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Confidencial Noticias 2025


Si alguien dice “los colombianos son creativos”, nadie suele protestar por esa generalización. Pero si alguien dice “los colombianos son perezosos”, el rechazo aparece de inmediato: “¡no generalice!”, dirán muchos de los que escuchan. Esto muestra que una generalización, por sí misma, no siempre es el problema; lo decisivo es lo que implica para quien la escucha. Esa reacción suele estar más relacionada con una resistencia emocional que con un análisis racional: un sesgo afectivo o sesgo emocional, en el que las emociones pesan más que la razón y en el que la lógica llega después, solo para justificar la postura asumida.

Este tipo de sesgo es el terreno fértil en el que se construyen las polarizaciones, que suelen ser profundamente emocionales, incluso irracionales. Lo más problemático es que el sesgo puede volverse invisible para quien lo padece: quien está inmerso en él no percibe su propia parcialidad, porque su lógica interna acomoda todas las piezas de su pensamiento a lo que le resulta aceptable a su intelecto.

No solo la proximidad de las elecciones de 2026, sino en especial la coyuntura generada por la definición en primera instancia del juicio al expresidente Álvaro Uribe, han vuelto a encrespar los ánimos.
La polarización, otra vez, se ha instalado con fuerza en el debate cotidiano, metiéndose en las conversaciones de la gente común, reafirmando a quienes creen lo mismo dentro de sus tribus virtuales, repitiéndose una y otra vez las mismas ideas de siempre, o abriendo nuevas distancias, e incluso enemistades, entre quienes piensan distinto. Y los odios entre los extremos se exasperan.

Los polarizados suelen creer que solo existen ellos y sus opositores: fuera de esa dicotomía, no hay nada más. Esa percepción no es casual, sino inducida: es una estrategia bien conocida por los polarizantes, aquellos que diseñan, siembran y cosechan la polarización para su propio beneficio. En Colombia, la ecuación parece inamovible: petristas contra uribistas, sin espacio para nadie más. Y sin embargo, según las encuestas, en un “promedio de promedios”, los primeros conservan un 30 % y los segundos un 10 % del electorado: incondicionales, activistas, movilizados por la confrontación.

Tras el resultado del juicio al expresidente Uribe, tanto petristas como uribistas parecen convencidos de que la coyuntura les favorece. Los primeros lo ven como un triunfo simbólico; los segundos, como una oportunidad para reagrupar fuerzas.
Ambos apuestan a que, por una razón o por la otra, lograrán cautivar a los votantes del centro, esa mayoría silenciosa que, en últimas, define las elecciones, como si ese centro estuviera esperando ser absorbido por alguno de los dos extremos.
No por casualidad, en ambos lados buscan presentarse como cercanos al centro, adoptando etiquetas como “centro-izquierda” o “centro-derecha”, según convenga.

La paradoja es evidente: los mismos sectores polarizados que desprecian al centro intentan, al mismo tiempo, captarlo. Para lograrlo, han promovido con éxito la idea de que el centro es sinónimo de tibieza, y que quien no toma partido radical no tiene criterio político. Un ejemplo claro de esa estrategia es la estigmatización de Sergio Fajardo como “tibio”.
Pero esa caracterización no se sostiene. Fajardo no es tibio: su perfil político está claramente definido, aun cuando no encaje en las etiquetas tradicionales. Estar en el centro no es evitar el conflicto ideológico, sino rechazar las fórmulas cerradas de ambos extremos. El centro no se desentiende de la política: la examina con juicio, identifica lo que no le convence de la derecha y de la izquierda, y elige con criterio propio.

Esa es la diferencia. El llamado centro es, precisamente, lo contrario del “todo o nada” que domina en los extremos ideológicos:
Desde el centro se comprende, y se reivindica, una combinación razonada de elementos esenciales para la vida democrática:
La libertad individual, la propiedad y la iniciativa privadas, un capitalismo funcional que no derive en corrupción ni en concentración excesiva de la riqueza.
Pero también se reconoce el papel imprescindible del Estado como regulador de mercados que son, en la práctica, imperfectos.
Se entiende la urgencia de ayudar a los ciudadanos a salir de la trampa de la pobreza, lo cual requiere garantizar acceso efectivo a educación, justicia, salud y condiciones de vida digna.
Y se acepta la necesidad de estructuras impositivas lógicas que permitan al Estado cumplir esa misión.

Sin siquiera entrar a discutir los extremos más radicales, donde, inevitablemente, se pierden las libertades en nombre del poder, ya sea bajo autoritarismo o fascismo, lo cierto es que mientras los polarizados militan con sus sesgos emocionales, los ciudadanos del centro, que son la mayoría, están esperando propuestas. Y no más improperios, insultos, miedos ni amenazas disfrazadas de estrategia. Es hora de que los precandidatos entiendan que al centro no se le evangeliza: se le convence con ideas y propuestas.

El centro está hastiado de todas esas estrategias de miedo, ya desgastadas y repetidas hasta el cansancio. No funcionará seguir invocando la lucha de clases, ni apelar a una versión reciclada del socialismo del siglo XXI, que ya ha mostrado sus fracasos. Tampoco asustará al votante no polarizado la amenaza de que “nos vamos a volver como Venezuela” o, más recientemente, la insinuación viral de que se avecina un fenómeno similar al nazismo.
Nada de eso convencerá al votante de centro, que tiene la opción, y la madurez, de escuchar, pensar, discernir, y dejar de tener que elegir siempre al menos malo.

Los precandidatos, si quieren ser tomados en serio, deben enfocarse en propuestas sesudas, bien elaboradas, argumentadas con rigor. El país necesita respuestas reales para reducir la pobreza extrema y aliviar el sufrimiento de millones que viven con mala alimentación, vivienda precaria, acceso limitado y deshumanizado a la salud, pocas oportunidades para remontar la pobreza, y un sistema de justicia que funciona de manera injusta.
Necesitamos mejorar la calidad de vida y el bienestar general, no solo el de las clases altas que no enfrentan esos problemas.

Para lograrlo, se requieren sus propuestas para una mejor planeación de las intervenciones e inversiones del Estado, potenciar la competitividad del país y sus empresarios, reducir la corrupción en todas sus dimensiones, incluyendo el desafío de enfrentar al aparato político del que los mismos precandidatos provienen, y racionalizar los impuestos con los que el Estado puede financiar todo lo anterior.

Una mención final, necesaria, para el cáncer de la corrupción.
Muchos economistas analistas, con razón, señalan que los montos robados son pequeños si se comparan con el total de las finanzas públicas. Y es cierto que, por sí solos, no explican el atraso del país en términos de desarrollo y bienestar. Pero ahí no termina el daño. Los efectos intangibles de la corrupción son brutales: distorsionan la planeación estatal, sacrifican metas de largo plazo, y pervierten decisiones públicas para favorecer el saqueo. La eficiencia del gasto se derrumba no solo por lo que se roba, sino por lo que se deja de hacer bien para proteger los intereses que roban.
Ese será el tema de nuestra próxima reflexión.

Rafael Fonseca

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