El conflicto armado que ha vivido el país durante más de cincuenta años y del que hoy en día intenta salir, tiene entre sus causas la profunda exclusión política, social y económica que afecta a grandes capas de la población. La débil pluralidad y participación política se refleja en periodos como el “Frente Nacional” (1958-1974), en el cual se dio un ejercicio del poder bipartidista, hegemónico y excluyente, que impidió la consolidación democrática.
Paralelo a ello, desde las primeras décadas siglo XX, la violencia política ha estado presente como mecanismo de mantenimiento del poder político y económico. Reflejo de ello son los tres holocaustos políticos que marcaron la vida republicana: la persecución a los conservadores entre 1930 y 1938; el aniquilamiento del movimiento gaitanista entre 1948 y 1953; y el exterminio contra la Unión Patriótica y el Partido comunista entre 1984 y 1998.
El desarrollo de la “Doctrina de Seguridad Nacional” en el continente en la década de los sesenta y el concepto de “enemigo interno” fueron funcionales a la estigmatización y legitimación de la violencia contra los movimientos sociales y políticos considerados afines a la guerrilla y a la “amenaza comunista”. Algunos casos que conoce el Sistema Interamericano de Derechos Humanos SIDH, como por ejemplo el caso Miembros del Colectivo de Abogados “José Alvear Restrepo” vs Colombia, se enmarca dentro de esa lógica, no ya de aniquilamiento como grupo sino la de doblegar o destruir, sin matar a sus integrantes y grupos familiares.
La Constitución Política de 1991, fruto de los Acuerdos de Paz con varios grupos guerrilleros (El Espectador, “Los exguerrilleros que escribieron la Constitución”, 29 de junio de 2016), rompió el tradicional bipartidismo, incluyó como uno de sus pilares la democracia participativa y protocolizó la promesa de un Estatuto que diera garantías a la oposición política.
El Punto 2 del reciente Acuerdo de Paz con las FARC sobre “Participación Política” plantea entre otros, medidas para facilitar el tránsito de la guerrilla en armas a la vida civil a través de un movimiento o partido político, en la perspectiva de fortalecimiento democrático, reconociendo la necesidad de facilitar “la constitución de nuevos partidos y movimientos políticos que contribuyan al debate y al proceso democrático, y tengan suficientes garantías para el ejercicio de la oposición y ser verdaderas alternativas de poder”.
Es en este contexto que se debe analizar la sistemática persecución política contra Gustavo Petro, que tiene una alta significación para nuestro país en tanto se refiere a una dimensión de las garantías con las que debe contar la oposición política para participar en el foro democrático. La pregunta que plantea este caso es ¿si un grupo armado que ha optado por la dejación de armas y la participación en la vida política del país cuenta con condiciones para hacerlo? La experiencia de Petro refleja que aunque la sociedad colombiana está dispuesta a generar transformaciones, el establecimiento político tradicional ha encontrado maneras para obstaculizarlas.
La responsabilidad internacional del Estado colombiano, caso CDH-13-2018 Gustavo Petro Urrego vs Colombia, que cursa en la Corte IDH, se configura, por la violación a los derechos políticos y garantías judiciales de la víctima, derivada entre otros, de la facultad sancionatoria que tiene la Procuraduría General de la Nación, PGN para destituir a funcionarios elegidos mediante voto popular; facultad, que al ser ejercida por una autoridad administrativa y no judicial, contraría las salvaguardas que establece la Convención Americana sobre Derechos Humanos, CADH.
Adicionalmente, cuando la potestad sancionatoria, es utilizada en un ejercicio de desviación de poder, constituye discriminación por razones políticas, contraria a los principios democráticos que inspiran el SIDH.
Las violaciones convencionales contra Petro se concretan, en pimer lugar, en la sanción de destitución e inhabilidad en su contra impuesta por la Procuraduría General de la Nación, PGN en razón de la implementación del esquema de basuras en la ciudad; en segundo lugar, en el conjunto de procesos disciplinarios y fiscales adelantados con posterioridad a la sanción inicial impuesta por la PGN; y, por último, al expedirse la Ley 1864 de 2017 que introduce en el Código Penal el tipo penal de “elección ilícita de candidatos”, esto es, castiga con pena de prisión a los funcionarios que habiendo sido electos tengan sanciones fiscales, disciplinarias o penales en su contra. Así, se elevan las consecuencias de una restricción arbitraria a los derechos políticos a una conducta penal.
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Sobre Gustavo Petro todavía pesan investigaciones disciplinarias y sanciones fiscales que no cuentan con resolución definitiva y afectan el libre ejercicio de sus derechos políticos. No se trata de una vulneración hipotética o abstracta como indicó el Estado colombiano durante los argumentos ante la Corte IDH porque sus efectos permanecen.
Por otra parte el fallo del Consejo de Estado -acción de nulidad y restablecimiento del derecho- tiene efectos inter-partes, impidiendo que se constituya como una garantía de no repetición. Dicha decisión solo cumple medianamente con uno de los elementos necesarios para la reparación: la restitución. La única salida posible es que el Estado adecue su legislación a la CADH, como debe decidirlo la Corte IDH cuando emita su sentencia.
La fresa en el pastel de la persecución política –que no hace parte del caso ante la Corte IDH- la constituye la decisión unánime del Consejo Nacional Electoral, CNE de aperturar invetigación a la campaña del senador Gustavo Petro porque tres funcionarios públicos hicieron aportes, lo cual está prohibido por la ley. Los montos donados fueron de $95 mil; otra, de $120 mil, y la tercera, de $150 mil. En total $365 mil. De ñapa, se ordenó compulsarle copias para que la Corte Suprema de Justicia y la Fiscalía General de la Nación lo investiguen penalmente.
La investigación está en veremos. Deberá el CNE determinar “si esos montos podrían constituir financiación, si se lesionó un bien jurídico tutelado por la ley, si los aportes mencionados desbalancearon una campaña política o no, y si hay o no eximentes de responsabilidad. En materia penal, nadie puede ser condenado si no media la intención de cometer un crimen; y en asuntos administrativos, salvo excepciones, debe existir la voluntad de generar un daño y de efectivamente causarlo para que pueda caber la sanción” (El Espectador 02/08/2020 ¿Hubo “triangulación” en la campaña presidencial?).
En el hipotético evento que se le encuentre responsable la multa para la supuesta infracción, oscila entre $13 y $134 millones de pesos (El Espectador 23/07/2020 “CNE abre investigación a Petro por financiación en campaña presidencial”). Difícil imaginar el criterio de acuerdo al cual tal sanción se podría considerar justa.
Es cierto que la ley se debe aplicar a todos. Así que si hay evidencia de una infracción, se debe investigar, siempre asegurando las garantías del debido proceso al acusado. Pero la aplicación selectiva o desproporcional o discriminatoria de la ley desvirtúa el Estado de Derecho. Tal práctica constante y sostenida a través del tiempo consitutuye persecución política.
La Corte IDH ha sido y es faro y guía de la protección de los derechos humanos en el continente americano. Esperamos que el fallo que está próximo a emitir, no solo sea histórico, sino que sea la base para el futuro inmediato de los litigios de persecución política y discriminación contrarios a la democracia.
*Abogado del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo