falsa dicotomía: o aceptamos la corrupción con algo de obras, o nos condenamos a honestidad sin obras. Lo que se omite es que ambas cosas, transparencia y eficacia, no solo son posibles juntas, sino que deberían ser el común actuar de cualquier gobierno serio.

Pero quizás la más peligrosa de todas es la normalización del cinismo, que nos lleva a creer que la corrupción es parte del paisaje, que no hay nada que hacer y que es mejor adaptarse. Ese cinismo termina volviéndose cultura, criterio de evaluación pública y medida de lo posible. Y una sociedad que adopta esa lógica, deja de exigir. Y se vuelve espectadora de su propia degradación.

No se trata de idealizar ni de negar las dificultades estructurales del país. Todos sabemos que la corrupción no es un asunto de individuos aislados, sino de sistemas y arreglos institucionales que la facilitan o la toleran. Pero tampoco podemos ignorar que, en esa red, nuestras decisiones personales cuentan. Cuando justificamos lo injustificable porque “todos lo hacen”, contribuimos a que ese sistema se mantenga.

Decir que no hay salida, que todos lo han hecho, es también una forma de evadir la responsabilidad. Y la responsabilidad no empieza en las grandes decisiones del poder, sino en los pequeños gestos cotidianos: en pagar o no pagar un soborno, en justificar o no justificar la trampa, en cumplir o no cumplir con nuestros deberes civiles. Y no solo en cuanto hace al país, al departamento o a la ciudad, sino en nuestros entornos más cercanos, como las colectividades a las que pertenecemos, grupos de amigos y a nuestra propia familia. Nadie tiene la obligación de ser un héroe moral, pero sí tenemos el deber de no convertirnos en cómplices pasivos, verdaderos pusilánimes que con nuestro silencio aprobamos y aceptamos a los corruptos.

Debemos hacernos las preguntas más incómodas: ¿cuánto de lo que criticamos afuera lo hacemos, aunque sea en versión personal, dentro de nuestro propio contexto? ¿Cuánto daño nos hace esa lógica de “roban, pero hacen”, cuando sabemos que nos roban a nosotros mismos y a todos los ciudadanos, que no hay corrupción chica y que seguirá avanzando sin límite, y lo más absurdo, que ni siquiera hay garantía que se hagan las obras necesarias ni con la calidad requerida?

La ética pública no puede depender del ejemplo perfecto desde los gobernantes. Tiene que sostenerse desde nuestras propias acciones, desde lo que cada uno decide tolerar o no. Porque si esperamos a que el Estado sea perfecto para actuar con decencia, estamos simplemente justificando que abandonamos nuestra responsabilidad de ciudadanos y nos volvimos tramposos y corruptos también. Si todos nos robamos todo, entonces ¿qué futuro nos depararemos a nosotros mismos, a nuestro país, a nuestros hijos y nietos?

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Nota 1: Una reflexión necesaria sobre moral, ética y derecho en Reconciliar la moral, la ética y el derecho: un magno reto que tenemos que asumir.

El problema del mal ejemplo de los más altos dirigentes no es que con su corrupción roben más que todos, sino que le enseñan a robar a todos”.

Rafael Fonseca

La libertad no morirá: la entregaremos por placer

Vivimos convencidos de que la distopía es una posibilidad remota, una exageración literaria. Pero ¿y si ya estamos adentro, sin notarlo?

Orwell, Huxley, Harari, Byung-Chul Han, Acemoglu y Marcial Muñoz no escriben la misma historia, pero apuntan al mismo vacío: el fin de la libertad, no por represión, sino por voluntad.

 

George Orwell temía un Estado que vigilara, prohibiera y castigara. El Gran Hermano lo ve todo. Pero más que vigilancia, lo que impone es control del pensamiento. La gente no solo obedece: aprende a amar su sometimiento.

Aldous Huxley imaginó algo peor: un mundo feliz donde la gente renuncia a pensar porque vive anestesiada por el placer, el confort y el entretenimiento. No hay censura, no hace falta. La esclavitud es dulce, la libertad es irrelevante.

Yuval Harari nos ubica en el presente: el poder del siglo XXI no castiga, predice. La inteligencia artificial y el dominio de datos hacen posible una dominación sin violencia, donde quienes nos conocen mejor que nosotros mismos moldean nuestra voluntad sin que lo sepamos.

Byung-Chul Han lo lleva más profundo: el nuevo poder no reprime: desgasta. Ya no hay coerción. Hay autoexplotación. Nos vigilamos solos, nos mostramos voluntariamente, nos agotamos tratando de ser “mejores”. La represión ha sido reemplazada por la transparencia.

Daron Acemoglu aterriza todo esto en lo institucional: una plutocracia algorítmica, donde un puñado de corporaciones gobierna con códigos, no con leyes. No eligen presidentes, pero definen el futuro. Automatizan sin reglas, y concentran el poder sin responsabilidad.

Y luego está PSI, la novela de Marcial Muñoz, que no es una ficción cualquiera. Es una radiografía narrativa de lo que viene (o ya está). Los “Super Humanos”, modificados biotecnológicamente, viven con capacidades extendidas, pero sin deseo ni emoción. Los “parias”, inútiles para competir, son mantenidos en EYE, una realidad virtual de placer y armonía. No hay rebelión, porque nadie siente que le falte algo.
Allí convergen todas las advertencias: Orwell está en el control; Huxley, en la felicidad inducida; Harari, en la predicción total sobre los riesgos de la infotecnología y la biotecnología; Han, en la renuncia voluntaria; Acemoglu, en el dominio corporativo.

PSI agrega algo más: un futuro en el que, gracias a la tecnología, se cumplen las más antiguas aspiraciones del ser humano: larga vida, salud y placer. Pero también un futuro sin alma; sin deseo, sin error, sin vínculos.

Todo esto tiene una raíz común: la tecnología avanza sin ética.

Desde el nacimiento de la ciencia moderna, y tal vez desde el pensamiento de Descartes, la humanidad ha desarrollado un conocimiento técnico deslumbrante, sin un desarrollo ético proporcional que pueda contener sus consecuencias.

Hemos separado el saber del sentido.

Hemos sustituido el juicio por la eficiencia.

Y estamos llegando a un punto en que la inteligencia artificial puede programarnos más rápido de lo que podemos repensarnos.

El temor no es solo a perder la libertad.

El verdadero temor no es a las máquinas, sino a dejar de ser humanos.

Ese es el vacío.

Esa es la reflexión que tenemos que hacer.

