Las alertas siempre estuvieron. El gobierno de Gustavo Petro desde siempre quiso acabar con Mi Casa Ya, un programa que ayudó a que desde 2015 más de 350.000 familias de los más bajos ingresos, lograran cumplir con su sueño de tener vivienda propia en un entorno de calidad. La primera señal de alarma: su exclusión del programa de gobierno del ahora presidente.
Durante los primeros seis meses de gobierno, el Ministerio de Vivienda insistió en que Mi Casa Ya era fundamental para la política habitacional y social. Incluso lo reconoció como un programa que había ganado la confianza de las familias por su eficiencia. Sin embargo, los mensajes de tranquilidad estaban escritos en letra pequeña, venían acompañados de advertencias sobre “ajustes” que terminarían debilitando sus cimientos. Al mismo tiempo, crecía la incertidumbre entre los hogares que, estando a punto de adquirir su vivienda, corrían el riesgo de quedarse sin subsidio. El Ministerio intentó mitigar la situación, a la que llamó “percance”, con un procedimiento extraordinario de asignación bajo ciertas condiciones. Fue el primer reconocimiento tácito de que el programa no tenía asegurada su continuidad plena.


El año 2023 marcó el punto de inflexión definitivo en el desmonte de Mi Casa Ya. Comenzó con un retraso de casi dos meses en la asignación de subsidios, que el Gobierno atribuyó a la administración anterior. Paralelamente, se intensificaron los anuncios de reforma del programa bajo el argumento de mejorar la focalización, lo que solo aumentó la incertidumbre. En abril, el Decreto 490 oficializó los cambios, e introdujo el Sisbén IV como nuevo criterio de elegibilidad. Esta decisión dejó por fuera a casi el 40 % de los hogares, impidiéndoles acceder al subsidio y, obligando a muchos a desistir de su compra. El impacto fue devastador: los desistimientos de vivienda social superaron las 32.000 unidades al año, el registro más alto en la historia reciente.
Desde su creación, Mi Casa Ya había demostrado ser una política pública eficiente, con cobertura creciente y una sólida relación de confianza con los hogares y el sector privado. Solo en 2021 y 2022 se otorgaron más de 66.000 subsidios anuales. Sin embargo, a mediados de 2023, la ministra de vivienda anunció que el programa tendría una meta anual de 50.000 subsidios, rompiendo con la tendencia de crecimiento y debilitando el compromiso institucional con el acceso a vivienda formal. La credibilidad del programa sufrió otro golpe cuando el Ministerio afirmó que, en 2023 se entregarían 75.000 subsidios. Poco después se descubrió que más de 20.000 correspondían en realidad a asignaciones realizadas en 2022, evidenciando una grave distorsión en las cifras oficiales. Esta maniobra confirmó el giro hacia la opacidad institucional y agudizó la incertidumbre sobre el futuro del programa.
En 2024, el Ministerio mantuvo en el discurso la promesa de asignar 50.000 subsidios anuales, y aunque fue el último año en que se cumplió esa meta, lo hizo a cuenta gotas, bajo una estrategia de dosificación que profundizó la incertidumbre. A mediados del año, el relevo ministerial en vivienda agravó aún más la situación: en su discurso de posesión, la nueva ministra ni siquiera mencionó a Mi Casa Ya entre sus prioridades, y sus declaraciones posteriores evidenciaron una intención más clara de desmontarlo.
La suspensión formal del programa llegó como el peor regalo de Navidad, acompañada de dos justificaciones oficiales. La primera: que las tasas de interés habían bajado lo suficiente como para facilitar el crédito hipotecario, lo cual contradice la realidad, pues sin subsidio, solo 1 de cada 10 familias de menores ingresos puede comprar vivienda. La segunda explicación apuntó al hundimiento de la Ley de Financiamiento como causa de la falta de recursos. Sin embargo, más que una verdadera restricción presupuestal, la decisión dejó un fuerte sabor a revanchismo político, el resultado: más de 45.000 familias que habían cumplido todos los requisitos quedaron sin subsidio, y la única alternativa ofrecida fue buscar otras fuentes de financiación.
Para 2025, Mi Casa Ya es apenas la sombra de lo que fue: solo 10.919 subsidios programados y apenas 752 para 2026, la mayoría ya preasignados. Muy lejos de la promesa de 50.000 subsidios anuales, es decir, 200.000 en el cuatrienio. Aún con el programa suspendido, el Gobierno insistió en maquillar las cifras. En junio, tras acusar al sector constructor de no reconocer el “esfuerzo” del Gobierno en materia de vivienda nueva, la ministra aseguró haber entregado más de 200.000 de estos subsidios, pero podo después, salió a la luz que buena parte de ese número provenía de las cajas de compensación, más no del presupuesto nacional. Luego, cambiaron la orientación del programa para incluir la compra de vivienda usada. Una medida que, lejos de impulsar la economía o el empleo, diluye el impacto social y económico que tiene la adquisición de vivienda nueva. Hace unos días, el Gobierno finalmente admitió lo que venía negando: Mi Casa Ya no va más. Dentro de las razones, la ministra, dijo que la meta del Plan de Desarrollo en materia de subsidios de adquisición ya se había cumplido, pero también reconoció —a regañadientes— que más de la mitad de esos subsidios fueron financiados por las cajas. Incluso la ministra dijo que la habían criticado por “jugar” con el indicador, y no es para menos: cambiaron su medición para inflar los resultados. La otra razón que dio fue que iban a priorizar líneas de agua y mejoramiento de vivienda, esta última, con una meta de 400.000 intervenciones. Sin embargo, a un año de terminar el gobierno, anticipa que no la cumplirán.
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Esta crónica de una muerte anunciada deja un impacto devastador. Mi Casa Ya fue mucho más que un programa de subsidios: logró sobrevivir a tres gobiernos y se consolidó como un verdadero activo de los colombianos. Para más de 350.000 familias beneficiarias, representó una oportunidad real de salir de la pobreza, mejorar sus ingresos y transformar su calidad de vida: redujeron sus tiempos de traslado a parques y centros urbanos, ampliaron su conexión a servicios como internet y alcantarillado, y alcanzaron condiciones de habitabilidad que impactaron especialmente a las mujeres y sus hijos, al contar con mayor privacidad y seguridad en el hogar, muchas se sintieron más protegidas frente al acoso físico o verbal, y pudieron acceder a bienes como lavadoras, fundamentales para aliviar la carga del trabajo de cuidado.
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Por eso, los colombianos merecen que en 2026 se reconstruya todo lo que este gobierno destruyó. La tarea es grande, recuperar la confianza de las familias y del sector, y eso se logra garantizando que la vivienda social se construya de manera formal y asegurando los apoyos necesarios para que las familias puedan acceder a ella. Colombia es un país de vivienda social. Se estima que más de 7,5 millones de hogares no propietarios tienen ingresos de hasta cuatro salarios mínimos, y casi 6 millones no superan los dos. Renunciar a esta vivienda sería inadmisible, especialmente cuando se proyecta que en la próxima década se formarán más de 3,7 millones de hogares urbanos. El país queda con una deuda enorme. En 2024, Colombia destinó apenas el 0,12 % del PIB a subsidios de vivienda, por debajo del promedio de la OCDE (0,16 %) y muy lejos de países de la región como Chile (0,55 %) o Costa Rica (0,35 %). Esa es la deuda que el próximo gobierno está obligado a saldar, si quiere reconstruir no solo un programa, sino el futuro de millones de familias.
Sandra Forero