En la vorágine que vivimos cotidianamente para sobrevivir en un mundo cada vez más hiper competido, andamos muy congestionados como para hablar, escuchar y reflexionar sobre moral y ética, a no ser cuando nos quejamos de la corrupción reinante y de los políticos cínicos que en forma recurrente prometen que ahora sí actuarán honestamente y no como los anteriores.
No obstante, nunca como ahora ha sido necesario hablar sobre ética, ahora que a todos nos corresponde entender el momento difícil de la humanidad y cada uno tiene que poner su aporte a la solución (ética en su acepción: conjunto de costumbres y normas que dirigen o valoran el comportamiento humano en una comunidad). Necesitamos hablar de una ética global que se pueda incorporar en la vida diaria de la gente, que se vuelva lo natural, y no para teorizar por parte de intelectuales y académicos.
En La tragedia de los comunes [bienes/recursos] (Hardin, 1968) plantea el problema del agotamiento o destrucción a largo plazo de un recurso o bien común a partir de su uso o explotación por parte de individuos motivados por sus intereses egoístas, con base en decisiones racionales de corto plazo, aunque a ninguno de ellos le convenga que tal agotamiento suceda. Hoy, el planteamiento es más complejo al comprender que esas decisiones personales no solo afectan a los mismos individuos que concurren al uso del bien común, sino a toda la humanidad en su conjunto, debido a que ese bien común es la tierra misma.
60 años más tarde, en La tiranía del hombre común (Schwartz, 2009) formula la pregunta “¿Cómo escapar del dilema en el que muchos individuos actuando racionalmente con en su propio interés, pueden, en última instancia, destruir un recurso compartido y limitado, incluso cuando es evidente que esto no beneficia a nadie a largo plazo? Nos enfrentamos ahora a la tragedia de los bienes comunes globales. Hay una Tierra, una atmósfera, una fuente de agua y siete mil millones de personas compartiéndolas. Deficientemente. Los ricos están sobre consumiendo y los pobres esperan impacientes a unírseles”.
Como resultado de su inexplicable estupidez colectiva (Innerarity, 2019), el ser humano ha deteriorado su única casa mayor y la ha puesto en riesgo. Un asunto de ética de la mayor envergadura posible, que, a la luz de la supuesta racionalidad de los humanos para tomar sus decisiones, ha debido ser un asunto de lógica elemental de supervivencia. Pero la tozuda realidad actual demuestra que nada está más lejos de la lógica reinante.
Hardin en 1968 (!!), Schwartz en 2009, Innerarity en 2019, comparten el mismo cuestionamiento: ¿Qué pasó con la inteligencia de los humanos? ¿Por qué la gente no actúa con ética global?
Savater encuentra una respuesta a esto, separando la racionalidad de la razonabilidad (Savater, 2008), que a simple vista pareciera sencillo, pero que tiene un fuerte sentido que podría ayudar a encontrar soluciones entendibles para recuperar la ética.
El ejemplo clásico de esta divergencia se observa cuando los ciudadanos usan su carro y no el transporte público, porque su racionalidad les lleva a concluir que así se movilizan más cómodamente y satisfacen necesidades aspiracionales, sin tener en cuenta que contribuyen a contaminar el aire, aumentar la congestión y generar ruido, que a la larga aumentan los casos de enfermedades respiratorias y de morbilidad, y una baja calidad de vida en la ciudad, lo cual, no resulta razonable de ninguna manera para ellos mismos que habitan tal ciudad y por ende sufrirán todos estos males en un mayor grado.
Es posible que falte ilustración sobre estas relaciones de causas y consecuencias no obvias cuando no se tiene el conocimiento mínimo requerido. Por eso, la solución siempre empieza por la educación. Pero como sabemos en tantos casos, aun contando con un nivel más que adecuado de conocimientos, se observan muchísimos casos de actuación no ética a diario. Es una realidad y una gran pena, pero la solución no se alcanzaría solo con educación.