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Referencias usadas para este artículo (recomendadas):

George Orwell – 1984. Editorial: Editorial: Debolsillo / Penguin Random House, 2013

https://www.penguinlibros.com/co/literatura-contemporanea/81998-libro-1984-9789588773834

Aldous Huxley – Un mundo feliz. Editorial: Debolsillo / Penguin Random House, 2025

https://www.penguinlibros.com/co/grandes-clasicos/371761-libro-un-mundo-feliz-9788466367677

Yuval Noah Harari – 21 lecciones para el siglo XXI. Editorial: Debate / Penguin Random House, 2018

https://www.penguinlibros.com/co/historia/79164-libro-21-lecciones-para-el-siglo-xxi-9789585446427

Byung-Chul Han – La sociedad del cansancio. Editorial: Herder, 2024

https://herder.com.mx/es/libros-books/la-sociedad-del-cansancio-4a-ed/byung-chul-han/herder

Marcial Muñoz – PSI: El poder de la inteligencia sintética. Amazon – Paperback y Kindle

https://www.amazon.com/-/es/PSI-Cuando-ilusi%C3%B3n-mentes-Spanish/dp/B0FF32HXWJ

Yuval Noah Harari – La Vanguardia (03 de julio de 2025)

«La IA puede abrir la puerta a las primeras dictaduras digitales de la historia»

https://www.lavanguardia.com/neo/ia/20250703/10852150/yuval-noah-harari-historiador-inteligencia-artificial-abrir-puerta-primeras-dictaduras-digitales-historia-informacion-base-politico.html

Daron Acemoglu – La Vanguardia (08 de julio de 2025)

«El futuro de la democracia pasa por recuperar el control de una tecnología dominada por las grandes empresas»

https://www.lavanguardia.com/neo/sociedad-neo/20250708/10867234/daron-acemoglu-nobel-economia-futuro-democracia-pasa-recuperar-control-tecnologia-nunca-hemos-tenido-empresas-poderosas-grandes-tecnologicas.html

Daron Acemoglu – Ethic (20 de febrero de 2025)

«Nunca hemos tenido empresas tan poderosas como las grandes tecnológicas»

https://ethic.es/entrevistas/entrevista-daron-acemoglu

Rafael Fonseca

Políticas públicas que agravan los problemas que intentan solucionar

En Colombia en 2021, el precio de la gasolina estuvo congelado por decisión del gobierno Duque en los años de efectos de la pandemia. Era una “solución” para contener la inflación, pensada como medida de choque. Pero el costo fue monumental: un déficit acumulado de 36,7 billones de pesos en el Fondo de Estabilización de Combustibles, que estalló en el gobierno Petro. El remedio aplicado entonces, subidas abruptas de precios en 2023, generó una nueva ola de presiones inflacionarias, malestar social y tensiones políticas. Lo que parecía una solución terminó incubando un problema mayor (ColombiaCheck, 2023).

Esto es ejemplo sintomático de políticas que actúan sobre los efectos y no sobre las causas, que aparentemente solucionan en el corto plazo pero que agravan los problemas a futuro. Era una oportunidad para revisar no solo el modelo de fijación de precios, sino los contratos de explotación firmados con multinacionales, que obligan a Colombia a comprar su propio crudo a precios internacionales, a pesar de producir la mayor parte localmente a menor costo, lo que se traduce en grandes utilidades para las petroleras que se cubren con los mayores precios que pagamos los colombianos. Ecuador resolvió en parte este desbalance en 2010 al cambiar sus contratos y tornarlos más justos: el Estado pasó a ser propietario de todo el crudo extraído, pagando una tarifa por barril a las operadoras (Mercopress, 2010). Es un caso de cómo enfrentar las causas estructurales con políticas de largo plazo, aunque resulten impopulares o difíciles en el corto. Un análisis para tomar una decisión así, tiene que tener en cuenta todas las consecuencias relacionadas y no solo las financieras, y en especial los costos sociales que se derivan del precio de los combustibles, que son muy significativos y que impactan a la pobreza y la desigualdad (OCDE, 2013).

 

No se trata de un error aislado. La historia reciente está llena de políticas públicas que, al intentar resolver un problema visible, o no lo solucionan o incluso lo perpetuaron, profundizaron o generaron otros más graves. Otro ejemplo, ocurrió con el programa “Fertilizantes para el campo”, lanzado en 2022 como parte de la política de “soberanía alimentaria”. La medida, intuitiva y políticamente atractiva, buscaba reducir el impacto del alza internacional en los precios de los fertilizantes mediante subsidios. Sin embargo, fue una respuesta sintomática que no abordó el problema estructural: la alta dependencia del agro colombiano de insumos químicos importados (Portafolio, 2022). Dos años después, esa situación no ha cambiado: Colombia sigue importando casi todos los fertilizantes y no fortaleció la producción nacional ni diversificó las fuentes, ni impulsó tecnologías alternativas como biofertilizantes o mejoró la productividad en su uso. Por el contrario, fue una solución de corto plazo que reforzó la misma estructura vulnerable, sin modificar las dinámicas sistémicas que perpetúan y agravan la dependencia (El Tiempo, 2023)(Bolsa Mercantil, 2024).

Otro ejemplo más: durante la pandemia, se implementaron programas como Ingreso Solidario y el PAEF, diseñados para amortiguar la crisis económica mediante transferencias directas. Aunque cumplieron su objetivo de corto plazo, ayudar a millones de familias, la evidencia disponible, como la evaluación del Banco Interamericano de Desarrollo, revela que: (1) aumentaron el consumo inmediato, pero no generaron mejoras sostenibles en productividad ni formalización laboral, (2) no se articularon con políticas de capacitación, crédito productivo o estímulos a la innovación rural, (3) por el contrario, reforzaron la dependencia económica de hogares con bajos ingresos, sin promover trayectorias de desarrollo económico autónomo. Según el BID, “Ingreso Solidario mejoró el consumo, pero no generó impactos estructurales en el mercado laboral” (publications.iadb.org).

Y así podríamos mostrar muchísimos ejemplos.

Estas políticas fallaron en parte, y como lo advirtió hace más de sesenta años, el ingeniero Jay Forrester, padre de la dinámica de sistemas, porque fueron diseñadas con una comprensión equivocada de cómo funcionan realmente los sistemas sociales (Forrester, 1971). Forrester, pionero en el MIT y creador del modelo que inspiró el informe Los límites del crecimiento del Club de Roma (el famoso informe Meadows), formuló una advertencia que sigue intacta: los problemas sociales no son simples, no tienen causas lineales ni efectos inmediatos, y por eso la intuición es una guía peligrosa al momento de intervenirlos. Las políticas basadas en lo “evidente”, en lo que suena lógico o popular, suelen producir resultados contraproducentes porque no tienen en cuenta las múltiples interacciones, retroalimentaciones y retrasos que caracterizan a los sistemas complejos.

En otras palabras: lo que parece una solución puede ser parte del problema. Y lo que realmente funcionaría, como replantear a largo plazo los contratos petroleros, reorientar la agricultura nacional hacia la no dependencia de insumos importados, o reorientar los gastos en subsidios a inversiones sociales que ayuden a que las personas necesitadas puedan generar valor para sí mismos y a la economía, requiere visión de largo plazo, inversiones constantes, sacrificios en el corto plazo y decisiones políticamente costosas. Por eso, en la práctica, se evitan.

Forrester no se quedó en la crítica. Propuso una herramienta poderosa: la modelación computacional de sistemas sociales para anticipar comportamientos, evaluar políticas y tomar mejores decisiones. Lo aplicó a la dinámica poblacional, al uso de recursos naturales, a la contaminación, al crecimiento y los sistemas urbanos. Y aunque sus modelos fueron objeto de debate, el tiempo le dio la razón en lo esencial: cuando no se simulan las consecuencias de las decisiones, no se comprende la complejidad sobre lo que actuará la política pública, y finalmente las sociedades pagan caro los errores.

Aparentemente la solución sería que los dirigentes tuvieran conocimientos sobre dinámica de sistemas y la complejidad de los sistemas sociales. Pero esta solución cae en el mismo problema que Forrester advirtió.

