Caben es esa ya extensa logia de nuevos ricos que originariamente provienen en su mayoría de aldeas y ciudades medias emergentes de la economía precaria de la sociedad feudal decadente. Venida a más en materia de dinero porque son sagaces y hasta inteligentes para hacerse a grandes fortunas o porque escogieran el camino rápido, pero sinuoso y peligroso, del enriquecimiento súbito; son sin embargo propensos a exhibir sus pertenencias o hacer gala del poder que tienen. Lucen altivos, altaneros, patanes y se empecinan en que su vecino conozca su automóvil último modelo, su suntuosa casa y otros haberes que le otorgan una aparente superioridad.
Se hacen construir las moradas más vistosas en los barrios clasistas de las ciudades o en las provincias donde fueron conocidos como personas de escasos recursos; algunos gastan por cantidades millones en fiestas pueblerinas y dan la mano a los pobres y regalos a quienes tratan o conocen; pueden ser políticos mediocres que a base de artimañas se hacen al botín del erario público; también suelen dedicarse al negocio ilícito de las drogas, aun cuando ya parece que se alejan de esta actividad por cuanto aprendieron de un político de raza negra que una alcaldía da más que el narcotráfico; también se les puede encontrar en los puestos burocráticos de rango medio y no faltan los que se enquistan en los puestos de la élite del poder judicial. De poca cultura y de excesiva superficialidad los nuevos ricos desconocen por completo el hermoso arte del buen vivir, no tienen ni idea de lo que dijo Gandhi sobre los factores que destruyen al ser humano: “La plata sin principios, el placer sin compromiso, la riqueza sin trabajo, la sabiduría sin carácter, la creencia sin humanidad y la oración sin caridad”.
El nuevorriquismo como fenómeno social nuevo es el producto de una mala educación, de un modelo de enseñanza en el que se prepara al individuo para trabajar, para ser eficiente, para la supervivencia, no para ser, para autorrealizarse, ser cada día mejor persona y ciudadano ejemplar.
Detrás de todas las guerras, incluidas las electorales a las que se dedican los nuevos detentadores del poder judicial, desnudan el ansia de sobresalir, de acumular fortuna, la ambición desmedida, aun cuando estos personajes suelen disfrazar sus voraces apetitos dinerarios y soberbios deseos de acceder a las cumbres de los puestos burocráticos bajo doctrinas de patriotismo, servicio al país, ayuda de los necesitados o amor a la justicia. Tal como lo escribiera el periodista ilustre antioqueño, Juan José Hoyos, a propósito de los 30 años del vil asesinato del humanista Héctor Abada Gómez y las cartas que legara a sus hijos: “Si los políticos amaran no serían tan corrompidos”.
Políticos hubo en la Colombia de otras épocas que con sus elocuentes discursos y sus cultas arengas semejaban a los oradores de las cultas Grecia y Roma. Me acuerdo de los llamados Leopardos y los egregios caldenses Silvio Villegas, Fernando Londoño y Gilberto Alzate Avendaño, auténticos artistas de la palabra. Hoy, en el capitolio nacional, no quedan vestigios de aquella culta y aristocrática clase política, sino que abundan mediocres representantes y deslucidos senadores que en su mayoría tienen sus curules como una inversión millonaria de las que buscan obtener un provecho igual o superior a la inversión económica de la campaña electoral. Sin que en sus cabezas haya un cúmulo de ideas para exponer en el antes Salón Elíptico del Capitolio Nacional; en suma, mercaderes y mercachifles de la actividad política y nuevos ricos sin gracia, sin cultura y sin identidad, pues son meros apéndices del presidente de turno, quien suele comprarles sus conciencias, o lo queda de ellas, con cuotas millonarias del presupuesto.
El fenómeno de los Ñoños, caídos en desgracia en estos tiempos, es apenas botón de muestra del poder político nuestro y de otras naciones, incluidas España, Italia y muchas republiquetas centro y suramericanas. Situación similar se ha vivido en el otrora respetado y amado Palacio de Justicia, hoy convertido en una guarida en la que se han escondido un puñado de vendedores de fallos judiciales, tal vez amparados en otros que sin ser venales, son al menos mercaderes de puestos, privilegios y puestos ostentosos. Unas décadas atrás hombres eruditos, sabios y silenciosos ocuparon sus altas dignidades en la suprema corte, creando jurisprudencia que alumbraba el camino recto de la justicia y jamás se les vió en espectáculos tan degradantes como dedicarse por varios meses hasta por años a pelear por quién preside la corporación o a quién eligen fiscal u otros cargos llamados a proveer, como lo hemos visto en los últimos tiempos.
Jamás se conoció de un acto de indelicadeza de estas luminarias del derecho y un bonachón magistrado fue investigado hace algunos años por solo haber hecho una llamada inocente para recomendar a un pupilo suyo. Hoy existe la más descarada, abierta y desvergonzada práctica del cabildeo, clientelismo, intriga y demás formas repugnantes de hacerse elegir. Magistrados que han presidido la corte han sido políticos frustrados y empobrecidos abogados de mediocre trayectoria y auténticos malabaristas parecidos a políticos en campaña. De los actualmente cuestionados nuevos ricos, al juzgar por las millonarias sumas que presuntamente exigían por su actividad cohechadora, uno suele verse cual filósofo pensante, otro como un recién graduado que exhibe con orgullo su toga y otro con una falsa apariencia de solemnidad y respeto; los togados subjudice parecen más nuevos ricos que admirables juzgadores.