En tiempos en que la geopolítica suele reducirse a cifras de comercio y balanzas de poder, vale la pena detenernos a pensar en algo más hondo: ¿_qué significa realmente el encuentro entre dos civilizaciones como China y América Latina_? La respuesta, creo, no está en los indicadores económicos, sino en *los lazos humanos que podemos construir*.
Un puente entre pueblos no se edifica con cemento, sino con cultura, educación, arte, gastronomía, ciencia y solidaridad. China, con su milenaria sabiduría, nos muestra la disciplina de la armonía y la resiliencia frente a la adversidad. América Latina, con su diversidad y creatividad, aporta sueños de *justicia, igualdad y dignidad*. Cuando estas fuerzas dialogan, no se trata de dependencia ni sometimiento, sino de reconocimiento mutuo: de asumir que el futuro puede ser compartido si se construye desde el respeto.
El mundo de hoy necesita más que tratados comerciales; relaciones internacionales que pongan a las personas en el centro, que den prioridad a la vida sobre la rentabilidad inmediata. *América Latina y China* tienen la oportunidad —y la responsabilidad— de mostrarle al planeta que otra diplomacia es posible: _una que se funda en la confianza, en el humanismo, en la convicción de que la cooperación no destruye, sino que cuida; que no arrasa, sino que siembra_.
Este encuentro nos recuerda también nuestra propia historia. La de nuestros pueblos indígenas, casi extinguidos y tantas veces silenciados, cuya memoria merece ser contada con la misma dignidad que hoy se otorga a la epopeya de los vencedores. Porque ser revolucionario no debería ser un estigma, sino un símbolo de lucha por lo público, por lo colectivo, por lo que pertenece a todos.
China, con sus lecciones de dolor y de resistencia, nos muestra que la reconstrucción es posible. Supo levantarse de la guerra, firmar la paz, inmortalizar a sus líderes y poner la mirada en el bien común. Ese ejemplo nos inspira a pensar en nuestras propias tareas pendientes: cómo hacer de la mejora continua un hábito, cómo transformar el poder en una herramienta para servir y no para dominar, cómo convertir la cooperación en raíces que den frutos compartidos.
Más allá de los discursos oficiales, hay algo que ya hemos ganado: *la experiencia de compartir, de reconocernos en el otro*. Ese gesto simple y poderoso —estrechar la mano de un colega, intercambiar palabras con alguien de una cultura distinta, sentir que habitamos el mismo “cuartito azul” que es la Tierra— es, en sí mismo, un aprendizaje vital.
*Por eso, el reto es mantener vivos esos lazos*. No solo entre gobiernos, sino entre personas; no solo con acuerdos, sino con afectos. *Si somos capaces de cuidar esa hermandad*, de verla como un honor y no como un trámite, estaremos contribuyendo a lo más valioso: que nuestros países sean potencias, sí, pero no de dominación, sino de transformación y de vida.
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