La imagen revela una situación de inmensa brutalidad y la mente se niega a interpretarla a primera vista. Luego de devolver tres o cuatro veces la escena en las noticias de la noche, la sangre se me heló cuando no pude dejar de entender lo que veía: el cuerpo amortajado de un niño de tres años. La inanición fue tan atroz y prolongada que, lo que en un principio quise creer eran paquetes alargados de víveres, resultaron ser los cuerpos de infantes demacrados por el hambre que, al ser envueltos en las telas blancas, parecían bastones de poco más de diez centímetros de ancho. En la precariedad impuesta por la situación, los encargados del procedimiento solo pueden rematar cada extremo de la mortaja, de modo que los pequeñitos quedan emulando la apariencia de un regalo.
Imagino a sus agobiadas madres recibiendo sus cuerpecitos dispuestos de esta forma. La metáfora se cierne instantáneamente. Ese niño que ya no volverá sufrió durante su corto paso por la vida vejámenes justificados por estados que reclaman ese derecho acusándolos de haber nacido en el lugar que buscan ocupar a la fuerza. El presente doloroso para quienes han sido padres y madres en las condiciones más insoportables para cuidar la vida de otro ser humano. Israel no ha sido el único estado violador de los derechos humanos en esta historia, ni el único responsable de la muerte de este niño, que han sido miles.
En 1978 el muy letrado académico palestino Edward Saïd publicó Orientalismo, bellísima, certera e influyente obra que expone las formas en que el poder colonial, en su temerosa necesidad de describir al mundo, ha reducido y desfigurado una enorme parte del planeta bajo el nombre de “Oriente”. Para finales del siglo XVIII, y con la consolidación del capitalismo, Europa buscó lanzarse a África y Asia para mantenerlo y reproducirlo, mientras se fue poniendo en el centro del mundo y de la historia. De una forma simple, Saïd se apalanca en Gramsci y Foucault para hablar de la manera como Europa fue construyendo un discurso sobre “Oriente” que le permitiera convertirse en “Occidente” al ir avanzando en su dominio colonial del resto del mundo, del “otro”.
En la medida que Oriente nace en la mente de Europa y según los deseos del europeo en este proyecto civilizatorio, fue sufriendo estereotipación, exotización, homogenización, generalización, banalización e infantilización. Para Saïd, ese Orientalismo ha funcionado como una lente que distorsiona el objeto observado generando una aberración visual sobre Oriente e impulsando una actitud de guerra donde Occidente es “La CivilizaciónIllustrada” enfrentada al “Este Bárbaro”; en pocas palabras, “El Bien” contra “El Mal”.
Muchos crecimos viendo este Oriente reconstruido de forma grotesca, producto de lo que solo personajes como Trump o los libretistas de las películas de Chuck Norris son capaces de hacer: mostrar a un héroe gringo matar en solitario a cientos de árabes en cinco minutos. Oriente ha quedado representado como el árabe de narices puntiagudas, islamizado en su totalidad, exotizado en las bailarinas del vientre, misógino por su sometimiento de las mujeres tras el burka, estupidizado al límite en las películas de acción o en caricaturas como Tintín, moralmente inferior por fanático, matón, suicida, idiota, vengativo y perverso. Ese Orientalismo desfigurador justifica a quienes ahora defienden la necesidad de que sea Occidente quien “ponga orden” en la tierra de Saïd y su familia, del pequeño de la mortaja.
¡Que Occidente salve a Oriente de sí mismo! es la proclama de la narrativa colonial. O Israel, un estado auto-descrito occidental en pleno corazón del “Medio Oriente”, pero ya sabemos cómo llegó a ello. En las últimas dos semanas se ha instrumentalizado con descaro el también exterminio del que es objeto el pueblo druso en Siria, mientras los amigos del Imperio sesgan la historia para señalar que los drusos han contado con la fortuna de tener la protección del estado israelita, legalizando así su actuar bélico sobre Gaza.
En Orientalismo Saïd muestra cómo esas grandes narrativas coloniales han sido utilizadas para dominar, aniquilar, ridiculizar, reducir, anular y someter con el propósito de desaparecer. Uno de los grandes epistemes coloniales es, precisamente, la homogenización y, una de sus grandes utopías, enunciar leyes que describan en una sola idea al mundo y a la cultura, siempre y cuando esta síntesis permita establecer jerarquías. En los últimos dos meses he perdido la cuenta de las veces que he oído en los medios que se le llame árabes a los iraníes: por el contrario, el “país de los arios” es una nación persa y de lengua indoeuropea farsi. Curiosamente, el árabe, como el hebreo, es una lengua semítica, evidenciando la cercanía cultural e histórica de estos dos pueblos. Y el poder de la homogenización ha llegado a Colombia, donde se llama “turcos” a los descendientes de personas del sultanato Otomano que llegaron a principios del siglo pasado, pero también de Egipto, Siria, Líbano, Irán, Jordania y, desde luego, de la región persa y hasta de la India.
