Argentino, hijo de migrantes italianos —hoy tal vez lo llamarían extranjero—, estudió metalurgia y fue portero nocturno en un bar. Amante del tango y del fútbol, su camino lo llevó a convertirse en sacerdote jesuita. Fue párroco en las villas de Buenos Aires, luego Obispo y más adelante Cardenal.
Vivió la dictadura de Videla, una época marcada por la represión, los carros verdes, el minuto, y la desaparición de amigos de su juventud. Su ejercicio pastoral, sin duda, tuvo que confrontar esa dura realidad.
Francisco llegó a Colombia para abrazar el proceso de paz. Fue el primer Papa que visitó Villavicencio, donde estremeció con sus palabras sobre la paz, la justicia social y la igualdad. Un Papa sencillo, recio, tal vez con un dejo de arrogancia bien argentina, pero que renunció a toda pompa y lujo. Decía ser la cabeza de una Iglesia para los pobres, y lo vivía: podía comer un plato de lentejas con chorizo o una cazuela de mariscos, pero nunca desperdiciar ni dejar de compartir.
Desde su llegada al pontificado lo seguí de cerca, lo leí, lo admiré, me volví su fan. ¿Un Papa con redes sociales? ¡Esto sí era demasiado!, pensé. Francisco nos dijo que todos somos hijos de Dios, que Él no discrimina a nadie, que ve el mismo corazón en cada uno de nosotros. Que somos personas, y que nunca deberíamos ser juzgados por sentir amor. En mi reencuentro con Dios, así lo he sentido: tuvimos un Papa que nos liberó de la culpa, que no nos rechazaba por la orientación sexual, que nos recordaba que Dios nos quiere tal y como somos, y que debemos aprender a querernos también.
Francisco hablaba de ser humanista, de leer, de estudiar. Admiraba a Dostoievski, y decía que los sacerdotes debían ser lectores y pensadores. Tal vez se inspiró en Pobres gentes, El idiota, Los hermanos Karamazov, o en Crimen y castigo.
Oraba por el cese de la guerra en Gaza, por la vida del pueblo palestino, por Ucrania y por Colombia. Fue el único Papa que reunió a líderes de otras religiones y oró junto a ellos por la paz del mundo: un acto ecuménico sin precedentes.
Con firmeza y sin ambigüedades, enfrentó los casos de abuso sexual dentro de la Iglesia. Para él, la casa de Dios no podía ser profanada. Defendió a los niños y niñas como sagrados.
Abrió camino a las mujeres, cuestionando su rol subordinado dentro de la Iglesia. Aunque no apoyaba el aborto, comprendía que no todas las mujeres deseaban ser madres, y que muchas se sentían solas frente a una familia sin padre cuidador y sin protección. Francisco hablaba de responsabilidad, no de condena.
Nos exhortó a amar la tierra, el agua, la naturaleza y a cuidar de los animales. Su llamado fue integral: espiritual, humano y ecológico.
Ojalá el próximo cónclave elija a alguien como Francisco. Hoy, que Dios te ha llamado en Domingo de Pascua, tu despedida tuvo el sello de los elegidos: pudiste hablarle una última vez a tu rebaño. Gracias por renovar mi fe, por dar coherencia a mi Iglesia, por sembrar una semilla que, sin duda, seguirá germinando.
Descansa en paz, Francisco. Saluda a esos buenos seres que ya están en el cielo. Tu legado nos acompaña.

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