Lo que a continuación escribo y expongo en este artículo nada tiene de original ni constituye un mérito disertar a cerca de un fenómeno tan visible pero tan poco atendido por quienes padecen la enfermedad que los japoneses llaman karoshi, que consiste en la extrema tensión que en las personas produce la fatiga producida por el exceso de trabajo y la falta de reposo o descanso.
Hace más de 20 siglos que los griegos descubrieron que la vida serena, tranquila, acompañada de pausas y momentos de ocio, representaba, en última instancia, el mayor logro del ser humano en su paso por la vida terrenal.
La humanidad no ha podido dar un hombre que conciba mejor la vida sencilla y exenta de ambiciones, deseo de acumular bienes materiales o ánimo de enriquecimiento personal, como fue el famoso Diógenes de Laercio, aquel mítico, inteligente y deslumbrante caballero que tuvo por vivienda un tonel, por compañía un perro y por admiradores a connotados personajes de la historia como fue Alejandro Magno.
Fue Diógenes una especie de filósofo callejero, dedicado a la más simple forma de vida y que tuvo como guía a su fiel compañero, el can, a quien observaba en su cotidiano vivir y del que dijo aprendió mucho acerca de la forma correcta de encarar la vida. Cuentan los historiadores que Diógenes apenas si cargaba un cuenco en el que depositaba agua, la que servía para ingerir el líquido precioso luego de comer migajas de pan que recogía en las calles o se hacía regalar. Muchos le dijeron que era un hombre feliz, a lo que Diógenes respondía que eran necios en sus concepciones acerca del filósofo, ya que el ser más feliz era su perro que bebía agua sin necesidad de cargar un recipiente y se bañaba en ríos, lagos y mares con mucha alegría.
Otro gran filósofo que la Grecia clásica tuvo y que es un referente en el tema de la vida es Epícteto, personaje que luego de ser liberado como esclavo llegó a ser uno de los más sobresalientes pensadores de la historia. Epícteto se adelantó muchos siglos a quienes piensan que el mejor negocio en cuanto a la calidad de vida que haga un ser humano es trabajar menos, gozar más y vivir sin la opinión o concepto de otros.
Sócrates y Platón no hicieron otra cosa que desarrollar las ideas principales de la filosofía de Diógenes y Epícteto, y especialmente Platón se encargó de transmitirnos el ideal de vida concebido por los dos precursores mencionados y de su contemporáneo Sócrates.
Los romanos no hicieron otra cosa que apropiarse del exquisito y profundo legado de los griegos. Séneca, Cicerón y Ovidio siguieron la senda de los excelsos filósofos atenienses, dentro de los cuales cabe también destacar como grandes aportantes de la filosofía las enseñanzas de Epicuro, Zenón y otros pertenecientes a las dos escuelas principales que conoció la Grecia clásica.
Muchos siglos después el francés Michel Montaigne puso en práctica lo que los griegos y romanos han recomendado a muchas generaciones sobre el arte del buen vivir.
Nada de las enseñanzas de las grandes culturas de occidente, ni de las tradicionales enseñanzas de la cultura oriental, especialmente la de China e India parecen conocer o al menos practicar nuestros ejecutivos modernos. Los más encumbrados mandos de la alta gerencia empresarial mundial, salvo contadas excepciones, han seguido la línea deshumanizada, despiadada e insensible de los japoneses, quienes dedican al trabajo la mayor parte de sus vidas y energías y cuya meta consiste en adquirir dinero, supuesto prestigio, éxito sin importar que en tal misión su salud y su vida misma sean tenidas en cuenta.
Los niveles de exigencia y los altísimos estándares de rendimiento industrial, comercial o empresarial y económico sitúan a los ejecutivos japoneses en la misma posición absurda de los extremistas musulmanes: se inmolan y prenden sus vidas para adquirir éxito, dinero o rendir laboralmente lo máximo. Así como lo seguidores de Mahoma sacrifican sus vidas por ideales religiosos del islam.
Esta demencial postura de los trabajadores calificados japoneses la han seguido los norteamericanos y los alemanes y de estos últimos hemos los iberoamericanos adquirido tan nefasta concepción de la vida laboral. De allí la creciente cifra de suicidios, muertes por infarto y otras tragedias que vienen sufriendo miles de gentes, directores de multinacionales y otros exponentes de la alta gerencia mundial. Por eso es que cuando en el panorama laboral de nuestros países hispanoparlantes aparecen algunas aves raras de los altos ejecutivos modernos constituya noticia y cause admiración en la opinión pública la decisión de quienes se rebelan contra el sistema degradante y feroz utilizado por las empresas del nuevo capitalismo rampante.
Es posible que hayan personas con actitud similar en la Europa moderna, pero en la Colombia de mediados de la segunda década del tercer milenio, dos individuos nos han sorprendido con enseñanzas y aguerridas posiciones frente al dilema de morir con éxito o vivir intensamente en vida sosegada, serena, apacible y sencilla, aun cuando técnicamente menos aplaudida por la sociedad.
El ex presidente del conglomerado empresarial antioqueño más poderoso, al antes llamado Sindicato Antioqueño, Nicanor Restrepo Santamaría, antes de morir, dejó el mejor legado a las generaciones presentes y futuras. Una vez adquirió la pensión de jubilación pudo satisfacer sus sueños de juventud de estudiar en una universidad de París como cualquier estudiante veinteañero. No se enclaustró en su hogar a rumiar los viejos tiempos en que era el zar de las empresas antioqueñas, ni a cultivar una neurosis con su esposa e hijos, sino que como en sus años mozos, se convirtió es una especie de colegial sexagenario. Las reflexiones que dejó en un profundo y sesudo documento que la revista Semana publicó en el año 2015 son esencialmente reconfortantes frente a lo que piensa la mayoría de personas dedicadas a presidir y dirigir el sector empresarial, industrial y comercial mundial.
Igualmente, nos ha sorprendido con otra actitud inteligente y audaz el actual presidente de Bancolombia al decidir renunciar a su cargo motivado por los sentimientos conyugales en una carta que le escribiera su hija, próxima a despegar en su carrera profesional.
Es digno de alabanza el señor Carlos Raúl Yepes al decidir darle prioridad a su salud, su vida y su familia antes que terminar siendo una víctima más de la despiadada competencia que se vive en este aparentemente idílico mundo empresarial. Decidirse por una vida villa más sencilla, lenta, hogareña y descomplicada trocada por un empleo de alta gerencia y buena remuneración, implica que quien a ello se arriesga tiene una inteligencia práctica y una cultura excepcional.
Ejemplos paradigmáticos los de nuestros dos admirados dirigentes de Antioquia que al menos de ello deben tomar atenta nota miles de sus homólogos en el mundo.