Saïd nació en Jerusalén en 1935, en plena época del dominio británico y, con apenas 12 años, él y su familia debieron lanzarse al exilio por la ocupación de tropas israelitas sobre el territorio palestino. Presenció y vivió la Nakba, la aterradora huída a la que fueron arrojados al menos 750.000 palestinos durante la guerra árabe-israelí, desarraigando a su propia familia. En plena adolescencia, el exilio lo llevó a Estados Unidos, donde terminó la secundaria en un colegio privado de Massachusetts, comenzando una brillante carrera académica en Princeton que empató con maestría y doctorado en literatura inglesa en Harvard. En sus propias palabras, fue el producto de una educación pensada para la élite blanca, anglosajona y protestante.
Tenía apenas 28 años y ya era académico en Columbia: para dolor del Imperio, un palestino de familia árabe-cristiana que dictó hasta su muerte literatura inglesa en las más encumbradas universidades del Ivy League y en un inglés muy natural. Un políglota que hablaba con gracia, soltura y profundidad bien fuera el más callejero o el más refinado de los árabes; desde luego, francés, sin dejarse atemorizar por otras lenguas romances como el italiano o el castellano, porque también le puso atención al latín. Cuenta algún biógrafo que el alemán pareció costarle poco trabajo. Así mismo, aprendió lenguaje musical y fue un virtuoso pianista, instrumento al que también le dedicó algo de sus reflexiones.
Precursor del movimiento postcolonial, se topó con la Crème de la Crème de la intelectualidad anglosajona, que para la época ya contaba con una significativa proporción de migrantes como él, en el King´s College de Cambridge, la Royal Society of Literature, la American Academy of Arts and Sciences y la American Philosophical Society. Como académico y como escritor recibió los más altos honores y dejó una obra profusa. Hizo catarsis del exilio vivido hablando en cientos de universidades por todo el planeta en su primera lengua y en las que fue trasegando.
Y Saïd fue mucho más que eso. En 1967, los eventos que empujaron a su pueblo a la Naksa, marcaron el punto de inicio en su militancia. Cuando Golda Mayer no pudo esconder más lo reaccionario de su programa lanzando frases como “los palestinos no existen”, Saïd respondió con toda la estatura de su destreza intelectual publicando el ensayo El Árabe Retratado, su primer texto de corte activista. Ejerció con compromiso la dignidad que supuso haber sido elegido en 1977 miembro de la Asamblea Nacional Palestina. Fue señalado de terrorista y antisionista por ello, y el FBI le consignó 238 esmeradas páginas en un archivo a su nombre. Asumió una postura en contra de la violencia y con generosidad declaró hasta la posibilidad de reconocer como solución la de “Los Dos Estados”, se acercó a Arafat y luego tomó distancia, siendo más tarde repudiado por facciones de la Organización para la Liberación Palestina y Al Fatah.
Increpó cara a cara a soldados israelíes armados hasta los dientes que desalojaban a su pueblo en Gaza. En el año 2000 estaba ya terminalmente enfermo de leucemia, pero las fuerzas le alcanzaron para arrojar un guijarro desde el Líbano contra el muro que se alza en la frontera con Israel. Esa imagen, de un simbolismo que no necesita ser explicado, quedó inmortalizada en una foto que ha inspirado a muchos a lo largo del mundo a respaldar la lucha del pueblo palestino y, a sus detractores, a llamarlo “El Maestro del Terror”. Columbia, la universidad que la semana pasada cedió al autoritarismo de Trump aceptando que el gobierno intervenga, entre otras perlas, sus currículos sobre cultura árabe, lo respaldó entonces manteniéndolo en su plaza.
Y es tanto lo que como latinoamericana le agradezco a Saïd y a Oriente de todo lo que soy y he vivido, visitado, estudiado y leído en mi vida. De todo lo que hago cada día. Escribiendo esta columna lo primero que hice fue abrir la alacenapara prepararme un café; revisé unas cuentas escritas en guarismos matemáticos originados en Persia; entré al patio de una casa de indiscutible estilo mudéjar mientras mis pensamientos atravesaban una celosía de madera en la ventana observando los estribos de una silla de montar, artefacto que se remonta a China e India hace más de un milenio y que fue mejorado por los mongoles. Como hablantes del castellano usamos palabras de origen árabe todo el tiempo, porque el árabe, como lo describió Saïd, es una de las creaciones más extraordinarias del ser humano, es la lengua de la poesía y del misticismo, de la ley, del amor, del más refinado humor, de la más exquisita narrativa.
Y cada vez que tengo la oportunidad, releo las páginas de Orientalismo. Hoy, más que nunca, el mundo debe volver a leer Orientalismo pues el niño de la mortaja, como el pequeño Saïd huyendo al Cairo en 1947, no son víctimas de un problema cultural, sino de la codicia colonial. Volver a Orientalismo para que no quede duda del holocausto judío ni del genocidio del pueblo palestino. Volver a Orientalismo para reconocer las injustas formas en las que hemos sido descritos y prescritos como latinoamericanos. Volver a Orientalismo para ver que a mujeres y minorías nos ha regido un patriarcado que funciona de la misma manera que el colonialismo: sancionándonos y apartándonos. Volver a Orientalismo, porque el poder colonial ha vivido sus días, por siglos, muriendo de miedo a que el otro exista.
*Directora Dharena (Discursividades, historias ambientales y reflexiones sobre naturalezas)
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