Esta semana, Colombia volvió a estremecerse con un crimen que no puede pasar como una cifra más. En Bello, Antioquia, fue asesinada con extrema violencia la joven trans Sara Millerey. Su cuerpo fue hallado con signos de tortura, amordazado, envuelto en bolsas. La saña con la que se ensañaron contra su humanidad solo puede leerse como lo que fue: un crimen de odio. Una violencia que no es aleatoria ni individual, sino sistemática, estructural y profundamente política.
Sara no fue la primera. En lo que va del 2025, al menos 17 personas trans han sido asesinadas en Colombia, según reportes de organizaciones sociales y defensoras de derechos humanos. En América Latina, somos una de las regiones más mortíferas para las personas trans. Brasil, México y Colombia encabezan la lista global de transfeminicidios. Se estima que una persona trans es asesinada cada dos días en la región. Y en Colombia, una persona trans es asesinada en promedio cada 16 días. Son cifras que duelen, que gritan, que exigen justicia.
Pero esto no empieza con la muerte. Empieza mucho antes. Empieza con la negación. Con cada vez que alguien se burla, deslegitima o cuestiona la existencia de las personas trans. Con cada comentario sobre “ideología de género”, con cada ataque a las infancias trans, con cada política que limita su visibilidad en los espacios públicos. Vivimos en un mundo donde decir “eres quien dices ser” aún se considera una provocación. Y en ese contexto, los discursos de odio florecen. La retórica anti-“woke”, la burla sistemática a lo diverso, la satanización de los derechos adquiridos, son gasolina para estos crímenes. Detrás de la supuesta defensa de “la libertad de expresión” se esconde una intención clara: negar la existencia del otro. Y de esa negación, al exterminio simbólico, hay solo un paso.
Nota recomendada: La existencia de la comunidad trans: dignidad y justicia
El asesinato de Sara Millerey no es un hecho aislado. Es un reflejo brutal de lo que como sociedad hemos permitido. De cómo callamos, de cómo relativizamos, de cómo preferimos mirar hacia otro lado. De cómo a veces incluso desde las instituciones se alimenta el prejuicio. Pero hay otra historia también: la de quienes resisten, la de quienes exigen vivir. Como escribió la escritora trans Camila Sosa Villada en su novela Las Malas: ““Nosotras habíamos nacido ya expulsadas del armario, esclavas de nuestra apariencia.”. Vivir siendo trans es ya un acto de valentía, pero no debería serlo. Debería ser simplemente vivir.
Frente a esa realidad, la respuesta del Estado no puede seguir siendo la omisión. Es urgente que el Congreso de la República apruebe la Ley Integral Trans, una herramienta política, jurídica y social para garantizar que las personas trans puedan vivir con dignidad, con acceso pleno a derechos, con protección frente a las violencias y con reconocimiento de su identidad. Esta ley no es un privilegio, es justicia. Es reparación. Es una deuda histórica.
El derecho internacional ya ha señalado este camino. La Opinión Consultiva 24/17 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos reconoce el derecho a la identidad de género como un derecho protegido por la Convención Americana. La Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW) y los Principios de Yogyakarta también exigen a los Estados garantizar la vida, seguridad e igualdad para las personas trans.
La crueldad con la que fue asesinada Sara Millerey no nos puede dejar indiferentes. Nos interpela. Nos retrata. ¿Qué clase de sociedad somos si dejamos que esto se repita una y otra vez? ¿Qué tan libres somos si aceptamos que a otras personas se les niegue el derecho a vivir?
A Sara la mataron por ser quien era. Por ser una mujer trans en un país que aún no se decide a proteger sus vidas. Honremos su memoria luchando por justicia, por verdad y por una vida libre de violencias para todas las personas trans.
Quena Ribadeneira

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