“Nada cambia tanto como el pasado”. Lo he leído tantas veces, que no identifico el origen de la frase. Cada uno tiene su propia versión de lo ocurrido. Eso de que “lo que fue, fue”, no deja de ser otra leyenda urbana. Hay tantos pasados como protagonistas. En nuestra propia vida el pasado se torna borroso y difuso según lo recordemos con el corazón o con la despiadada memoria, esa atiborrada y hermosa mezcla de las ilusiones, la realidad, la esperanza; las frustraciones y el olvido.
Todos los candidatos están dedicados a atiborrarnos con informaciones sobre las vergüenza del pasado de los otros, olvidando que la bondad de una revolución sólo la determina el triunfo que convierte en héroes a quienes , según la historia de los otros, no son más que delincuentes y hasta asesinos y villanos.
Si Bolívar y Santander y sus huestes, o secuaces, según quien cuente, hubieran sido derrotados por los realistas en Boyacá, el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario y el Colegio de San Bartolomé, no serían la cuna de próceres que nos enseñaron a amar sino el antro de una caterva de bandidos. Por ahí no es.
En nuestra sedicente democracia, sistema en donde algunos votan y pocos eligen, sigue reinando la inspiración del sistema político español. Nos independizamos de la metrópoli pero mantuvimos sus instituciones. Las Leyes de Indias siguieron vigentes al lado entidades como los cabildos, las alcabalas, las aduanas, las primicias, las tierras adjudicadas a dedo, etc. etc. El legado ibérico sigue tan campante.
A pesar de que en 200 años hemos tratado de cambiarlo para copiar otras creaciones que en cierto momento nos parecen mejores, (porque de crear instituciones propias, ni hablar), la tramoya del escenario en que nos movemos es la herencia colonial hispánica que ha permanecido casi inmutable. Prima aún en nuestra desprestigiada y descuadernada institucionalidad el espíritu de la metrópoli, el concepto omnímodo del ejecutivo que todo lo da y quita y la necesidad de halagarlo para obtener sus favores. Dispensas del Rey, como le llamábamos antes de la independencia.
Ejerciendo el vil ‘postureo’ tratamos de acercarnos al fogoncito de los centros donde se toman las decisiones para recibir un poco de los jugos del Estado. Esto le ha facilitado perpetuarse a una oligarquía hereditaria, en donde unos pocos controlan el poder político y económico del país. Mayormente de centro o a veces de izquierda o de derecha según sea el turno, (porque alguna alternancia sí ha habido). “Los mismos con las mismas”, decía Gaitán, el otro incendiario.
Los cambios, cuando rara vez ocurren, se limitan a un “córrete a un lado que me toca a mí”. Salvo unas pocas caras nuevas, renovadas palancas y recomendados, todo sigue igual, con pocas variables semánticas de voluble intensidad y efecto, pero al final todos acercándose, con una que otra argucia, al “calorcito del poder”. Un vil reparto de la partija burocrática y de la mermelada presupuestal.
Ante este panorama el país entero tiene que estar agradecido con Petro y sus secuaces; unos, los más, por sus ilusorias y fantasiosas promesas y otros, nosotros, por sus apocalípticas denuncias. A quienes nada o poco tienen les ha encendido la esperanza con la falacia, el embuste facilista de una vida mejor sin que tengan que cambiar nada en su actitud expectante. Los subsidios arreglarán todo y las expropiaciones les permitirán tomar venganza de los ancestrales explotadores, dueños de los medios de producción. Al resto de los colombianos nos ha hecho un gran servicio enrostrando la conciencia ciudadana con una problemática nacional que veíamos distante.
En su estrategia de desprestigiar a las instituciones democráticas y aun a la familia, ha magnificado los problemas. Este temor ha obligado a la sociedad a mirar hacia ellos y a crear conciencia de un necesario e inaplazable cambio en legítima defensa para subsistir. La mayoría no creemos como Petro que “como la casa esta desordenada hay que quemarla para organizarla”. El temor de que esto suceda crea conciencia de urgentes reformas y no podemos seguir haciéndonos los de la vista gorda ante la brecha social y tenemos que acelerar las mejoras que en verdad se van logrando. El “poco a poco” de los últimos años no es suficiente ni satisfactorio y hay que apurar y apretar en temas como la justicia; la inseguridad; la impunidad; el acceso a la educación; la violencia de género; el crecimiento de la población, el imparable costo de vida y hasta el deterioro ambiental.
La inconformidad exacerbada no da espera y Petro nos ha mostrado el poder destructivo de las mingas indígenas y del minusvalorado proletariado cuando se salen del quicio sus emociones.
Petro es, además, la mejor bandera contra el abstencionismo. Los colombianos nos hemos acostumbrado a votar “en contra de” y no a elegir opciones. Bolívar, lo recuerda Juan Gabriel Vásquez, dijo: “Cada colombiano es un país enemigo”. Esto explica las polarizaciones que esta vez nos alinderan en pro de la libertad. Ir contra Petro para defendernos de sus ocurrencias demoledoras, es un pretexto unificador. Gracias Petro por los favores recibidos… Gracias también a don Rodolfo Hernández. Algo le debemos.