La historia de los pueblos está marcada por gestas heroicas y conquistas culturales, pero también por episodios de horror que interpelan a la humanidad entera. La masacre de Nanjing, ocurrida en 1937 tras la invasión japonesa a China, y las masacres perpetradas por grupos paramilitares en Colombia durante las últimas décadas del siglo XX, parecen distantes en geografía y tiempo. Sin embargo, al ponerlas en relación, emergen resonancias profundas: la violencia como estrategia de dominación, la deshumanización de las víctimas, el uso del terror para controlar territorios y poblaciones, y la disputa permanente por la memoria y la justicia.
Más allá de los datos y las cifras, ambas realidades recuerdan que la violencia extrema no es una anomalía aislada, sino un mecanismo histórico de sometimiento. Y, al mismo tiempo, que las víctimas y sus memorias representan la resistencia ética frente a la barbarie.
La masacre como política de dominación
En diciembre de 1937, el ejército imperial japonés tomó la ciudad de Nanjing y desató un despliegue de violencia que aún hoy estremece la memoria mundial: alrededor de 300.000 personas fueron asesinadas, y entre 20.000 y 80.000 mujeres sufrieron violencia sexual sistemática. El terror buscaba aniquilar la resistencia china y enviar un mensaje de supremacía.
En Colombia, entre los años ochenta y dos mil, el paramilitarismo convirtió la masacre en un instrumento cotidiano: Mapiripán, El Salado, Chengue y tantas otras comunidades fueron escenario de asesinatos colectivos, desplazamientos forzados, tortura, desapariciones y violencia sexual. La lógica también fue estratégica: silenciar opositores, vaciar territorios, asegurar corredores del narcotráfico y sembrar miedo en las comunidades campesinas.
Aunque las escalas difieren, ambos escenarios revelan una verdad incómoda: la masacre no es un exceso irracional de violencia, sino un método calculado para quebrar pueblos enteros y reorganizar el poder.
Las víctimas como centro de la memoria
Tanto en Nanjing como en Colombia, las víctimas fueron civiles indefensos: hombres, mujeres, ancianos y niños que pagaron con sus vidas decisiones tomadas desde estructuras de poder militar, político y económico. El horror se ensañó especialmente contra los cuerpos de las mujeres, convertidos en botín de guerra y campo de humillación.
Pero las víctimas no son solo cifras ni cuerpos silenciados: son memorias vivas que siguen interpelando. En Nanjing, los sobrevivientes y sus descendientes mantienen viva la denuncia frente a quienes pretenden negar o relativizar la masacre. En Colombia, los testimonios recogidos por la Comisión de la Verdad y la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) se han convertido en faros éticos que muestran cómo el dolor puede transformarse en exigencia de justicia y dignidad.
Recordar a las víctimas no es un gesto del pasado: es un acto político del presente que impide normalizar la violencia.
Negacionismo y disputa por la verdad
Un punto común entre ambos casos es la lucha contra el negacionismo. En Japón, sectores conservadores han intentado minimizar la magnitud de Nanjing, generando tensiones diplomáticas y heridas abiertas en la memoria china. En Colombia, aún persisten discursos que buscan justificar las masacres paramilitares como “daños colaterales” del conflicto, invisibilizando la connivencia de sectores estatales y económicos con el terror.
La disputa por la verdad es, en sí misma, una segunda batalla. Allí donde los victimarios y sus cómplices buscan imponer el olvido, las víctimas y sus organizaciones reclaman memoria, verdad y reparación. De esta tensión depende la posibilidad de construir sociedades más justas o de repetir los ciclos de barbarie.
Conclusión: la memoria como resistencia
El diálogo entre Nanjing y Colombia enseña que la violencia extrema, aunque situada en tiempos y geografías diferentes, responde a una misma lógica de dominación. La masacre es la expresión más cruda del poder que no busca convencer ni negociar, sino someter y destruir.
Pero también deja una enseñanza luminosa: la memoria de las víctimas, su dignidad y su lucha por justicia constituyen un acto de resistencia frente al olvido. La historia de Nanjing y de Colombia recuerda que la humanidad tiene una deuda permanente con quienes padecieron la violencia, y que el compromiso con los derechos humanos no puede ser selectivo ni efímero.
Hablar de Nanjing desde Colombia, y de Colombia desde Nanjing, es un ejercicio de memoria transnacional que invita a reconocer que el dolor de las víctimas, en cualquier lugar del mundo, nos concierne a todos. Solo desde esa conciencia es posible transformar la memoria en acción, la indignación en justicia y el sufrimiento en construcción de paz.
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