Europa y mi bosque

Vénganse a mi bosque. Es un bosque precioso:

Comienza con un sendero de manzanilla que en verano huele a bienestar. También hay cardos morados y espigas de trigo, de esas que crecen al azar. El camino del bosque es, normalmente, barro oscuro, pero firme al paso. Salvo en algunos puntos donde el agua de la lluvia se estanca, formando charcos.

Hay que andar con cuidado, porque la manzanilla da paso a la ortiga, que pica mucho la condenada, y se parece tanto a la menta, que si no te lo dicen, acabas dolorida. En la segunda fila del camino, encuentras saúcos, algún árbol del amor y algún que otro acebo. Hay mucho más, pero desconozco sus nombres.

Cuando el camino se ensancha aparece un túnel de árboles, que parece que se hablaran al oído, porque crecen inclinados. Bajo ellos, se extienden como una alfombra los helechos, los musgos, los líquenes y otras plantas rastreras que, de un día a otro, ahora en primavera, pasan del marrón al verde sin que uno se dé cuenta.

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El pasillo de mi bosque tiene manzanos silvestres y otros altos, parecidos a los chopos, pero más altos y finos, de raíces poco profundas, débiles, frágiles. Esos son los que, en las tormentas de viento, nada infrecuentes en los cambios de estación, acaban en el suelo, y más tarde unos irán al maestro carpintero y otros serán troncos y reposarán cerca de alguna chimenea. A lo lejos uno ve endrinas, troncos decorados con flores blanquitas. Y cuando alzas la vista e intentas ver el cielo, descubres que muchos árboles están poblados con muérdago.

La vida que reina en el bosque

Paseo cada mañana, cruzo ese túnel precioso y lo he visto con nieve, coronado de flores, con manzanas colgantes, con podridas e infestado de abejas y avispas. Se dejan ver las babosas y en septiembre lo pueblan los caracoles, que lentos a su paso, dejan su baba en rastro y acaban limpiando todo el desperdicio que la naturaleza deja a ras de suelo.

A veces, un par de corzos cruzan el túnel y a la caída del sol, en agosto y septiembre, los conejos salen de sus madrigueras y parece que se reunieran en la hora ‘chill’ del día, reivindicando su espacio.

El otro día un par de jabalíes nos asustaron, pero siguieron su camino sin hacernos caso.

Cuando lo bueno abunda

Aquí abunda la lluvia, así que ni los animales hacen largos recorridos buscando agua, ni los árboles logran tener raíces profundas para asirse bien al suelo. Todo queda en superficie. Ningún ser vivo lucha por algo más que por sobrevivir. La vegetación sigue su curso, salvaje, los caracoles y babosas no se comerán sus hojas, hay suficiente excremento de animal para dar de comer a esa población de invertebrados.

Los animales más grandes se esconden fundamentalmente del hombre, el único que tiene la suficiente inteligencia para poner en orden ese bosque salvaje y controlar las poblaciones y con ella las enfermedades que pueden transmitirse por distintas vías a él.  Pero en mi bosque, el hombre deja libertad a los animales, y controla poco las poblaciones.

Muchas veces pienso que mi bosque es como Europa, que tiene abundancia de todo, que vivir cuesta poco, aunque vivir cueste. No hay que salir a por agua, porque abunda. La tierra del bosque es a la humedad como Europa lo es a la riqueza; y por eso puede pagar ayudas y sufragar ideas, e impulsar proyectos.

Cuando el sustrato abunda, el esfuerzo por encontrarlo disminuye, disminuye tanto que el árbol, el individuo, acaba cayendo tras el primer viento.

La abundancia

 ¿Hay que renunciar a la abundancia? Hay que renunciar a la superficie, dejar que las raíces profundicen, para encontrar mejores nutrientes, no tan aguados y estar mejor sustentados y asidos al suelo. No sé si la abundancia es el único problema, pero desde luego, vivir con el reto de encontrar el mejor sustento es más beneficioso para el que quiere permanecer firme en el bosque.

 ¿Qué se hace con los árboles que caen? Ahí se quedan, decorando el bosque. Nadie se ocupa de ellos y en según qué zonas, parece que fuera lo único que queda. Pero lo cierto es que, a pesar de su inutilidad, algo aportan, cierta belleza de la naturaleza muerta. A mí me recuerdan que debo ahondar aún más mis raíces, porque caer es fácil y una vez que el árbol cae del todo, sólo sirve para decorar (si su madera aún no se ha podrido) o para dar fuego, extinguiéndose en el proceso.

Aunque triste por no se parte del bosque, el árbol que cae y acaba dando fuego, sigue siendo útil, y hasta el último segundo puede dar calor.

Siempre hay esperanza en el bosque de Europa, aunque siga siendo tan superficial. El que cuida del bosque sabe aún más.

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