Desde hace muchos años vengo cavilando sobre los principales factores que dan al traste con la felicidad humana y ahondando en textos y ensayos he podido advertir que en general la mayoría de los pecados capitales, pero especialmente los indicados en el título de este artículo, son los que de manera más notoria dan al traste con el arte del buen vivir; mujeres y hombres son víctimas de ellos y con especial énfasis algunas posiciones son más atenazantes entre los hombres, aun cuando en estos tiempos ellas atacan a unos y otras en condiciones similares. La soberbia, pecado capital supremo conocido desde los albores del cristianismo por la postura arrogante de satanás que se reveló contra el Dios bíblico judío, ha sido el talón de Aquiles de miles de hombres que han gobernado el mundo.
El control social, el consumismo y la comodidad o vivir con lujos, son en palabras del autor John Izzo, los enemigos de la felicidad que a juicio de quien este artículo escribe, aquejan más a las mujeres que a los hombres. Para poder entender el desbarajuste social que aqueja a la sociedad moderna, debemos adentrarnos en el estudio de estas maléficas pasiones, que a decir verdad no son invento de las últimas generaciones.
Hasta en la culta Grecia antigua hasta los Dioses eran presa favorita de la envidia, la soberbia y la codicia; las obras maestras de La Ilíada y La Odisea no son más que episodios producidos por estas malsanas pasiones humanas y divinas. No es de extrañar que la avaricia, la altanería y la envidia de millones de personas de las capas medias y bajas padezcan tan tristes y monstruosas pasiones ruines y bajas; pero con igual rigor estas también atacan a mujeres y hombres poderosos y ello explica por qué un Hitler, un Mussolini, un Sadam Hussein, un Leonidas Trujillo, un Miguel Antonio Noriega y otros sátrapas fueran víctimas de sus ambiciones desmedidas, su excesiva arrogancia o su insana envidia por el poder y el dinero.
También podemos concluir que tales fenómenos psíquicos, profundamente de la condición humana, fueron las razones por las que banqueros multimillonarios, en otras épocas considerados ejecutivos exitosos, como Mario Conde en España y Jaime Michelsen en Colombia, fueron objeto de enjuiciamiento y condena por parte de las respectivas justicias.
En los últimos años dinastías políticas como los Kirchner en Argentina, han sufrido declive político y social a causa de su desmedida codicia económica y política. En Latinoamérica, más de la mitad de exmandatarios y presidentes en ejercicio están siendo enjuiciados y algunos se encuentran en prisión por las mismas razones. Brasil, Perú, Honduras, Guatemala y Venezuela son apenas un muestrario de poderosos caídos en desgracia, debido a su voraz apetito de enriquecimiento rápido e injustificado. Y en Colombia, lo que era una conducta propia de los políticos, pasó a ser un vicio de altos dignatarios de la justicia, nunca antes se había judicializado y puestos en calidad de subjudice a jueces, magistrados y otros funcionarios del poder judicial como en el par de años últimos. Lo que era un secreto a voces entre el círculo de la justicia penal colombiana y en los pasillos de algunos tribunales y cortes del país, se desdibujó definitivamente entre 2016 y 2017.
La contratación indebida y remunerada a múltiples empleados de la burocracia estatal, que fue disimulada y hasta justificada por varias décadas, devino en la causa de persecución penal más desaforada en estos años, impulsada y puesta en evidencia por la justicia norteamericana. Empero la venta ilícita de algunas sentencias de las altas cortes, existente de hace un cuarto de siglo, pero destapada apenas en los últimos meses, es la mayor causa de desestabilización del país, por cuanto la venalidad hizo su entrada en los templos sagrados de la justicia, que es lo peor que puede pasarle a una nación.
La pretendida igualdad de las democracias modernas lleva implícito el sello de la corrupción, fenómeno denominado por la filósofa italiana Elena Pulcini, las patologías de la democracia. En una monarquía el pueblo raso y los ricos y los gobernantes no se igualan con los reyes y por ello es difícil que la envidia entre a las clases altas y la aristocracia monárquica, en tanto que dentro de la supuesta igualdad democrática moderna, tiende a confundirse la jerarquía clasista y quienes provienen de estratos bajos se igualan o tratan de superar a los antes poderosos y privilegiados detentadores del poder económico político y social. Eso fue lo que ocurrió con algunos sectores del poder judicial colombiano, que desde que la carta política del 91 les entrego la función burocrática de elegir altos dignatarios, se igualaron con los políticos exigiéndoles canjes burocráticos a cambio de nombramientos de alta alcurnia.
El antiguo manzanillo politiquero de pueblo que accedía al poder y a puestos a base de componendas de directorios políticos, se convirtió en el togado que de igual manera utilizó la capacidad nominadora en las cortes para hacer el erario público el botín burocrático de esposas, amigos y familiares. Tal como lo pide el ilustre ex fiscal, ex procurador y ex ministro de justicia, Alfonso Gómez Méndez, hacen falta unidades investigativas del periodismo colombiano, como existían décadas atrás, para probar el grado de politización y clientelismo judicial de la rama jurisdiccional en las dos últimas décadas. El problema endémico que aqueja en el presente a la justicia colombiana, además de personal (que no puede reducirse a tres o cuatro nombres de altos dignatarios de la justicia), es Institucional, pues a la manera del escorpión, la Suprema Corte se inoculo el veneno de la codicia, la soberbia y la envidia, así existan togados probos y exentos de macula antiética, lo que supone un cambio sustancial del régimen de elección y nombramiento de los altos jerarcas de la Administración de Justicia y no meras reformas coyunturales y superficiales que no erradican el flagelo que azota a la antes respetabilísima tercera rama del poder público.