LA OPINIÓN DE JAIME POLANCO
Las despedidas siempre son emotivas, ayudan a olvidar cosas del pasado y recuperan lo mejor del presente, animan a los elogios y ayudan al momento lacrimógeno de la emoción de la marcha, de donde uno ha estado a gusto por tiempo. Ese es el caso del todavía presidente Obama y su equipo de colaboradores, quienes en unos días abandonarán La Casa Blanca para encauzar sus vidas en otras actividades menos comprometidas.
Hay miles de líneas escritas sobre los largos ocho años de la presidencia de Obama. Cientos de analistas tratando de sacar lo mejor y lo peor de la filosofía detrás del “Yes, we can”, millones de personas en el mundo entero viviendo estos días con el corazón encogido, la marcha de la familia Obama como si de un familiar cercano se tratara. Los buenos y los malos haciendo balance de los claros oscuros de su gobierno, los líderes mundiales echándole ya de menos y el mundo en general rendido a este “seductor de masas”.
Mucho se puede decir del Gobierno del primer presidente negro de la historia de los Estados Unidos y premio Nobel de la Paz. Trató por todos los medios a su alcance de imaginar un país menos desigual, un país sin odios ni racismo, un país donde la sanidad fuera buena y para todos. Un país integrador, donde los migrantes tuvieran su espacio y su reconocimiento. Un país capaz de superar la mayor crisis económica de los últimos 50 años y ser generador de empleo como nunca antes. Un país recuperador de las libertades y los derechos de las minorías, avanzando en los reconocimientos y particularidades de cada uno. Un país respetado, pero también respetando las reglas del juego del mapa geoestratégico mundial. Un país sin rencor y capaz de recorrer los millas que distanciaron a los hermanos cubanos por docenas de años.
Pero todos estos logros también tuvieron sus desatinos. La larga e ineficaz lucha contra el lucrativo negocio de las armas, dando lugar a decenas de matanzas sin sentido repartidas por todo el país. El portazo al cierre de la base de Guantánamo, escenario de los peores episodios de la represión y del odio que generan las guerras. El distanciamiento con Rusia, poniendo en bandeja de plata al excéntrico de su sucesor la capacidad para definir malas políticas exteriores. La errónea lectura del papel de EE.UU. sobre el conflicto en Siria y las consecuencias de perder la partida en esa región. La falta de visión para identificar el descontento de la sociedad, con los políticos de siempre en el mundo y en particular en su país, donde por empecinamiento de algunos poderosos de siempre, pusieron una candidata en la última elección descafeinada y sin capacidad de ilusionar a nadie.
Muchas más cosas a favor que en contra se pueden encontrar en estos dos mandatos de su presidencia. Mucha prensa rosa ocupada en los pequeños detalles de la familia. Muchos y muy buenos discursos tratando de emocionar al mundo entero, sobre la posibilidad de tener un planeta más justo, menos contaminado y más sostenible. Muchos viajes enseñando el lado amable de la política exterior norteamericana. Muchas advertencias sobre las amenazas que se ciernen sobre el Estado con mayúscula, por la histriónica actitud de su sucesor. Pero sin duda, la historia dirá que fue uno de los mejores y más capaces presidentes que haya pasado por La Casa Blanca. Vamos a echar de él muchas cosas de menos, pero sobre todo, su convincente oratoria capaz de ilusionar a toda una nueva generación con el mensaje más sencillo del mundo: si lo haces, si lo intentas, se puede.