La separación de los poderes al desnudo

La democracia, formalmente, se tipifica por elecciones periódicas, la separación de los poderes públicos y la vigencia de libertades regladas por una Constitución. Por estos días, mucho se habla de las bondades de la tridivisión del poder público, donde cada rama controla a la otra y así se evitan los eventuales abusos que pudieran tentar a un poder concentrado.

Según la teoría, el Congreso hace las leyes, pero encuentra el control de constitucionalidad y de legalidad por parte de las altas cortes. Estas constituyen la cúpula de la “rama menos peligrosa,” según las palabras de Alexander Hamilton, pues la judicial “no ostenta ni la espada ni el poder de gasto” que son las fortalezas del Ejecutivo, al que le corresponde direccionar la política pública, defender las fronteras y mantener el orden público. La rama más fuerte es la legislativa, al tener el poder de dictar las leyes y aprobar los recursos que ordenan la actividad estatal, pero es un poder disperso en su interior que depende del ejercicio de las mayorías y minorías en su interior. Hasta aquí, a grandes rasgos, la teoría de cómo el poder controla al poder público.

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Pero ¿pueden contrarrestarse esos pesos y contrapesos entre las distintas ramas del poder público en la práctica de la política? El problema de fondo se encuentra en la fortaleza de las instituciones que se reduce a la voluntad de los que las dominan de actuar conforme a los límites de sus atribuciones y de la determinación de quienes deben ejercer los controles de aplicarlos oportuna y contundentemente, unos y otros dentro de las finalidades y límites previstos en la Constitución y la Ley.

A partir del 20 de enero de 2025, cuando se posesiona Donald Trump como presidente de los Estados Unidos, se pondrá en juego la capacidad de las instituciones norteamericanas para sostener la tesis de que el poder controla el poder. El nuevo presidente ostentará lo que, en Washington, siguiendo la jerga hípica, se denomina una “trifecta gobernante”. Con mayorías del partido del presidente en ambas cámaras y en la Corte Suprema de Justicia, se pondrá a prueba la separación real de los poderes públicos.

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La lealtad partidaria es buena, pero en todas partes tiene el límite de la Constitución y la Ley, como también el de la consciencia. En el periodo anterior de Trump, votar con la consciencia o con la Constitución sobre la orden partidaria significó el retiro del apoyo partidario a quienes osaron desobedecer. Un caso paradigmático es el de la representante Liz Cheney, quien fue expulsada de su cargo de liderazgo dentro de la bancada republicana y perdió la candidatura a la reelección en la Cámara por haber votado la acusación de Donald Trump, después de haber participado en la investigación por el asalto de partidarios del presidente Trump al Capitolio el 6 de enero de 2021, durante la sesión para confirmar la elección de Joe Biden.

Esta semana, una comisión de representantes republicanos que analizó la investigación en que se basó la Cámara para acusar a Trump, cuestionó el papel desempeñado por Liz Cheney, lo que llevó al presidente electo a presionar al FBI para abrir una investigación en su contra. La politización del poder investigativo del Estado para utilizarlo en contra de los presuntos opositores a la voluntad del mandatario, cuando este tiene mayorías partidarias en todas las ramas del poder público, augura mal para la efectividad de los contrapesos institucionales contra el abuso del poder. El Partido por encima de la Constitución deja la separación de los poderes al desnudo.

Clara López Obregón