El fracaso de muchas políticas no se debe solo a la falta de capacidad técnica o al desconocimiento de herramientas como la dinámica de sistemas. Se debe también, y quizás, sobre todo, a la estructura misma del poder político. La mayoría de las decisiones en el sector público se toman dentro de una lógica jerárquica que concentra el poder en quienes han sido elegidos o nombrados por razones políticas, no técnicas. Muchos de ellos operan bajo lo que podríamos llamar una pseudo-sapiencia instantánea que “aflora” al ser elegidos o nombrados, azuzada por colaboradores aduladores y asesores complacientes, una rendición de cuentas no profunda que no verifica ni castiga la falta de cumplimiento de metas anunciadas con bombos y platillos, y un sistema judicial precario que rara vez sanciona los errores por incompetencia.

A eso se suma gravemente una cultura política centrada en el corto plazo, donde la urgencia electoral impone decisiones inmediatas, y la corrupción distorsiona la selección de proyectos mal concebidos y no madurados. No se privilegian las políticas que resuelven problemas estructurales, sino las que generan contratos rápidos y titulares favorables.

La recomendación que Forrester de formar a quienes toman decisiones en el pensamiento sistémico, en la lógica de las retroalimentaciones y los rezagos, y en la anticipación de efectos no deseados, sigue siendo válida, pero no es suficiente. Antes de exigir formación en dinámica de sistemas, necesitamos cambiar el marco de incentivos, las reglas del juego y las estructuras de gobierno que hoy hacen imposible el buen juicio.

Enfrentamos los problemas como quien improvisa sobre una partitura que no ha leído. Y cuando el concierto suena mal, cambiamos de director, pero no de partitura. Forrester lo advirtió hace décadas: sin entender la complejidad del sistema, sólo pulimos los síntomas. Y cada elección parece una promesa, hasta que se convierte, otra vez, en decepción.

Rafael Fonseca

Estructuras temporales, riesgos latentes: alerta preventiva al alcalde de Bogotá

En un predio propiedad de la Gobernación de Cundinamarca, bajo jurisdicción del Distrito Capital, se levanta por estos días una enorme estructura metálica prefabricada con capacidad para recibir hasta 40.000 personas (Wikipedia, 2025)(ViveClaro, 2025); el proyecto completo tiene una inversión de 22 millones de dólares (Pulzo, 2025). Se trata de un centro de eventos con unas estructuras clasificadas como “no convencionales, modulares, temporales e itinerantes”, una categoría que, según la interpretación normativa vigente de algunos, permite su instalación sin requerir licencia de construcción. A primera vista, el tema podría parecer un simple trámite administrativo, pero en el fondo encierra un conjunto de vacíos técnicos, jurídicos y éticos que merecen una revisión urgente por parte del Alcalde de Bogotá y su equipo.

La clasificación como “temporal” ha permitido omitir procedimientos que, en cualquier otra edificación con capacidad masiva, serían de obligatorio cumplimiento: revisión estructural, evaluación sísmica, análisis de cargas dinámicas, rutas de evacuación, medidas contra incendio, accesos controlados, protocolos de seguridad. La ausencia de verificación de estos requisitos no significa ausencia de riesgo; por el contrario, puede ser el inicio de una tragedia que nadie quiere enfrentar.

 

Lo preocupante no es solo la magnitud de la estructura ni el número potencial de asistentes, sino que la combinación de estos factores -estructura liviana, masividad, euforia colectiva- aumenta de forma exponencial el riesgo si se presenta una emergencia. ¿Qué pasaría si, en medio de un concierto con graderías repletas, ocurre un sismo o un ventarrón, leves pero suficientes para generar pánico? ¿O si se inicia un incendio sin que existan rutas verificadas de evacuación? ¿Qué harían las autoridades si se desata una estampida por fallas en la logística o en el sonido?

La norma colombiana de sismo-resistencia (NSR-10) no contempla estructuras temporales como esta, ni establece protocolos claros para su análisis bajo escenarios extremos. Tampoco existe un régimen robusto para evaluar estos proyectos en términos de seguridad humana. En este caso particular, se suma una aparente omisión en el frente ambiental, pues el terreno forma parte del sistema de humedales de la Sabana de Bogotá, sin que haya constancia pública de licencias o autorizaciones ambientales, sumado a los derechos de los vecinos por el impacto de ruido.

En una región donde ya hemos vivido tragedias evitables -desde los incendios en discotecas como la de Bogotá (RCNRadio, 2025)[1] o colapsos como la de Santo Domingo (Wikipedia, 2025)[2] en 2025 hasta los colapsos de graderías en ferias regionales como la del Espinal en 2022 (BBC, 2022)[3] o la de México[4] en 2025 (GrupoHoy, 2025)-, resulta inaceptable que una estructura diseñada para recibir decenas de miles de personas se instale sin que el Estado ejerza control efectivo. No basta con alegar que todo es legal si la legalidad no garantiza la seguridad.

El predio es público, pero la responsabilidad preventiva es del Distrito. Por eso, señor Alcalde, este artículo no busca señalar culpables ni oponerse al entretenimiento o al desarrollo económico. Todo lo contrario: es un llamado respetuoso, pero firme, a ejercer el principio de precaución. Usted tiene la autoridad —y la obligación moral— de verificar si se han tomado todas las medidas necesarias para evitar una tragedia.

La ciudad necesita saber si alguien idóneo ha revisado los cálculos estructurales, si existen planes de evacuación, si hay cobertura frente a incendios, si la estructura cumple con criterios básicos de ingeniería. ¿Quién respondería si ocurre una desgracia? ¿Dirán que “todo estaba en regla”, aunque nadie lo haya evaluado? ¿Dirán que fue una “fatalidad” cuando era evidente que la improvisación estaba al acecho?

La propuesta concreta es sencilla: que su despacho convoque, con carácter preventivo y técnico, un comité de revisión que analice la situación del centro de eventos en construcción. No para detenerlo, sino para garantizar que lo que hoy se llama “temporal” no se convierta en una tragedia permanente. Además, como dice el refrán popular: “no hay nada más permanente que algo temporal” (noapto, 2024); solo basta mirar la lista de eventos ya programados (ViveClaro, 2025).

Porque la vida de miles de personas no puede quedar a merced de un vacío normativo ni de una interpretación laxa de la ley. Gobernar también es prevenir. Y prevenir, en este caso, puede ser el mayor acto de responsabilidad de una administración que prometió cuidar a su gente.


[1] https://www.rcnradio.com/bogota/explosion-en-discoteca-del-sur-de-bogota-deja-seis-heridos-y-causa-panico

[2] https://es.wikipedia.org/wiki/Colapso_del_techo_de_la_discoteca_Jet_Set

[3] https://www.bbc.com/mundo/noticias-america-latina-61940770

[4] https://grupohoymexico.com/2025/04/25/tragedia-en-concierto-de-quevedo-grada-colapsa-y-deja-3-lesionados-en-cdmx/

Rafael Fonseca

Errores no forzados del presidente Petro

Los errores no forzados son la pesadilla de cualquier tenista. Son fallos cometidos sin que el rival haya ejercido una presión significativa. Un golpe que termina fuera de la cancha o en la red, sin estar condicionado por la contundencia o ubicación del tiro contrario. Es decir, el jugador tenía tiempo, espacio y condiciones razonables para ejecutarlo bien. Se equivoca solo. El oponente no tiene mérito en el punto ganado.