Es racional para un industrial extraer minerales para obtener, con su proceso de transformación y mercadeo, ganancias para sí mismo, cumpliendo las leyes y normas establecidas para hacerlo; pero no es razonable que la liquidación de sus ganancias personales no tenga en cuenta el costo de esa naturaleza finita, como si no fuera perecible, ese costo ambiental que pueda causar el impacto de la extracción representado en la destrucción o contaminación de fuentes y corrientes de agua y todas sus amplias implicaciones, la destrucción del hábitat natural de especies, y en general, del uso total de la energía para llevar sus productos al mercado. Tarde o temprano, sus efectos se le devolverán en contra de él mismo o de su descendencia, directa o indirectamente, de una manera u otra.
El sistema económico, especialmente el capitalismo de las últimas décadas, ha exacerbado el comportamiento egoísta, desintegrando cada vez más la capacidad de pensamiento y actuación colectiva dentro de las sociedades. Como el uso de la naturaleza no ha tenido precio dentro del sistema económico que se rige en torno al dinero, tampoco ha tenido valor (dentro de su esquema de valores); el resultado ha sido su devastación.
También ha llevado a las condiciones de concentración de la riqueza en poquísimas personas, mientras la enorme mayoría de la población no logra salir de la pobreza: la inequidad comparte el podio de los males mayores que la inteligencia del ser humano no fue capaz de atender. Es ese reformulamiento de los valores en torno al dinero y la devaluación de la vida, que llevó a la “deshumanización del humano” (Castells, 2017); una real paradoja.
Ni que decir de la racionalidad del minero ilegal, que sin cumplir ni leyes ni normas existentes que en algo contienen el daño, destruye de manera absurda la naturaleza y la envenena; nada le importa, aunque lo sepa, porque sus decisiones se rigen únicamente por sus ganancias relativamente más fáciles de corto plazo. Su racionalidad incluye la ilegalidad promovida por la impunidad práctica que le permite el Estado del territorio en que opera, y el egoísmo máximo que no mide consecuencia alguna para los seres vivos a su alrededor. Esa debilidad del Estado, o quizá la falta real de interés de ejecutar el control de ese Estado, es aún más depredadora y de mayor impacto negativo.
Savater clama por un mayor nivel de conciencia en las personas, haciendo de la razonabilidad el cuestionamiento que apunta a la ética. Si las personas reforzaran su ética, en sus decisiones futuras primaría su razonabilidad, aun cuando la racionalidad apuntara en otro sentido.
Hay que advertir que la racionalidad resulta naturalmente más atractiva que la razonabilidad, porque depende más de la lógica cercana, al sentido del yo, y se refiere al corto plazo; mientras que la razonabilidad apela a la reflexión para encontrar la mejor forma de convivir entre los humanos, a la empatía y al sentido del todo y del largo plazo.
Para que el valor de la vida sobre la tierra vuelva a florecer, incluyendo por supuesto, la del humano, necesitamos que la ética global florezca primero en el humano. Que florezca la razonabilidad de personas éticas, fuertes, que influyan cada vez más sobre otras muchas más, y así, un movimiento de inteligencia colectiva logre determinar las decisiones de los humanos en la recuperación del valor de la vida.
@refonsecaz
Lecturas citadas:
Castells, M. y. (2017). Otra economía es posible. Madrid: Alianza Editorial.
Fonseca, R. (13 de may de 2014). La ética reinante engendra la corrupción. El mundo es nuestra meta.
Hardin, G. (ol. 162, Issue 3859, pp. 1243-1248. de 1968). The tragedy of the commons. Science Magazine.
Innerarity, D. (26 de mar de 2019). La estupidez colectiva. EL PAÍS.
Savater, F. (7 de feb de 2008). Lo racional y lo razonable. EL PAÍS.
Schwartz, B. (July/August de 2009). Tyranny for the Commons Man. The National Interest.