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Si los ángeles existen, serán como Audrey Hepburn


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Hija de una aristócrata holandesa y un banquero británico, nacida en Bruselas, Edda Kathleen Van Heemstra Hepburn-Ruston, más conocida como Audrey Hepburn, murió a los 63 años en un pequeñísimo pueblo de Suiza, hace ahora 20 años. Sus amigos escribieron en su epitafio: “Si existen los ángeles, deben tener los ojos, las manos, el rostro y la voz de Audrey Hepburn”.

Audrey Hepburn fue una de las actrices más estilosas de todos los tiempos, y no sólo porque su familia imprimiera en ella los elegantes ademanes de la clase alta, sino por su delgada y esbelta figura (1,71 de altura, 54 kilos), su sonrisa delicada (la que todas las chicas debían tener) y por una sofisticada forma de moverse que cambió los modos de Hollywood y los gustos de una generación.

Nacida el 4 de mayo de 1929 en Bruselas, Audrey vivió en Holanda hasta los 10 años, cuando sus padres decidieron separarse y ella se fue con su madre a Londres, donde asistió a colegios privados y empezó a estudiar danza en la prestigiosa Marie Rambert School.

Eran los años previos a la II Guerra Mundial y Audrey, una espigada y preciosa adolescente que ya hablaba perfectamente cuatro idiomas (inglés, francés, holandés e italiano) y se defendía en alemán y español, aceptó pequeños trabajos como modelo.

La guerra marcó su infancia con importantes bajas en su familia, como dos hermanos desaparecidos, mientras las calamidades y carencias alimenticias de esos terribles años dejaron en la pequeña secuelas físicas (sufrió anemia y problemas respiratorios) que le obligaron a desistir de su vocación como bailarina.

EL CINE.

Al no poder bailar, Audrey optó por el cine, al que llegó en la parte final de los años 40 gracias a una oferta de un productor holandés amigo de su madre para intervenir en la película “Nederlands In 7 Lessen” (1948).

Pero la inquieta joven no se conformó y se trasladó a los Estados Unidos decidida a probar suerte. Y la verdad es que no pudo ser más afortunada.

Tras revelarse en el teatro de Broadway con “Gigi”, consiguió su primer papel en Hollywood en una película de William Wyler llamada “Roman Holiday” (1953), comedia romántica donde compartía cartel con Gregory Peck. Ella tenía 22 años; él, 37.

El film fue un éxito y su aristocrática interpretación de la princesa Ann fue premiada con el Óscar a la Mejor Actriz. Audrey Hepburn se convirtió en la intérprete revelación del año.

EL ÉXITO.

El estilo de belleza de Audrey, tan alejado de las carnosas curvas de las actrices de moda -Jane Russell, Marilyn Monroe o Jayne Mansfield-, marcó definitivamente los años 50.

Era la suya una elegancia distinguida que se adaptaba como un guante a las románticas protagonistas de películas como “Sabrina” (1954), de Billy Wilder, “Funny Face” (1956), de Stanley Donen, o “Love in the Afternoon” (1957), también de Wilder.

Pero también se hizo un nombre en cintas más profundas, como “War and Peace” (1956), de King Vidor; “Green Mansions” (1958), dirigida por Mel Ferrer, su primer marido; “The Nun’s Story” (1959), de Fred Zinnemann, o “The Unforgiven”, de John Huston, dramas en los que Hepburn era protagonista absoluta.

Los sesenta comenzaron para Audrey con la película que, a la postre, la convertiría en mito e icono de la moda: “Breakfast at Tiffany’s” (1961), dirigida por Blake Edwards, con guión de Truman Capote y un joven y guapísimo George Peppard en el papel del fascinante Paul Varjak.

La imagen de Hepburn con las clásicas gafas Wayfarer de concha de tortuga, su vestido negro sin mangas, de largo justo debajo de la rodilla o los suéter de escote barco, siempre de colores neutros, blancos o negros, y sus exclusivos pantalones capri con zapato plano han traspasado todas las fronteras, lugares y tiempos.

Después vendrían “The Children’s Hour” (1961), y “How to Steal a Million” (1966), ambas con Wyler; “Charade” (1963) y “Two for the Road” (1967), con Stanley Donen; “My Fair Lady” (1964), dirigida por George Cukor, y “Wait Until Drak” (1967), donde su papel de joven invidente le valió una nominación al Óscar.

EL RECONOCIMIENTO.

Tras su Óscar por su debut, Audrey consiguió que la Academia Americana del Cine la nominase por sus actuaciones en “Sabrina”; “The Nun’s Story”; “Breaksfast at Tiffany’s” y “Wait Until Dark”. Lograría , a título póstumo, por su labor humanitaria: el Jean Hersholt de 1993.

Obtuvo tres premios y dos nominaciones en los británicos BAFTA; un Bambi alemán; tres David de Donatello italianos y un Globo de Oro por su debut en “Roman Holiday”, aunque estos prestigiosos premios contaron con ella en otras diez ocasiones y le concedieron el Henrietta Award como “Actriz favorita del mundo”

Reconocimientos que mostraban su talento al lado de compañeros tan célebres como Burt Lancaster; Fred Astaire; Cary Grant; Gary Cooper; Rex Harrison, Peter O’Toole, George Peppard o Albert Finney.

“No intento ser modesta, pero en verdad, soy un producto de todos los que fueron mis directores. No soy Laurence Olivier, un talento virtuoso. Básicamente, soy bastante inhibida y encuentro dificultades para desenvolverme con la gente. Yo era una bailarina y los directores lograron hacer algo de mí que satisfizo al público”, decía la actriz en una de sus últimas (y escasas) entrevistas.

LABOR HUMANITARIA.

A partir de 1976, la actriz solo rodó cuatro películas, la última (y premonitoria) “Always” (1989), de Steven Spielberg, donde interpretaba a un ángel.

Su vida, dedicada en cuerpo y alma a sus tareas humanitarias como embajadora especial de UNICEF, se apagaba lentamente a causa de un cáncer de cólon.

Retirada en un pequeño pueblo suizo, Tolochenaz-sur Morges, falleció un 24 de enero frío y gris. A su entierro acudieron los cinco hombres que marcaron su vida: su último amor, el actor holandés Bob Wolders, sus hijos Sean y Luca, y sus exmaridos, Mel Ferrer y el médico Andrea Dotti.

Audrey dejaba tras de sí la impronta de un estilo: la mujer más hermosa, inmortal en el tiempo.

Alicia García Arribas.

Efe-Reportajes

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