En el tenis, no siempre gana el más talentoso, sino el que comete menos errores no forzados. En política, pasa igual. Petro llegó a la Presidencia con una oportunidad histórica en sus manos: amplio margen de maniobra, respaldo popular, una promesa clara de transformación, justicia social y lucha contra la corrupción. Pero ha jugado mal su propio partido, perdiendo muchos puntos él solo.

 

Los errores no forzados de su gobierno se pueden listar con relativa facilidad. Algunos son estructurales; otros, puntuales. En esta lista no caben las simples antipatías de sus opositores, que tenderían a incluir todo lo que no les gusta. Eso ya no serían errores no forzados, sino objeciones ideológicas. Pero tampoco pretende ser una lista exhaustiva, ni completamente objetiva: es una interpretación razonada.

Cada lector podrá cuestionarla desde su propia mirada, siempre que evite los sesgos binarios que arruinan cualquier intento de análisis. Porque parecerá indulgente para los furibundos de derecha, o injusta para los furibundos de izquierda, y la descalificación será inmediata, como todo argumento con ellos. Por fortuna, los demás somos más, y esta lista es para invitar a la reflexión de esa mayoría:

  • Frenar los contratos de exploración, en contra de la recomendación de su primer equipo económico, provocó una caída del 51 % en la inversión (Banco de la República, abril 2024). No se ha seguido un claro plan de transición energética y, al contrario, se han puesto trabas a proyectos de energías limpias. La decisión ha tenido un alto costo económico y sin beneficios ambientales importantes para el mundo (La Silla Vacía, 2024).
  • Nombramiento de ministros que contaban con sus propios criterios a sabiendas de que no llegaría a acuerdos con visiones diferentes para favorecer al país: Ocampo, López, González, Gaviria. Sus reemplazos fueron menos técnicos, activistas, y todos con menos recorrido. (La Silla Vacía, 2024). Solo con un gran equipo se hace un gran gobierno.
  • Nombramiento de Olmedo López en la UNGRD. Designó a este funcionario sin credenciales técnicas ni trayectoria ética, facilitando una red de corrupción en la compra de carrotanques y el uso indebido de fondos públicos para influir en congresistas. En contravía absoluta a sus promesas de lucha contra la corrupción.
  • Nombramientos ideológicos sin idoneidad. Casos como Irene Vélez y Laura Sarabia evidenciaron una prioridad por la lealtad simbólica sobre el mérito. El resultado fue desconfianza institucional y daño en sectores clave como energía y relaciones exteriores.
  • Congelamiento y reversa en los peajes.Congelar tarifas fue popular pero fiscalmente costoso. Reversarlo en menos de un año sumó un daño reputacional ante inversionistas y no resolvió el estancamiento del programa vial (La Silla Vacía, 2024).
  • Tres reformas en una sola legislatura.Salud, pensiones y trabajo fueron lanzadas simultáneamente, con discursos de balcón, advertencias presidenciales y presión sindical. Esta estrategia elevó la conflictividad y aumentó las posibilidades de fracaso (La Silla Vacía, 2024).
  • Reforma a la salud mal diseñada y mal ejecutada.Sin consenso ni transición técnica, el proyecto colapsó. Petro sacó a Gaviria, pero terminó con una reforma más cercana a su visión. El desgaste fue inútil y costoso (La Silla Vacía, 2023).
  • Crisis por retaliación tras el hundimiento de la reforma a la Salud. Intervino aseguradoras como Sanitas y Nueva EPS, generando caos y desprotección. La improvisación afectó a maestros, afiliados y generó desconfianza generalizada (La Silla Vacía, 2024).
  • Intervenciones institucionales reversadas por la Corte. Decisiones sobre EPS (Sanitas) que han sido revertidas por falta de sustento jurídico y técnico, revelando descoordinación y debilitando la legitimidad del Ejecutivo (ConsultorSalud, 2025)
  • Ideas improvisadas sin sustento técnico. Propuestas como el tren elevado de Buenaventura a Barranquilla, el gas por cable desde Panamá (sin contar con una línea de transmisión de alta tensión), o un tren interoceánico desde China, fueron lanzadas sin explicaciones claras, sin estudios previos, y han desacreditado su palabra, su agenda energética y de infraestructura.
  • Gobierno sin hoja de ruta clara. Ha mostrado desdén por su propio Plan Nacional de Desarrollo. Ha gobernado a punta de anuncios y subsidios sin coherencia estratégica ni sostenibilidad fiscal. La inversión estructural fue relegada.
  • Entorno familiar comprometido. Su hijo fue investigado por enriquecimiento ilícito con fondos de campaña y su hermano sostuvo diálogos informales con presos. Petro no marcó distancia y los defendió públicamente, aumentando el daño reputacional.
  • Movilizaciones con baja respuesta. Convocatorias repetidas que han terminado en movilizaciones débiles, incluso presuntamente financiadas o forzadas. El efecto fue contrario: exhibieron debilidad, no respaldo y se ha dejado contar (El País, América-Colombia, 2025).
  • Manejo político del caso Leyva. Nombró como canciller a un personaje complicado y luego no supo gestionar su salida quien ha desatado acusaciones graves contra Petro, afectando su imagen.
  • Nombramiento e injerencia de Alfredo Saade, otro personaje complicado según los que lo conocen. Su intromisión en la contratación de pasaportes sin competencia legal, provocaron la renuncia de Sarabia y una crisis interna evitable.
  • Propuesta de consulta popular. “El día de la consulta, la oposición llamaría a quedarse en casa. Con eso, el Gobierno se dejaría contar y quedaría en evidencia que tiene pocas posibilidades de ganar en 2026. Sería un tiro en el pie, más aún si lo hacen el día de las consultas internas de los partidos”. (El País, América-Colombia, 2025). La historia enseña que los referendos o las consultas están condenados al fracaso.
  • Propuesta de Asamblea Constituyente sin base legal ni política, contradiciendo su promesa de campaña y poniendo en entredicho la estabilidad institucional al plantear una constituyente sin respaldo jurídico ni social suficiente, alimentando la narrativa del autoritarismo (La Silla Vacía, 2024).

El país esperaba que el cambio comenzara con gestos concretos: cortar de raíz la corrupción en entidades como la SAE o la UNGRD, nombrar un gabinete técnico y plural, liderar con hechos la transición energética, mostrar logros reales en pobreza, salud, educación. Pero no hubo victorias tempranas. Y sin victorias tempranas, no hay confianza sostenida. Ni legitimidad para reformas difíciles. Ni permanencia para su proyecto político.

Ahora no puede decir que no lo dejaron. Pese a que pudo haber talanqueras impuestas por la llamada oposición, o el establecimiento que no quería ningún avance del progresismo, es innegable que los errores no forzados son demasiado numerosos, a los que nadie lo obligó. No fue el Congreso, no fueron los medios, no fue el “establecimiento”. Fueron decisiones propias, fallos de ejecución, excesos de improvisación, arrogancia política.

En tenis muchos partidos los gana el que comete menos errores no forzados. Petro no está perdiendo su partido por un contrincante brillante. Está perdiendo por sus propios errores. Ha jugado mal su oportunidad. Y la izquierda democrática, que por fin había llegado al poder, hoy enfrenta el riesgo de pagar ese precio histórico; en claro contraste, su mejor campaña con miras a las elecciones del próximo año hubiera sido la del éxito reconocido del actual gobierno. Petro no puede contar mayoritariamente ni con ese reconocimiento ni con la disculpa de que no lo dejaron.

