En Colombia estamos sufriendo el flagelo de las asonadas, cuyos traumáticos episodios no se registraban hace años, aunque las cifras de la Fuerza Pública y de la prensa divergen, ya que unos hablan de 23, mientras otros registran más de 30, y como era de esperarse, la oposición política escala la cuenta hasta 53, pero el mensaje que nos queda es una realidad de golpe: el Estado no protege a quienes debería proteger.
El episodio más reciente ocurrió en El Tambo, Cauca, cuando decenas de civiles, instigados por las disidencias del Frente Carlos Patiño, retuvieron a más de cuarenta militares y los obligaron a ceder el control territorial. Lo que en los titulares aparece como un acto “espontáneo” de campesinos inconformes, en la realidad es un mecanismo de presión mafiosa para defender enclaves cocaleros que hoy financian la guerra.
Aunque la asonada se define por el Código Penal como un delito producto del levantamiento tumultuario para forzar a la autoridad a actuar u omitir un deber, más allá de la juridicidad del hecho, lo que realmente nos debería preocupar como sociedad, es que en este gobierno se ha normalizado como instrumento de negociación en la ruralidad ante los ojos miopes de la justicia y el ejecutivo.
El presidente Gustavo Petro, en un ensoñador viraje discursivo, ha reconocido que la tarea central es “liberar a la población colombiana de la mafia que impera en las regiones cocaleras”. Esa mafia no es un fantasma, pues tiene rostro, armas, mercado y territorio, sin ir más lejos el vecino Cartel de los Soles, señalado internacionalmente como organización criminal de altos mandos venezolanos, aparece como socio estratégico de guerrillas narcoterroristas que hoy son interlocutoras de la “Paz Total”, lo que resulta en un contrasentido político, de un lado, el gobierno pide que las mafias dejen en paz a los campesinos cocaleros, y del otro, busca dialogar en simultánea con toda la delincuencia organizada que se nutre con el Narcotráfico.
La responsabilidad de la Fuerza Pública en un Estado Democrático de Derecho es actuar con legalidad, proteger a la población y judicializar a los delincuentes. Entre tanto, la responsabilidad del Gobierno es mucho mayor, en la medida que debe brindar seguridad integral y unidad en el territorio, así como diseñar una política de drogas que no se quede en discursos simbólicos, sino que ofrezca hechos tangibles para los eslabones cultivadores en el marco de la ley.
Cualquier discurso cargado de realismo mágico en materia de seguridad y narcotráfico, termina siendo inútil, retórico y vacío, como ocurre con la política de “Paz Total”, hoy profundamente desacreditada dentro y fuera de Colombia. A esto se suma el enorme riesgo de impunidad que genera el mal llamado sometimiento de las bandas criminales a la justicia, fuertemente cuestionado por analistas y expertos negociadores. Aunque no se plantea una amnistía abierta, sí se pretende otorgar beneficios judiciales excesivos que debilitan la legitimidad social del proceso. En un país donde las comunidades son obligadas a servir como escudos humanos frente al Ejército, o simplemente que las poblaciones viven históricamente de cultivos por permisividad estatal, venir ahora a prometer rebajas de penas a quienes financian y ordenan esas asonadas no se interpreta como un acto de paz, sino como una claudicación del Estado.
En síntesis, Colombia no puede seguir confundiendo paz con claudicación. Mientras no se enfrenten las mafias locales y transnacionales del eje criminal vene-mejicano, se impongan condiciones reales a las disidencias y se garantice presencia estatal con seguridad, justicia y desarrollo, la llamada Paz Total seguirá siendo un espejismo como en El Tambo, donde las comunidades han sido usadas como escudos humanos y la economía cocalera sostiene a los grupos armados. Así esta deleznable política corre el riesgo de legitimar a los violentos, debilitar la autoridad del Estado y perpetuar la impunidad, con el agravante que estas mismas asonadas amenazan con repetirse en todo el territorio Caucano, en Nariño, el Catatumbo, Guaviare, Chocó y gran parte de la periferia colombiana, siendo regiones que sumadas en su conjunto abarcan la mayor parte del territorio nacional y condensan los mayores desafíos de la seguridad, Justicia y la gobernabilidad.
Luis Fernando Ulloa
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