Pese a las dolorosas imágenes de la nueva crisis invernal que azota el país, y que parecieran corroborar ya los temores y proyecciones de la comunidad científica en relación con el cambio climático, es necesario decir que lo que experimentamos estos días a escala nacional es aún indistinguible de la variabilidad histórica.
Si bien se han superado algunos registros de eventos extremos, ni el huracán en Providencia, ni las tormentas de granizo, ni las elevadas mareas cartageneras, el nuevo desbordamiento del Magdalena o las prolongadas sequías que ha experimentado el país en las últimas décadas son evidencia robusta de que el calentamiento global está actuando. Y eso no significa negacionismo, al contrario, es un llamado para entender que todo lo que viene será mucho más grave y apenas empieza.
Podría parecer contradictorio que en pleno desastre, cuando hay fotos, videos y evidencia dramática de los embates del diluvio, los deslizamientos y las crecientes, que causan toda clase de impactos negativos en la población, la infraestructura y la producción de alimentos, alguien insista en que aún no vemos el verdadero rostro del nuevo clima, pero lo cierto es que los fenómenos que estamos observando, aún en su condición extrema, se vienen presentando en Colombia con regularidad durante los últimos milenios, y si nos parecen más graves, no es porque sean atípicos, sino porque hemos hecho las cosas muy mal para convivir con ellos, empezando por el modelo de ocupación territorial que pareciera diseñado para el desastre, traducido en la producción de un modelo cultural de damnificados permanentes, funcional a los populismos que han regido la vida política y administrativa del país.
Cientos de municipios no han actualizado una sola vez su EOT o su POT incorporando la gestión del riesgo, más que todo por los costos de la consultoría especializada que a menudo implica el proceso, un reto para el nuevo “director de los desastres”, tal vez la institución pública más importante en la transición hacia un país adaptado a los tiempos que se vienen.
Es innegable que algunos indicadores ya demuestran comportamientos anómalos y que existen tendencias documentadas de cambios en los parámetros climáticos, especialmente a escala global. El IDEAM y el IPCC nos muestran con rigor científico la situación, pero el análisis de los datos presentes aún cae dentro de la varianza, es decir, dentro del margen potencial de comportamiento esperado del clima sin incidencia humana, que además, no es un promedio.
Y el factor más complejo dentro de esta ecuación se llama “Fenómeno del Niño/Niña” (ENSO), un mecanismo de ajuste de la circulación térmica de los océanos ecuatoriales que ha existido por millones de años y que indudablemente está siendo afectado por la intoxicación antrópica de CO2, pero no sabemos cuánto ni cómo.
Por este motivo, las cifras económicas asociadas con los desastres invernales son apenas las cuenta de cobro de la mala gestión ambiental histórica y actual del territorio, no la cuota inicial del daño producido por el norte global. De ahí que las proyecciones de inversión de las necesidades adaptativas de la población colombiana al cambio climático ni siquiera estén dentro del marco de inversión de largo plazo, pues implicarán el rediseño total de nuestra economía y la cultura. La única manera de enfrentar los efectos que apenas se vislumbran es invertir en educación creativa e innovación tecnológica, institucional y social, para que cuando el lobo sople de verdad, estemos mejor preparad@s.