Pero el partido no ha terminado. El presidente Petro podría hacer su propia reflexión y remediar con urgencia las causas de sus errores no forzados. Le queda una cuarta parte. ¡Juegue por Colombia, presidente Petro!

Rafael Fonseca

Obligados a saltar al no sabemos qué

Para nadie medianamente enterado resultará desconocido que el mundo está en una agitación creciente en las últimas décadas, que cada vez se va energizando más, haciéndose más amenazante, y provocándonos más y más incertidumbre.

El mundo hoy se encuentra sumido en una compleja maraña de tensiones geopolíticas, económicas y sociales que se retroalimentan y amplifican entre sí. Las guerras comerciales, especialmente entre Estados Unidos y China, no solo están reconfigurando el comercio internacional, sino que han expuesto fracturas profundas en el orden económico mundial. A esto se suman los conflictos armados, como la guerra en Ucrania que es un ejemplo claro de la creciente competencia por el control de recursos estratégicos y el alineamiento de potencias mundiales. La reciente confrontación entre Irán e Israel, en la cúspide del ajedrez geopolítico, que pone de manifiesto la peligrosidad de lo que las tensiones mundiales pueden desencadenar, y que aparentemente aún resuelven los EE.UU. Mientras tanto, el cambio climático que avanza sin freno, exacerbando las desigualdades sociales y aumentando la presión sobre gobiernos y poblaciones. A la par, la aceleración de la tecnología, en particular la inteligencia artificial, que ya se ve ad-portas de superar la capacidad humana de gestión, creando un panorama de incertidumbre donde los equilibrios del pasado parecen desmoronarse, abriendo la puerta a un futuro impredecible y repleto de desafíos.

 

Probablemente estemos asistiendo a un cambio de turno en la hegemonía de los EE.UU. que irremediablemente confluye en lo financiero. En su libro El Gran Reinicio (2013), Willem Middelkoop predijo un posible cambio estructural en el sistema financiero global, en el que el dólar estadounidense, hasta ahora la moneda de reserva mundial, podría perder su rol central en las transacciones internacionales. Según Middelkoop, la creciente deuda global y particularmente la inmensa deuda interna en EE.UU. junto con su persistente déficit fiscal, las políticas monetarias expansivas de los bancos centrales, en específico la Reserva Federal, y la pérdida de confianza en el dólar, conducirán a un colapso gradual de este sistema, abriendo paso a una reconfiguración del orden financiero mundial, en donde monedas como el yuan o los Derechos Especiales de Giro del FMI podrían tomar el relevo. Este proceso, que ya está en marcha, se refleja en las acciones de países como China y Rusia, que han buscado crear alianzas económicas y monetarias fuera del control del dólar. Iniciativas como el Nuevo Banco de Desarrollo de los BRICS, y los acuerdos bilaterales entre estas potencias para realizar transacciones en sus propias monedas, son pruebas claras de que el mundo se está alejando del dólar como moneda dominante, pese a los esfuerzos de los EE.UU. por evitarlo, tanto financieros, comerciales como geopolíticos; esfuerzos que últimamente han parecido torpes para muchos analistas mundiales, porque parecen ayudar al declive en vez de contrarrestarlo. Según datos recientes, gran parte del comercio bilateral entre China y Rusia ya no se realiza en dólares de EE.UU. sino en sus propias monedas o en trueque (Comercio bilateral ruso-chino) (Trueque ruso-chino) (China Track) (Bolsa rusa en yuanes). Al mismo tiempo las reservas en oro de ambos países se han acrecentado para alejarse del dólar como moneda de reserva (Reservas en oro)(Monedas de reserva). Estos movimientos reflejan lo que Middelkoop anticipó como un proceso de desdolarización gradual, un proceso que, de consolidarse, marcaría el fin de la hegemonía estadounidense y una redefinición del poder financiero global. Mientras esto sucede, el poder de influencia de EE.UU. caerá a la par que las capacidades bélicas de China y Rusia se acerquen a las suyas.

Nosotros hemos crecido a la sombra de EE.UU. pero no hemos sido ni sus protegidos ni hemos compartido pactos sólidos que nos garanticen protección. Por eso, nuestra incertidumbre es, de manera natural, mucho mayor. Hemos confiado en su relato, en el que los malos eran quienes les parecían los malos a los EE.UU. sin cuestionar. Ahora empezamos a darnos cuenta de que ese gigante que parecía el bueno podría no serlo tanto, y nos enfrentamos al reto de definir nuestra posición en un mundo que ya no sabemos cómo será. La frase del escritor Mauricio García Villegas «Los jóvenes actuales son la primera generación que no tiene ni idea cómo va a ser el mundo en 40 años» resume con agudeza la brutal la incertidumbre que nos embarga (El País, 2025).

Aquí no solamente están confluyendo las fuerzas financieras, geopolíticas y de tecnología interrelacionadas sino que también entra el juego el cambio climático, cuyas consecuencias más severas están comenzando a manifestarse, producto del desenfrenado uso de los ecosistemas durante el último siglo.

La pregunta que nos debería gravitar en nuestras mentes sería ¿cómo nos tendríamos que irnos posicionando ante los diferentes escenarios, para que al menos tuviésemos la oportunidad de preparar algunas mejores herramientas de adaptación para no ser simplemente arrasados por las tormentas mundiales a las cuales muy probablemente estaremos expuestos en los próximos años? No sabemos qué tan rápido llegarán, pero tenemos la sensación de que no serán legadas a otras generaciones.

¿Cómo es posible que, hacia adentro, estemos atrapados en semejantes enredos interminables, sin superar en prácticamente nada la violencia que nos acompaña desde la conquista, ni cosechar una cultura colectiva que nos permitiera mínimamente pensar en reforzamientos como sociedad para cuando se nos vengan esas tormentas?

Vivimos en una maraña asfixiante de corrupción, de malos gobernantes más interesados en sus beneficios personales, mientras sentimos que se nos acerca el precipicio. Sin prepararnos como deberíamos en conocimientos científicos -incluyendo los sociales-, en cerrar la brecha tecnológica, para que nos proteja del mundo hiper tecnificado que va a gran velocidad mientras nosotros sabemos que estamos retrocediendo en general. El mundo real está tomando posiciones y estudiando probabilidades, y nosotros discutiendo los mismos problemas desde el grito de la libertad.

No es posible que nuestra inteligencia no nos alcance (esa de la que tanto nos preciamos entre nosotros o comparándonos con los iguales a nosotros) para hacer un “gran reinicio” político que nos conduzca a recuperar tanto tiempo perdido y cerrar las brechas fundamentales para enfrentar el futuro. Político, porque la política es la ciencia del poder colectivo para el bien colectivo, que nos debe liderar a erigir las defensas para enfrentar las tormentas mundiales de todo orden que se vienen. De lo contrario, vamos a ser simplemente arrasados y subyugados. Hay que reaccionar ante estas realidades superiores; para no confundirnos, la reacción es muchísimo más allá de la politiquería y la polarización actuales que resultan nimiedades frente al reto gigante de salvarnos como pueblo ante lo que nos acecha en forma inminente.

