A mitad de su mandato el presidente Petro dobla su apuesta de paz. Decide instalar dos nuevas mesas de diálogos con el Clan del Golfo y las Autodefensas Conquistadores de la Sierra Nevada, con lo cual suma nueve procesos de negociación simultáneos; anuncia acelerar la implementación del Acuerdo del Teatro Colón con la Ex FARC; y se compromete en una estrategia de pactos territoriales en varias regiones del país que como el Catatumbo, el Sur de Bolívar o el pacífico nariñense agrupan territorios excluidos económica y socialmente y son escenarios de violencia, economías ilícitas y débil presencia del Estado.
Es una apuesta sumamente arriesgada. Porque ocurre en medio de un estado en cuidados intensivos de los procesos que más han exigido esfuerzos del Gobierno. El cese al fuego con el ELN llegó a su fin y esta organización declaró en estado crítico el proceso, lo que ha obligado al propio presidente anunciar una comunicación confidencial a sus voceros con fórmulas que permitan destrabar el dialogo, mientras se instala formalmente la negociación con los Comuneros del Sur, estructura que formalizó su disidencia de los elenos.
El denominado Estado Mayor Central se reventó y el Gobierno mantiene la mesa con varios de sus bloques al mando de alias Calarcá y Andrei quienes se rebautizaron como Estado Mayor de Bloques, mientras responde con una ofensiva militar a Iván Mordiscos y sus degradadas estructuras armadas. Y contra quienes han proclamado la inconveniencia e inviabilidad de volver a negociar con quienes abandonaron los acuerdos de paz, se abre una negociación con la Segunda Marquetalia de Iván Márquez.
“Total” es el apellido con el que el Gobierno ha bautizado su política pública en esta materia, para corregir la venenosa versión de “paz con legalidad” del periodo Duque. Adecuó la ley de orden público y logró que el Congreso le aprobara la ley 2272 del 2022 que reivindica la paz como una política de Estado, establece regiones de paz que serían objeto de programas de transformación territorial y escenarios de dialogo con actores armados, reitera el compromiso con la implementación del Acuerdo del 2016, y entrega facultades al presidente para adelantar negociaciones con guerrillas que conserven su vocación política y estructuras criminales de alto impacto. Para este segundo tipo de grupos, calificados por especialistas como bandas neoparamilitares y organizaciones multicrimen, el control constitucional adelantado posteriormente por la Corte Constitucional a la Ley de Paz Total, conminó al gobierno y al Congreso para expedir una ley que establezca las condiciones de su sometimiento a la justicia.
En gracia de discusión podríamos aceptar que las decisiones presidenciales se apegan al libreto de La Paz total. Que es una salida audaz, una fuga hacia adelante a la que nos tiene acostumbrado al jefe de Estado. Que ante las dificultades y las exigencias de resultados en términos de acuerdos con las organizaciones y grupos sentados en la mesa, el gobierno se arriesga por ampliar las interlocuciones. Que hace esfuerzos por desactivar todos los fenómenos de violencia con arraigo territorial, acudiendo indistintamente a la vía negociada con organizaciones que aún conservan vocación política y con estructuras criminales mafiosas. Petro quiere, a como de lugar, cumplir su promesa de una paz completa y corregir la historia de paces parciales o parceladas que caracterizan 30 años de acuerdos escalonados con 10 organizaciones armadas que arrancó con el M19 en 1990 y terminó con las FARC en el 2016. El Presidente lo quiere todo y al mismo tiempo para, y no le falta razón, evitar que La Paz pactada con un grupo en las regiones de nuestra geografía violenta sea acechada o borrada por las violencias que se mantienen y fortalecen.
Pero los riegos son evidentes. Hay razonables dudas sobre la capacidad del gobierno y su oficina del Comisionado/Consejero de Paz para atender las nueve mesas de paz abiertas. Es como querer hacer en los dos años que restan del gobierno Petro lo que el Estado colombiano ha hecho en tres décadas. Muchos se interrogan por la fortaleza institucional y la disponibilidad financiera para atender los compromisos del Acuerdo de Paz del 2016 y los que se deriven de los acuerdos de cumplimento inmediato que se están cocinando en las mesas instaladas. Y salta el gran interrogante de la continuidad en el próximo gobierno de los procesos que no alcancen a culminar con la firma de acuerdos de paz definitivos en la era Petro.
Sería aconsejable que esta apuesta arriesgada esté acompañada de metas realistas para los próximos dos años. Antes del 7 de agosto del 2026 Petro debería entregar acuerdos exitosos y procesos de negociación cuya irreversibilidad impida que un nuevo gobierno nos niegue el derecho a La Paz que nos prometieron los Constituyentes del 91. Solo así valdría la pena haber doblado la apuesta.