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Han sido cuatro años de arduas negociaciones en La Habana entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia. Tras más de 30 intentos en su país, las partes reconocieron en Cuba que ninguna podrá imponerse por las armas y prefieren sentarse a negociar la paz.

En Colombia ha tenido lugar durante 52 años la guerra más prolongada de Latinoamérica, con más de 250.000 muertos y seis millones de desplazados. Un crimen de colombianos armados contra desarmados. A la voluntad de las FARC se contrapone la sordera crónica del Ejército de Liberación Nacional, empeñado en darle la espalda al clamor que le pide cesar la barbarie.

El delegado del sector empresarial en el proceso de paz, Gonzalo Restrepo, estima que Colombia ha perdido el 1 por cien de su PIB cada año de conflicto. Para mantener en el tiempo en esa guerra ha habido permanentes ganadores. Por un lado, FARC y ELN, como representantes de la ultraizquierda armada. Por otro, la ultraderecha, surgida de los paramilitares, con el auspicio de caudillos, políticos y usurpadores de tierras. Una fatídica alianza que mantiene el sueño de la “refundación de la Patria”.

Ambos bandos obtuvieron un enorme botín de guerra. Las tierras robadas, tanto a civiles como al Estado: unos 6,5 millones de hectáreas de tierra, el 15 por ciento del territorio nacional.

En temas clave como la reforma agraria, el narcotráfico y reparación a las víctimas, el avance fue lento. Para el final se dejaron los más complejos: amnistía, incorporación de guerrilleros a la política y verificación de los acuerdos. Hubo demandas que el Ejecutivo no aceptó (como que algunas propuestas de las FARC tuvieran rango constitucional), pero cedió en temas delicados como la justicia transicional. Que el pacto permita a la guerrilla salir con casi plena impunidad de la guerra civil es lo más criticado por los sectores opositores cercanos al ex presidente Álvaro Uribe.

Santos tendrá que explicar cómo serán los juicios de crímenes de lesa humanidad, no susceptibles de amnistía. El problema es que ningún delito de violencia será sancionado con prisión efectiva. Incluso los crímenes más aberrantes tendrán una pena máxima de ocho años, con trabajos comunitarios en sectores escogidos. Por eso se habla sólo de “restricción efectiva de libertad” y no de cárcel. La tarea de vincular desmovilizados será no sólo competencia del Gobierno sino de todo el sector empresarial.

Polémica impunidad

Los colombianos anhelan la paz, pero no a cualquier precio. Esa presunta impunidad para los que durante décadas asolaron campos y ciudades con sus atentados, secuestros y extorsiones es algo que pocos aceptan. Es también polémico el acuerdo que les asegura, a partir de 2018, y por dos períodos, representación mínima en el Congreso.

El conflicto sólo llegará al final definitivo si el pueblo vota a favor en el plebiscito del próximo 2 de octubre. Para ello, deberán convencer con argumentos y acciones a los millones que han sufrido la guerra.

El pueblo oscila entre la esperanza y el escepticismo. Humberto de la Calle, negociador del Gobierno, lo resumió a la perfección: “No es un acuerdo perfecto, pero es el mejor posible”. El debate se polariza.

Desde fuera es difícil entender la oposición al acuerdo. No obstante, la hay y creciente, comandada por quien fuera mentor de Santos y es hoy su mayor enemigo. Uribe ve la sombra de la ideología de Hugo Chávez detrás del pacto y llama terroristas a los guerrilleros. En la consulta se juega el todo por el todo. No hay plan B. Un “sí” significará la paz definitiva. Un “no” daría al traste con cuatro años de negociaciones.

Es notable el caso de EEUU, que ha pasado de ser principal aliado en el combate frontal a apoyar el diálogo. Hace siete años, Obama “admiraba” la “firmeza” de Uribe para terminar con la guerrilla. Hoy, saluda el “éxito histórico” de las negociaciones de Santos; hasta el punto de que algunos consideran lo ocurrido en Cuba un éxito de la política exterior norteamericana. La diplomacia internacional ha sido actor de peso. Y Washington ha financiado la guerra y luego la paz.

Toda una contradicción teniendo en cuenta que las FARC están en la lista norteamericana de organizaciones terroristas y el choque de criterios en cuanto al narcotráfico. EEUU reclamaba continuar las “fumigaciones” de zonas de cultivo de coca con fuertes pesticidas, como el glifosato, que mataba más que los cultivos de droga. Santos los suspendió y Washington transigió.

El compromiso estadounidense contra el narcotráfico data de tiempo atrás. Hace 15 años se firmó el llamado Plan Colombia. La potente financiación -más de 10.000 millones de dólares- se mantiene hasta hoy. La iniciativa será reemplazada por el Plan Colombia Paz.

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