Rafael Fonseca Zarate

Foro sin fundamento en Valledupar: ferrocarriles, discursos y silencios (2/2)

Continuación del artículo 1/2)

Para ser más precisos, un elemento principal de una acertada política pública es que las prioridades y decisiones deben estar basadas en la rentabilidad social de los proyectos a través de un correcto Análisis Costo Beneficio -ACB-, exigente y riguroso, estándar, que pasa por varias complejidades que debe sortear.

 

En términos financieros, todo proyecto a evaluar debe mostrar en la fase de prefactibilidad una clara proximidad a su competitividad comparada con los modos alternativos existentes, como carretero o fluvial; es decir, el flete ferroviario proyectado de punta a punta (origen en el sitio de carga a destino en el sitio de entrega) debe ser menor —o como mínimo del mismo orden de magnitud— al flete de los modos dominantes (generalmente el de los camiones). Y esto lleva al análisis a la comprensión de que el ferrocarril no puede competir en todos los tipos de cargas, por sus características intrínsecas o por la logística que necesitan. Es un hecho que desmonta la mayor parte de los tres cuasi-dogmas, y su conocimiento separa a quienes comprenden el tema de los que no. Por supuesto, la política pública debe provenir de los primeros.

Por más que el tipo de carga sea apropiado para los trenes, la distancia larga les favorezca y la pendiente baja sea propicia, si la cantidad de carga y su frecuencia de despacho no son suficientes para lograr las economías de escala en la operación de los trenes, puede ser que no se logren aproximar a los fletes competitivos frente a los modos alternativos existentes. O que la inversión en las obras que haya que realizar para mantener la pendiente por debajo del 1.5% para que la capacidad y velocidad de los trenes sean competitivas, no impacte el proyecto alejando el flete ferroviario de los fletes de competencia existentes.

Y más allá, aunque en términos financieros el proyecto no tenga cierre por sí solo, es decir que el recaudo por tarifas aplicado a las cantidades de las cargas a transportar -los ingresos- no alcance a cubrir todos los costos, de inversión, operación, mantenimiento, administración  y utilidad de los operadores (vía y transporte), podría justificarse si, con evidencia rigurosa, se demuestra su rentabilidad social, para lo cual el Estado debería aportar al proyecto, a través de una menor tarifa por uso de las vías férreas y/o invirtiendo en mayor proporción en su fase de construcción (en el caso de las APPs), e incluso invirtiendo más allá si hubiese un claro objetivo de desarrollo social futuro (en la práctica, subsidiando la operación al inicio).

Esta razonabilidad debe emerger de juiciosos estudios de beneficios y costos sociales y financieros, debidamente valorados que demuestren entre otros, la reducción efectiva de los costos logísticos comparados de punta a punta en las cargas principales, los menores impactos al medio ambiente y al paisaje por efectos de la actividad de transporte, las proyecciones de beneficios por el desarrollo a generar en las zonas impactadas, y hasta los impactos de la integración regional y local que habló la Ministra, siempre y cuando puedan ser evaluados con la misma rigurosidad.

Resulta especialmente complejo evaluar aquellos proyectos que no buscan mejorar la competitividad existente, sino generar polos de desarrollos futuros, inciertos por naturaleza, en un país que tiene poca planeación de largo plazo. Lo que defina un Gobierno, muy probablemente será replanteado por el siguiente. De hecho, este posible replanteamiento de la política pública de transporte férreo que expuso la Ministra sirve para ilustrar este grave problema asociado al subdesarrollo. En otras palabras, cuando se plantea una línea férrea (o una carretera) que se espera que sea detonante de un polo de desarrollo en las próximas décadas, que puede ser lo más adecuado para el país y algunas regiones, hay que suponer que va a haber una política de Estado – y no una de Gobierno – que permitan asegurar coherencia en la ejecución hacia el futuro. Y en estos casos, precisamente, no estaríamos frente a una política pública de transporte, sino ante una política de desarrollo, donde el transporte es uno de sus múltiples componentes.

Por fortuna los cambios introducidos en lo expuesto por la Ministra no son esenciales. El tramo Fundación – Albania, pasando por Valledupar probablemente no pasará de ser una idea. Revivir la ruta La Dorada – Villeta – Bogotá tampoco logrará pasar de la prefactibilidad, y menos, si se tiene en cuenta que la vía por el Carare tiene mucho más sentido y no son complementarias sino alternativas -la una o la otra- al menos con el tamaño de la economía regional y así será por muchísimo tiempo más. El tren del Caribe no podrá ser soportado por carga entre los puertos, porque es exigua frente a lo que empezaría justificar un tren, y sólo quedaría la demanda de pasajeros, que usualmente no alcanzan a lograr la factibilidad del tren. Muy probablemente, el Tren Verde que llamó la Ministra, tampoco arrojará resultados positivos.

En este último proyecto sí que hay que hacer advertencias, dado que hay una condición completamente diferente en el panorama económico y logístico nacional: Puerto Antioquia, en Turbo. Ya se percibe que los fletes terrestres desde o hacia Bogotá y Boyacá hacia o desde Turbo podrían ser radicalmente más bajos que los de Bogotá y Boyacá desde o hacia la Costa Atlántica, con lo cual el mercado guiará a las navieras a reubicar o incluir recaladas en Urabá y no sólo en Cartagena, Santa Marta o Barranquilla.

La ruta Bogotá/Boyacá – Turbo será en poco tiempo protagonista de los transportes en el país. Difícilmente el tren podrá competir con la red planteada, contando con el ramal que la une a Turbo, puesto que implicaría que los trenes suban y bajen a Medellín, enfrentando una topografía abiertamente adversa a su eficiencia. Pero que, además, le agrega mucho más recorrido y más tiempo.

Si el tren quiere competir, debe aprovechar que desde el Magdalena medio existe la posibilidad de llegar a Urabá sin tener que subir y bajar montañas, siguiendo un trazado plano que bordea las estribaciones de las cordilleras central y occidental al norte del departamento de Antioquia y en tierras de Córdoba (una distancia larga, plana y buenas expectativas de volúmenes de carga en los dos sentidos). Ese ferrocarril estaría destinado a contribuir realmente a la competitividad nacional y de todas las regiones vinculadas, contando siempre que la demanda de carbón coquizable de Boyacá se sostenga en el mundo. Le oí esta propuesta al ingeniero Hernando Patiño Ortiz hace un año, la cual sí refleja una visión estratégica con fundamento técnico y sentido de largo plazo.

En un estudio para la ANI en el que participé (ver memorias en la página de la ANI) se incluyeron, con buenos resultados los trayectos Fundación – Sabanalarga y de allí dos ramales a Barranquilla y a Cartagena, dado que en los dos puertos hay volúmenes importantes de cargas hacia el interior -Bucaramanga, Bogotá, de graneles sólidos y contenedores, y son receptores de carbón de Boyacá y Santanderes, principalmente. Valía la pena sugerir que se evaluaran estos proyectos, sin olvidar el escenario de Puerto Antioquia que puede cambiar completamente el tablero de orígenes y destinos de las cargas en el país.

Un foro como el citado en Valledupar era una oportunidad propicia para cuestionar y replantear a fondo los supuestos de la política pública que debe estar contenida en un Plan Maestro después de hacer las evaluaciones en prefactibilidad (con ACB, por supuesto) y no solo como ideas y perfiles de proyecto. Y desde luego, las fuentes de financiación, los tipos de contratación y la evaluación de los beneficios netos con la adopción de un método estandarizado, los problemas encontrados y actuales en la operación ferroviaria, el estado del proyecto de Ley Ferroviaria, el impacto esperable de Puerto Antioquia, todos muy importantes y que fueron desplazados para darle prioridad a contar una visión parcialmente nueva de lo que ya había.

