Les soy sincera. Detesto que me griten. Y mucho más si esa persona tiene poder, si cuenta con que uno bajará la cabeza. Me parece, por demás, una práctica más pegada de un ego malsano que de una personalidad genial. También hay que reconocer que cuando hay posiciones de poder el estrés llega con esa tentación. Con la frustración de que nada se mueve, que nada funciona. Que hay que empujar un elefante. Cada vez que he sido yo la que alza la voz, me arrepiento enormemente. Es para mí una falla más propia del narcisismo que de la ansiedad por resultados.
Por eso me resultó tan sensible el caso de Marta Lucía Zamora con el canciller Leyva. Hay algo en él que me conmueve a favor de ella, que estaba tratando de hacer su trabajo y proteger el bien público, y no de él, que veo como una figura política a la que ya nada le importa. De las que se siente orgullosa de patear el tablero, porque ya no le toca jugar en él. Brutos, pero decididos, dicen en mi tierra. En el balance que todo funcionario debe hacer entre el bien público y el de un solo individuo, parece que en este caso perdió lo público. Una especie de: Que se jodan, yo gané.
En los gobiernos el balance entre audacia y sensatez es una necesidad para que salgan bien las cosas. Y sí, la historia recuerda más a los valientes y aventureros – cualidades muy cercanas a esa masculinidad heroica que tanto gusta en nuestro país – pero los países necesitan más a las personas sensatas. O al menos un buen balance de las dos, que muestre cuándo es mejor pensar dos veces las cosas.
Al canciller no le están saliendo bien las cosas. Es como cuando uno quiere tapar los errores de su trabajo agarrando el trabajo de alguien más. No cumplió con la promesa de mejorar el servicio diplomático, su hijo se presenta en reuniones donde no tiene por qué estar y además de eso tiene al parecer influencias indebidas sobre funcionarios que son sus amigos. Y que toman malas decisiones. No está contribuyendo ni a la paz, ni a la verdad, pero tampoco está haciendo un buen trabajo en la cancillería.
Si la intención del canciller Leyva era cuidar al presidente, lo primero que tuvo que hacer fue garantizar que un buen proceso licitatorio saliera de su despacho. Mejorar los pliegos y garantizar que éstos permitieran un proceso abierto y con posibilidades de ampliar el mercado que monopoliza Thomas Greg & Son. En eso, falló. Una vez se surte la licitación y la empresa de siempre, que juega con ventaja, gana la licitación, la cancillería decide declararla desierta. Otro error para tapar el primero. Y cuando alguien, en este caso la agencia que tiene como propósito defender al Estado, comete su tercer gran error que es culpar a quién le señala los dos primeros. El propósito no fue cuidar al presidente, sino cuidarse a sí mismo.
El presidente Petro tomó la decisión de mantener a su canciller y sacar a una funcionaria que hasta el momento había sido proba y daba resultados, pero que además era altamente valorada por sus subalternos. ¿Por qué?
No es noticia que para el presidente los “qué” siempre son muchísimo más importantes que los “cómo”, en este caso la necesidad de un proceso competitivo, lo que es entendible. Pero lo que no es claro es la asignación de responsabilidad y sobre todo el ignorar que en la cancillería ya corren muchas voces que aseguran que las salidas de tono del canciller son frecuentes, especialmente con las mujeres que trabajan allí.
No podemos seguir normalizando el liderazgo del grito y el insulto. Además de ser claramente reprochable es completamente contrario al espíritu de protección al más vulnerable y no al más poderoso, que es parte constitutiva de la sensibilidad social de este gobierno. Y aún peor, genera ambientes donde los y las líderes quedan ciegos porque nadie se atreve a hablar, a advertir o a señalar los errores. Esa cultura tan común en el servicio público colombiano, de “sálvese quien pueda” también termina siendo consecuencia de los malos tratos, porque a la final, no es el buen trabajo, ni los resultados los que producen incentivos positivos. Ese pasillo de aplausos que recibió Marta Lucía Zamora es prueba de que un buen liderazgo inspira y produce resultados. Lástima que no se haya valorado.