Como era un foro, citado por la Contraloría que suponía la presencia de expertos, se hubiera esperado que estos temas de fondo se hubieran discutido, para que la ministra y sus funcionarios pudieran recoger las críticas bien intencionadas y repensar y mejorar sus planteamientos.  En foros sin controversia, sin debate ni confrontación de ideas, planes y proyectos, no se construyen rutas claras hacia el desarrollo. Urge elevar el nivel del debate público y exigir más de nuestras instituciones, de estos foros, y hasta de nosotros mismos.

Rafael Fonseca Zarate

Puertos y mafias: el auto desafío de Petro para cambiar la seguridad portuaria

El 5 de mayo, el presidente Petro afirmó que “los puertos del país están cooptados por el narcotráfico y el contrabando” y que era el momento de cambiar su administración, dada la violencia creciente en las ciudades donde operan. Además, mencionó que se estaban analizando temas jurídicos y hasta proyectos de ley. Hablaba de los puertos de Buenaventura, Tumaco, Cartagena, Santa Marta, Barranquilla y el aeropuerto de Bogotá. Indicó que se revisaría el papel de la Superintendencia de Puertos y Transporte, la Policía Fiscal y Aduanera (Polfa) y la DIAN, a quienes culpó de haber «fracasado«. Concluyó diciendo que era necesario cambiar “el método de vigilancia y administración de los puertos” (Prensa Presidencia, 2025).

La declaración inmediatamente encendió las alarmas entre los concesionarios portuarios, operando bajo la Ley 1 de 1991 (La República, 2025), quienes fueron respaldados al día siguiente por organizaciones como la Andi, Analdex y la Cámara Colombiana de Infraestructura (CCI). La CCI, a través de su presidente Juan Martín Caicedo, respondió -con toda razón- señalando que el Estado, en cabeza del Gobierno, es el responsable de erradicar y controlar el narcotráfico y contrabando, incluso en la infraestructura concesionada como puertos, aeropuertos y carreteras (El Colombiano, 2025).

 

Dos días después, Petro aclaró que no cambiaría la administración de los puertos, sino la vigilancia, que actualmente está bajo el control de mafias (La W, 2025).

El problema que el presidente Petro puso sobre la mesa es sumamente grave, y aunque la administración (operación) de los puertos es muy compleja, la cuestión de la seguridad, particularmente contra el narcotráfico y el contrabando, lo es más y sigue siendo una tarea pendiente del Estado. Si bien Colombia ha alcanzado buenos resultados operativos con puertos en manos privadas (J.M.Caicedo, X, 2025), se convive con una situación crítica que no se debe ignorar.

Un puerto es un epicentro de actividad comercial internacional, lo que lo convierte en un objetivo para el narcotráfico en un país como Colombia, principal productor mundial de cocaína (Statista, 2024), concentrando un punto de alto riesgo. La violencia y corrupción derivadas de este fenómeno son inmensas. Como bien lo expresó Caicedo, el control de estas actividades depende directamente de la Policía y el Ejército, bajo el liderazgo del Ministerio de Defensa, aunque los concesionarios deben estar disponibles para colaborar con las autoridades.

El manejo de puertos es peligroso para los operadores privados en un contexto como el colombiano. Es común que haya muertos entre los empleados que no cooperan con las mafias. La corrupción es casi ilimitada, ya que, aunque se conozcan patrones de operación ilícita, los traficantes están permanentemente inventando nuevas formas de contaminación (con droga) y/o vulneración de procesos que funcionen bien. Las estrategias de seguridad deben ser excepcionalmente inteligentes, y más, considerando que las mismas entidades encargadas de la seguridad son vulnerables al poder corruptor de los traficantes.

La clave es eliminar la dependencia de personas, o al menos de personas identificables, en la toma de decisiones para evitar la contaminación de la carga. La política pública en seguridad portuaria debe extenderse más allá de la estrategia policial y de inteligencia policial e incluir las operaciones logísticas. Por ejemplo:

  1. Inteligencia preventiva y reacción: Todas las actividades de inspección, incluyendo perfilamientos y chequeos, deben ser gestionadas por la Policía como autoridad responsable. La inteligencia de seguridad debe ser rigurosa, utilizando la más avanzada tecnología y sistemas automatizados para detectar posibles actividades delictivas.
  2. Recintos portuarios aislados: Todos los puertos deben contar con áreas de alta seguridad, completamente aisladas del exterior y equipadas con tecnologías avanzadas que permitan anticiparse a actos ilícitos. Específicamente, las medidas en el costado de los muelles deben ser mejoradas por ser normalmente muy vulnerables.
  3. Inspección rigurosa de cargas: Cada carga que ingrese al puerto debe ser inspeccionada a fondo con rayos X para escanear los contenedores y vehículos de transporte. Las imágenes generadas deben ser interpretadas mediante sistemas de inteligencia artificial que emitan alertas automáticas ante cualquier anomalía, para luego activar una respuesta inmediata de la Policía.
  4. Control estricto en los patios: Se debe implementar un «toque de queda permanente» en los patios y muelles, de manera que ninguna persona pueda transitar sin estar completamente identificada y autorizada. Los conductores de camiones, por ejemplo, no deben bajarse de sus vehículos en ninguna circunstancia. La policía debe reaccionar de inmediato si se violan estas normas.
  5. Rotación aleatoria de personal: Los operarios de grúas y otros equipos en los muelles deben ser rotados aleatoriamente en cada turno, para evitar que se establezcan vínculos con actores corruptos o ilegales. La asignación de turnos debe ser controlada por un centro de cómputo ubicado fuera del país, para asegurar que los empleados locales no puedan influir en las asignaciones.
  6. Rediseño de patios de contenedores: Los patios de contenedores deben estar diseñados con la metodología poka yoke (a prueba de errores) para impedir físicamente la apertura ilegal de contenedores de exportación para contaminarlos. Por ejemplo: cuñas de concreto que impide abrir las puertas del contenedor a nivel de piso.
  7. Manejo de sellos inteligentes: Que se instalan en la entrada al puerto y viajan con el contenedor hasta el cliente final en el extranjero, y pueden ser leídos con dispositivos de campo o puntos de lectura automatizados en el puerto a distancia. Emiten alertas de violación de sellos en el puerto y por tanto el requerimiento automático de inspección de la Policía.
  8. Identificación inteligente de contenedores en cada operación en puerto: Tanto en la operación de las grúas de patio como en las grúas de cargue y descargue de buques al lado del muelle. Aportan datos muy valiosos a la trazabilidad.
  9. Inspecciones continuas y auditadas: Las inspecciones de contenedores deben ser rigurosas, y todos los procesos deben ser auditados para garantizar la transparencia. La Policía debe poder compartir la información de los sistemas del puerto que aseguren que cada paso del proceso está debidamente registrado, auditado y revisado cuando se requiera.

La implementación de ésta política no será barata, pero los costos de no hacerlo son mucho mayores: las vidas perdidas, la violencia asociada al narcotráfico, la pérdida de competitividad para el país, los sobrecostos derivados de los procesos manuales de inspección, y el daño directo a los exportadores son solo algunos de los impactos negativos. La prevención y contención son fundamentales, y no deben verse como un gasto, sino como una inversión en la seguridad y prosperidad del país.

Es necesario que el presidente Petro y su equipo se concentren en desarrollar una política seria y efectiva para enfrentar este problema de manera integral. Si se implementa correctamente, Colombia podría dar un paso importante en la lucha contra el narcotráfico y la corrupción en sus puertos.

Rafael Fonseca Zarate

Autoritarismo democrático: el Estado como arma para apropiarse del poder

El segundo mandato de Trump no representa una amenaza hipotética para la democracia estadounidense, advierten los profesores Levitsky y Way, sino su desmantelamiento desde adentro. A diferencia de su primer mandato, Trump no llega como un outsider sin experiencia, sin plan ni estructura partidaria. Llega con todo eso. Hoy domina completamente al Partido Republicano, ha purgado a los críticos internos y promete gobernar con leales que lo acompañarán en un proyecto autoritario que ya no se oculta: enjuiciar a sus rivales, castigar a los medios y usar al ejército contra las protestas. Ahora, todo bajo el paraguas de una inmunidad presidencial casi total, otorgada por una decisión extraordinaria de la Corte Suprema. (S.Levistky, L.Way, El camino hacia el autoritarismo estadounidense, POLIS, 2025).

Pero lo más inquietante -afirman Levitsky y Way- no es que se destruya el orden constitucional: es que no será necesario. Estados Unidos seguirá teniendo elecciones, partidos, jueces y prensa. Lo que cambiará será la cancha. El poder presidencial se utilizará para inclinar el terreno, manipular las instituciones, y hacer cada vez más costosa y riesgosa la oposición (¿un golpe blando?). No se trata de una dictadura al estilo clásico. Se trata de un autoritarismo competitivo, un régimen donde la competencia existe, pero es sistemáticamente injusta. (S.Levistky, L.Way, Elections Without Democracy: The Rise of Competitive Authoritarianism, Journal of Democracy, 2002). Permítaseme proponer una traducción más descriptiva para nuestro medio: autoritarismo democrático. Paradójico sí, pero está sucediendo.

 

Este modelo, que ya hemos visto en Venezuela, Nicaragua, Hungría, Rusia, India y El Salvador, permite que el gobierno conserve las formas de la democracia mientras degrada su esencia. Y para lograrlo, necesita una herramienta central: el Estado. No como garante de derechos, sino como arma de intimidación, castigo y cooptación.

A continuación, resumo las nueve formas concretas en que, según Levitsky y Way, el Estado puede volverse un arma al servicio del poder:

  1. La justicia como herramienta de intimidación
    El primer paso es el uso del aparato judicial para perseguir selectivamente a los críticos. No se necesita inventar delitos. Basta con usar los ya existentes: evasión fiscal, errores en registros, incumplimientos menores. La justicia se convierte en un mecanismo de desgaste, no de sanción. Lo que importa no es condenar, sino agotar.
  2. La burocracia profesional, convertida en botín
    En las democracias sanas, los funcionarios de carrera sirven al Estado, no al presidente. Pero el plan de Trump de revivir el “Anexo F” permitiría despedir a miles de empleados y reemplazarlos con leales sin experiencia. Es una purga encubierta. Y donde antes había normas, quedarían órdenes.
  3. Premios y castigos desde el Estado regulador
    Quien controla las licencias, los contratos, las exenciones tributarias y las sanciones, tiene un poder inmenso. Un Estado politizado puede castigar a empresas opositoras, ahogar medios independientes o premiar con contratos públicos a quienes se alineen. El mensaje es claro: “si no estás conmigo, estás en problemas”.
  4. Universidades bajo amenaza
    Las universidades -por ser centros de pensamiento crítico- se vuelven objetivos naturales. Bajo el autoritarismo competitivo, se las somete a auditorías, se amenaza su financiación, y se politizan sus procesos de acreditación. El objetivo no es cerrarlas, sino disciplinarlas.
  5. El ataque legal a la prensa libre
    Las demandas por difamación se vuelven una forma elegante de censura. No importa ganarlas. Basta con imponer miedo, desgaste económico y autocensura. Los medios, para sobrevivir, se moderan, se silencian o desaparecen.
  6. El IRS como martillo político
    En EE. UU., las donaciones a campañas son públicas. Con un IRS politizado, basta con cruzar esa información para seleccionar a quién auditar, a quién castigar. Incluso si no se hace, la amenaza basta para disuadir. La política se convierte en un riesgo fiscal. (IRS = Internal Revenue Service, el servicio de recaudo de impuestos).
  7. Impunidad para los violentos propios
    El Estado arma no solo persigue a los adversarios. También protege a los aliados. La inacción deliberada del Departamento de Justicia ante actos de violencia política -como los del 6 de enero- envía un mensaje: quienes atacan a la oposición no solo serán tolerados, sino protegidos.
  8. Desgaste y autocensura de la oposición
    No hace falta encarcelar a todos los críticos. Basta con subir el costo de oponerse. El miedo a las represalias fiscales, judiciales o comerciales lleva a muchos a retirarse. Periodistas que dejan de investigar. Rectores que prefieren el silencio. Empresarios que ya no donan. El ecosistema opositor se seca sin necesidad de disparar.
  9. Cooptación preventiva: la “gran capitulación”
    Finalmente, el arma del Estado también seduce. Quien controla regulaciones y contratos puede comprar obediencia. Empresas tecnológicas y grandes medios han comenzado a acercarse al nuevo poder, no por convicción sino por cálculo. Lo mismo ocurre con académicos, donantes y líderes sociales. Lo llaman “realismo”. Pero en la práctica es una rendición anticipada.

Levitsky y Way no vaticinan una dictadura clásica para EE. UU. No habrá cierre del Congreso ni desapariciones. Pero sí podría consolidarse un régimen donde la oposición existe, pero compite en desventaja estructural. Donde la ley se aplica con doble rasero. Donde el miedo sustituye al debate, y la resignación al voto.

Lo más inquietante: este patrón no es exclusivo de Trump como ya se dijo. Se está viviendo en Venezuela, Hungría, Turquía, Rusia, India, Nicaragua, se ha visto en Perú y en Brasil, en donde, como Colombia, las instituciones políticas, económicas y sociales son mucho más débiles que en Estados Unidos. La maquinaria del Estado puede convertirse en un botín y en un arma. Depende del verdadero compromiso democrático de quién la controle versus la fuerza -y el coraje- para resistir que tenga la sociedad.

Por encima de las preferencias políticas personales, este análisis sirve como una ilustración esencial -y urgente- para reflexionar sobre la salud de la democracia en Colombia, porque resulta alarmante que en conversaciones cotidianas sea común oír la pregunta de si el presidente Petro seguirá o no en 2026. No porque pueda afirmarse que hay señales claras de ruptura institucional, sino porque el talante de un gobernante puede llevar a tensar -o respetar- los límites del poder. Y eso no debería depender jamás de las simpatías personales, sino del compromiso colectivo con las reglas del juego democrático.

Referencias

J.Arango, La estrategia de los inocentes, ConfidencialNoticias, 2025.
S.Levistky, L.Way, El camino hacia el autoritarismo estadounidense, POLIS, 2025.
S.Levistky, L.Way, Elections Without Democracy: The Rise of Competitive Authoritarianism, Journal of Democracy, 2002.

Rafael Fonseca Zarate